La leyenda de los hermanos Rodríguez
Cada 26 de mayo, día de su cumpleaños, Adolfo López Mateos recibía un Ferrari último modelo como regalo. El presidente mexicano que se peinaba hacia atrás a la moda de los grandes actores de la época y lucía un reloj de oro recorría las autopistas de la Ciudad de México casi acostado en el bólido italiano, como si estuviera postrado en un ataúd. El empresario que le regalaba religiosamente el coche, Pedro Rodríguez, otro fanático de las carreras, lo convenció de construir durante su mandato uno de los autódromos más grandes del mundo, una obra imperecedera que lograría que su nombre jamás fuera borrado de la historia y se asociara para siempre a esta versión moderna del coliseo romano, donde los hombres compiten y mueren a toda velocidad.
El circuito fue construido a finales de los años cincuenta. Don Pedro recorrió las obras con el presidente y le recomendó que la pista tuviera un óvalo, como la de Monza. El recinto que tres años después acogería por primera vez una carrera fue bautizado con un nombre aséptico, Magdalena Mixhuca. Así se llamaban la ciudad deportiva en la que se levantó. Catorce años más tarde, sin embargo, pasaría a llamarse Hermanos Rodríguez, en honor a los dos hijos de don Pedro. Ambos habrían de morir de forma trágica en las pistas de carreras.
Con la muerte de Ricardo Rodríguez (1942-1962) en una de las curvas que tanto empeño había puesto su padre en trazar, la desaparición años después de Moisés Solana (1935-1969) en una competición intrascendente y, por último, el accidente mortal en Alemania de Pedro Rodríguez (1940-1971), el hermano mayor de Ricardo, México enterró de forma abrupta a la mejor generación de pilotos que ha tenido nunca. Los tres fallecieron en un lapso de nueve años.
En la década de los sesenta, México se entusiasmó con el automovilismo. La prensa comenzó a llamar sin rubor filiruedas a los aficionados. Entre la gente se popularizó la expresión “ese se cree un Taruffi”, como el popular piloto italiano, para nombrar a los conductores que no respetaban la velocidad en la ciudad, según recuerda el historiador Alejandro Rosas en el libro Héroes al volante. Las autoridades temían que, de puro entusiasmo, los mexicanos se lanzaran a las pistas a torear a los coches de carreras, pero Rosas considera que un espíritu cívico imperó en una sociedad que comenzaba a abrirse al mundo. La modernidad había llegado en forma de bólido.
El autódromo se inauguró en 1959 con la carrera 500 kilómetros de México. López Mateos siguió la competición con una visera de cartón que lo protegía del sol. La carrera duró cuatro horas, eternas para muchos de los que habían llegado revolucionados al comienzo. Los que aguantaron hasta el final vieron ganar a Pedro Rodríguez, segundo fue Moisés y tercero, Ricardo; una clasificación inversa a la fecha en la que se produjeron sus muertes.
“Ricardo era un muchacho impulsivo. Muy aventado, no le tenía miedo a nada”, cuenta Carlos Jalife, autor de la biografía más extensa y detallada que se ha escrito sobre los hermanos. Su libro es un mamotreto similar a Guerra y Paz que incluye más de 4.000 fotografías. Si la carrera de Ricardo no se hubiera truncado a los 20 años, Jalife cree que habría ganado algún titulo mundial de la Fórmula Uno y México podría presumir de haber tenido uno de los mejores corredores en una etapa con leyendas como Jim Clark.Eso no llegó a ocurrir.
Ricardo conducía un Lotus en las jornadas de prueba del primer campeonato que se disputaba en su tierra. Era 1962. Ferrari, su escudería, no había querido viajar ya que la carrera no puntuaba en el Mundial. Antes de acabar la jornada, el muchacho quiso dar una última vuelta para comprobar si los mecánicos habían ajustado algunos defectos del coche. Jalife dice que besó la mano de don Pedro antes de arrancar.
“Lo pruebo una vuelta y vengo, no me tardo”, se despidió Ricardo Rodríguez
“Lo pruebo una vuelta y vengo, no me tardo”, se despidió Ricardo.
El Lotus tomó la curva más peligrosa del circuito, La Peraltada, a 180 kilómetros por hora. El auto “se encabritó como un caballo de rodeo”, recuerda el escritor. El piloto, que no llevaba atado el cinturón de seguridad por miedo a morir abrasado en caso de accidente, salió despedido y chocó contra una barrera. Ricardo estaba “partido en dos, sostenido por la piel de la cintura”.
El piloto argentino Juan Manuel Fangio visitó su tumba una semana después. Sara, la esposa de Ricardo, recibió del seguro una indemnización de 4.000 dólares. Enzo Ferrari le añadió al monto otros 5.000. López Mateos le otorgó a la mujer la concesión de una gasolinera de por vida.
La historia negra del automovilismo mexicano no había hecho más que empezar a escribirse. Su mayor promesa desaparecía de las pistas. Pedro, más cabal que Ricardo, dos años mayor, estuvo un tiempo sin competir después de la tragedia. Cuando regresó algo había cambiado en él: no conocía el miedo. Era el equivalente del boxeador Julio César Chávez, capaz de aguantar la embestida de un tren expreso. Entre 1963 y 1971, logró dos victorias y siete podios en 54 carreras de Fórmula 1.
En 1970, un año antes de su muerte, el humor de los mexicanos era muy distinto al de 10 años atrás. Tras la matanza de estudiantes en Tlatelolco, el Gobierno había encerrado en los cuarteles a los militares, que eran los que se habían ocupado hasta ese momento de la seguridad en el Gran Premio. Una turba se presentó de imprevisto en el autódromo. Se calcula que había 200.000 personas, el doble del aforo. La gente cruzaba la pista como si fuera a comprar pan.
En la vuelta 33 de las 65 pactadas, el escocés Jackie Stewart atropelló a un perro a 200 kilómetros por hora. “I hit a dog!”, gritó al bajar del coche. “Fue una de las peores carrera jamás corridas en la historia de la F1”, sostiene Rosas tras resumir lo ocurrido.
“Corro hoy en Nüremberg; llamo después de la carrera”, fue el último telegrama de Pedro Rodríguez
Acostumbrado a aquellas carreras caóticas aunque de alta competición, Moisés Solana no debería haber tenido ningún problema en una hill climb (subida a una colina) que se celebraba a unas horas del DF. A esas alturas, 1969, ya había corrido para Ferrari y Lotus. Durante la competición, Solana tocó una guarnición y salió volando. El coche le cayó encima y se incendió. Solana era un gran jugador de pelota vasca. Su padre le confesó al periodista Antonio Aspiros que el autódromo debería llevar el nombre de su hijo.
La última cosa que hizo Pedro en vida fue enviarle un telegrama a su padre: “Corro hoy en Nüremberg; llamo después de la carrera”. Esa comunicación interrumpida quedará para siempre en el aire. Pedro corría las 200 millas de Norisring cuando se estrelló contra la balaustrada de un paso a nivel y cayó del otro lado. Camino del hospital lograron reanimarlo tres veces. No se recuperó del cuarto paro cardiaco. El piloto Graham Hill dijo al enterarse que murió “en la cima del mundo”. El mítico periodista Jacobo Zabludovsky informó a todos los mexicanos de su muerte a través del televisor.
Los empleados de Lufthansa que bajaron el ataúd del avión cuatro días más tarde, al llegar a México, se encontraron con doña Conchita, la madre. Jalife recuerda que ella colocó un ramo de rosas encima del féretro. Alguien agregó un casco. El cadáver fue sepultado en el Panteón Español, junto al de su hermano Ricardo. Cerca descansan los restos de Solana. En este cementerio de estilo gótico, con criptas más sustuosas que algunas casas de los vivos, está enterrada la generación perdida del automovilismo mexicano.
Fuente: http://deportes.elpais.com/deportes/2015/10/29/actualidad/1446140868_657333.html
Octavio Paz: Todos Santos, Día de Muertos
«A través de la fiesta la sociedad se libera de las normas que se ha impuesto. Se burla de sus dioses, de sus principios y de sus leyes: se niega a sí misma.»
«Todos Santos, Día de muertos», forma parte del libro El laberinto de la soledad, ensayo escrito por Octavio Paz.
El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo ritual. Y esta tendencia beneficia a nuestra imaginación tanto como a nuestra sensibilidad, siempre afinadas y despiertas. El arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros. En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de México, con sus colores violentos, agrios y puros y sus danzas, ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos días en plazas y mercados.
Nuestro calendario está poblado de fiestas. Ciertos días, lo mismo en los lugarejos más apartados que en las grandes ciudades, el país entero reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de Guadalupe o del general Zaragoza. Cada año, el 15 de septiembre a las once de la noche, en todas las plazas de México celebramos la fiesta del Grito; y una multitud enardecida efectivamente grita por espacio de una hora, quizá para callar mejor el resto del año. Durante los días que preceden y suceden al 12 de diciembre, el tiempo suspende su carrera, hace un alto y en lugar de empujarnos hacia un mañana siempre inalcanzable y mentiroso, nos ofrece un presente redondo y perfecto, de danza y juerga, de comunión y comilona con los más antiguo y secreto de México. El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde pasado y futuro al fin se reconcilian.
Pero no bastan las fiestas que ofrecen a todo el país la Iglesia y la república. La vida de cada ciudad y de cada pueblo está regida por un santo, al que se festeja con devoción y regularidad. Los barrios y los gremios tienen también sus fiestas anuales, sus ceremonias y sus ferias. Y, en fin, cada uno de nosotros —ateos, católicos o indiferentes— poseemos nuestro santo, al que cada año honramos. Son incalculables las fiestas que celebramos y los recursos y tiempo que gastamos en festejar. Recuerdo que hace años pregunté a un presidente municipal de un poblado vecino a Mitla: «¿A cuánto ascienden los ingresos del municipio por contribuciones?». «A unos tres mil pesos anuales. Somos muy pobres. Por eso el señor gobernador y la Federación nos ayudan cada año a completar nuestros gastos.» «¿Y en qué utilizan esos tres mil pesos?» » Pues casi todo en fiestas, señor. Chico como lo ve, el pueblo tiene dos Santos Patrones.»
Esa respuesta no es asombrosa. Nuestra pobreza puede medirse por el número y suntuosidad de las fiestas populares. Los países ricos pocas: no hay tiempo, ni humor. Y no son necesarias; las gentes tienen otras cosas que hacer y cuando se divierten lo hacen en grupos pequeños. Las masas modernas son aglomeraciones de solitarios. En las grandes ocasiones, en París o en Nueva York, cuando el público se congrega en plazas o estadios, es notable la ausencia de pueblo: se ven parejas y grupos, nunca una comunidad viva en donde la persona humana se disuelve y rescata simultáneamente. Pero un pobre mexicano, ¿cómo podría vivir sin esa dos o tres fiestas anuales que lo compensan de su estrechez y de su miseria? Las fiestas son nuestro único lujo; ellas sustituyen, acaso con ventaja, al teatro y a las vacaciones, el week end y el cocktail party de los sajones, a las recepciones de la burguesía y al café de los mediterráneos.
En esas ceremonias —nacionales, locales, gremiales o familiares— el mexicano se abre al exterior. Todas ellas le dan ocasión de revelarse y dialogar con la divinidad, la patria, los amigos o los parientes. Durante esos días el silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola en el aire. Descarga su alma. Y su grito, como los cohetes que tanto nos gustan, sube hasta el cielo, estalla en una explosión verde, roja, azul y blanca y cae vertiginoso dejando una cauda de chispas doradas. Esa noche los amigos, que durante meses no pronunciaron más palabras que las prescritas por la indispensable cortesía, se emborrachan juntos, se hacen confidencias, lloran las mismas penas, se descubren hermanos y a veces, para probarse, se matan entre sí. La noche se puebla de canciones y aullidos. Los enamorados despiertan con orquestas a las muchachas. Hay diálogos y burlas de balcón a balcón, de acera a acera. Nadie habla en voz baja. Se arrojan los sombreros al aire. Las malas palabras y los chistes caen como cascadas de pesos fuertes. Brotan las guitarras. En ocasiones, es cierto, la alegría mal: hay riñas, injurias, balazos, cuchilladas. También eso forma parte de la fiesta. Porque el mexicano no se divierte: quiere sobrepasarse, saltar el muro de la soledad que el resto del año lo incomunica. Todos están poseídos por la violencia y el frenesí. Las almas estallan como los colores, las voces, los sentimientos, ¿Se olvidan de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. Lo importante es salir, abrirse paso, embriagarse de ruido, de gente, de color. México está de fiesta. Y esa fiesta, cruzada por relámpagos y delirios, es como el revés brillante de nuestro silencio y apatía, de nuestra reserva y hosquedad.
Algunos sociólogos franceses consideran a la fiesta como un gasto ritual. Gracias al derroche, la colectividad se pone el abrigo de la envidia celeste y humana. Los sacrificios y las ofrendas calman o compran a dioses y santos patrones; las dádivas y festejos, al pueblo. El exceso en el gastar y el desprecio de energías afirman la opulencia de la colectividad. Ese lujo es una prueba de salud, una exhibición de abundancia y poder. O una trampa mágica. Porque con el derroche se espera atraer, por contagio, a la verdadera abundancia. Dinero llama dinero. La vida que se riega, da más vida: la orgía, gasto sexual, es también una ceremonia de regeneración genésica; y el desperdicio, fortalece. Las ceremonias de fin de año, en todas las culturas, significan algo más que la conmemoración de una fecha. Ese día es una pausa; efectivamente el tiempo se acaba, se extingue. Los ritos que celebran su extinción están destinados a provocar su renacimiento: la fiesta de fin de año es también la de año nuevo, la del tiempo que empieza. Todo atrae a su contrario. En suma, la función de la fiesta es más utilitaria de lo que se piensa; el desperdicio atrae o suscita la abundancia y es una inversión como cualquier otra. Sólo que aquí la ganancia no se mide, ni cuenta. Se trata de adquirir potencia, vida, salud. En este sentido, la fiesta es una de las formas económicas más antiguas, como el don y la ofrenda.
Esta interpretación me ha parecido siempre incompleta. Inscrita en la órbita de lo sagrado, la fiesta es ante todo el advenimiento de lo insólito. La rigen reglas especiales, privativas, que la aíslan y hacen un día de excepción. Y con ellas se introduce una lógica, una moral, y hasta una economía que frecuentemente contradicen a las de todos los días. Todo ocurre en un mundo encantado: el tiempo es otro tiempo (situado en un pasado mítico o en una actualidad pura); el espacio en que se verifica cambia de aspecto, se desliga de, resto de la tierra, se engalana y convierte en un «sitio de fiesta» (en general se escogen lugares especiales o poco frecuentados); los personajes que intervienen abandonan su rasgo humano o social y se transforman en vivas, aunque efímeras, representaciones. Y todo pasa como si no fuera cierto, como en los sueños. Ocurra lo que ocurra, nuestras acciones poseen mayor ligereza, una gravedad distinta: asumen significaciones diversas y contraemos con ellas responsabilidades singulares. Nos aligeramos de nuestra carga de tiempo y razón.
En ciertas fiestas desaparece la noción misma de orden. El caos regresa y reina la licencia. Todo se permite: desaparecen las jerarquías habituales, las distinciones sociales, los sexos, las clases, los gremios. Los hombres se disfrazan de mujeres, los señores de esclavos, los pobres de ricos. Se ridiculiza al ejército, al clero, a la magistratura. Gobiernan los niños o los locos. Se cometen profanaciones rituales, sacrilegios obligatorios. El amor se vuelve promiscuo. A veces la fiesta se convierte en misa negra. Se violan reglamentos, hábitos, costumbres. El individuo respetable arroja su máscara de carne y la ropa obscura que lo aísla y, vestido de colorines, se esconde en una careta, que lo libera de sí mismo.
Así pues, la fiesta no es solamente un exceso, un desperdicio ritual de los bienes penosamente acumulados durante el año; también es una revuelta, una súbita inmersión en lo informe, en la vida pura. A través de la fiesta la sociedad se libera de las normas que se ha impuesto. Se burla de sus dioses, de sus principios y de sus leyes: se niega a sí misma.
La fiesta es una Revuelta, en el sentido literal de la palabra. En la confusión que engendra, la sociedad se disuelve, se ahoga, en tanto que organismo regido conforme a ciertas reglas y principios. Pero se ahoga en sí misma, en su caos o libertad original. Todo se comunica; se mezcla el bien con el mal, el día con la noche, lo santo con lo maldito. Todo cohabita, pierde forma, singularidad y vuelve al amasijo primordial. La fiesta es una operación cósmica: la experiencia del desorden, la reunión de los elementos y principios contrarios para provocar el renacimiento de la vida. La muerte ritual suscita el renacer; el vómito, el apetito; la orgía, estéril en sí misma, la fecundidad de las madres o de la tierra. La fiesta es un regreso a un estado remoto o indiferenciado, prenatal o presocial, por decirlo así. Regreso que es también un comienzo, según quiere la dialéctica inherente a los hechos sociales.
El grupo sale purificado de ese baño de caos. Se ha sumergido en sí, en la entraña misma de donde salió. Dicho de otro modo, la fiesta niega a la sociedad en tanto que conjunto orgánico de formas y principios diferenciados, pero la afirma en cuanto fuente de energía y creación. Es una verdadera re-creación, al contrario de lo que ocurre con las vacaciones modernas, que no entrañan rito o ceremonia alguna, individuales y estériles como el mundo que las ha inventado.
La sociedad comulga consigo misma en la fiesta. Todos sus miembros vuelven a la confusión y libertad originales. La estructura social se deshace y se crean nuevas formas de relación, reglas inesperadas, jerarquías caprichosas. En el desorden general, cada quién se abandona y atraviesa por situaciones y lugares que habitualmente le estaban vedados. Las fronteras entre espectadores y actores, entre oficiantes y asistentes, se borran. Todos forman parte de la fiesta, todos se disuelven en su torbellino. Cualquiera que sea su índole, su carácter, su significado, la fiesta es participación. Este rasgo la distingue finalmente de otros fenómenos y ceremonias: laica o religiosa, orgía o saturnal, la fiesta es un hecho social basado en la activa participación de los asistentes.
Gracias a las fiestas el mexicano se abre, participa, comulga con sus semejantes y con los valores que dan sentido a su existencia religiosa o política. Y es significativo que un país tan triste como el nuestro tenga tantas y tan alegres fiestas. Su frecuencia, el brillo que alcanzan, el entusiasmo con que todos participamos, parecen revelar que, sin ellas, estallaríamos. Ellas nos liberan, así sea momentáneamente, de todos esos impulsos sin salida y de todas esas materias inflamables que guardamos en nuestro interior. Pero a diferencia de lo que ocurre en otras sociedades, la fiesta mexicana no es nada más un regreso a un estado original de indiferenciación y libertad; el mexicano no intenta regresar, sino salir de sí mismo, sobrepasarse. Entre nosotros la fiesta es una explosión, un estallido. Muerte y vida, júbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros festejos, no para recrearse o reconocerse, sino para entredevorarse. No hay nada más alegre que una fiesta mexicana, pero también no hay nada más triste. La noche de fiesta es también noche de duelo.
Si en la vida diaria nos ocultamos a nosotros mismos, en el remolino de la fiesta nos disparamos. Más que abrirnos, nos desgarramos. Todo termina en alarido y desgarradura: el canto, el amor, la amistad. La violencia de nuestros festejos muestra hasta qué punto nuestro hermetismo nos cierra las vías de comunicación con el mundo. Conocemos el delirio, la canción, el aullido, el monólogo, pero no el diálogo. Nuestras fiestas, como nuestras confidencias, nuestros amores y nuestras tentativas para reordenar nuestra sociedad, son rupturas violentas con lo antiguo o con lo establecido. Cada vez que intentamos expresarnos, necesitamos romper con nosotros mismos. Y la fiesta sólo es un ejemplo, acaso el más típico, de ruptura violenta. No sería difícil enumerar otros, igualmente reveladores: el juego, que es siempre un ir a los extremos, mortal con frecuencia; nuestra prodigalidad en el gastar, reverso de la timidez de nuestras inversiones y empresas económicas; nuestras confesiones. El mexicano, ser hosco, encerrado en sí mismo, de pronto estalla, se abre el pecho y se exhibe, con cierta complacencia y deteniéndose en los repliegues vergonzosos o terribles de su intimidad. No somos francos, pero nuestra sinceridad puede llegar a extremos que horrorizarían a un europeo. La manera explosiva y dramática, a veces suicida, con que nos desnudamos y entregamos, inermes casi, revela que algo nos asfixia y cohibe. Algo nos impide ser. Y porque no nos atrevemos o no podemos enfrentarnos con nuestro ser, recurrimos a la fiesta. Ella nos lanza al vacío, embriaguez que se quema a sí misma, disparo al aire, fuego de artificio.
La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. Toda esa abigarrada confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas —obras y sobras— que es cada vida, encuentran en la muerte, ya que no sentido o explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino para desaparecer. Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Por eso cuando alguien muere de muerte violenta, solemos decir: «se lo buscó». Y es cierto, cada quien tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace. Muerte de cristiano o muerte de perro son maneras de morir que reflejan maneras de vivir. Si la muerte nos traiciona y morimos de mala manera, todos se lamentan: hay que morir como se vive. La muerte es intransferible, como la vida. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía como no nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré quién eres.
Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico, que se repetía insaciable. La vida no tenía función más alta que desembocar en la muerte, su contrario y complemento; y la muerte, a su vez, no era un fin en sí; el hombre alimentaba con su muerte la voracidad de la vida, siempre insatisfecha. El sacrificio poseía un doble objeto: por una parte, el hombre accedía al proceso creador (pagando a los dioses, simultáneamente, la deuda contraída por la especie); por la otra, alimentaba la vida cósmica y la social, que se nutría de la primera.
Posiblemente el rasgo más característico de esta concepción es el sentido impersonal del sacrificio. Del mismo modo que su vida no les pertenecía, su muerte carecía de todo propósito personal. Los muertos —incluso los guerreros caídos en el combate y la mujeres muertas en el parto, compañeros de Huitzilopochtli, el dios solar— desaparecerían al cabo de algún tiempo, ya para volver al país indiferenciado de las sombras, ya para fundirse al aire, a la tierra, al fuego, a la substancia animadora del universo. Nuestros antepasados indígenas no creían que su muerte les pertenecía, como jamás pensaron que su vida fuese realmente «su vida», en el sentido cristiano de la palabra. Todo se conjugaba para determinar, desde el nacimiento, la vida y la muerte de cada hombre: la clase social, el año, el lugar, el día, la hora. El azteca era tan poco responsable de sus actos como de su muerte.
Espacio y tiempo estaban ligados y formaba una unidad inseparable. A cada espacio, a cada uno de los puntos cardinales, y al centro en que se inmovilizaban, correspondía un «tiempo» particular. Y este complejo de espacio-tiempo poseía virtudes y poderes propios, que influían y determinaban profundamente la vida humana. Nacer un día cualquiera, era pertenecer a un espacio, a un tiempo, a un color y a un destino. Todo estaba previamente trazado. En tanto que nosotros disociamos espacio y tiempo, meros escenarios que atraviesan nuestras vidas, para ellos había tantos «espacios-tiempos» como combinaciones poseía el calendario sacerdotal. Y cada uno estaba dotado de una significación cualitativa particular, superior a la voluntad humana.
Religión y destino regían su vida, como moral y libertad presiden la nuestra. Mientras nosotros vivimos bajo el signo de la libertad y todo —aun la fatalidad griega y la Gracia de los teólogos— es elección y lucha, para los aztecas el problema se reducía a investigar la no siempre clara voluntad de los dioses. De ahí la importancia de la prácticas adivinatorias. Los únicos libres eran los dioses. Ellos podían escoger y, por lo tanto, en un sentido profundo, pecar. La religión azteca está llena de grandes dioses pecadores —Quetzatcóatl, como ejemplo máximo—, dioses que desfallecen y pueden abandonar a sus creyentes, del mismo modo que los cristianos reniegan a veces de su Dios. La Conquista de México sería inexplicable sin la traición de los dioses que reniegan de su pueblo.
El advenimiento del catolicismo modifica radicalmente esta situación. El sacrificio y la idea de salvación, que antes eran colectivos, se vuelven personales. La libertad se humaniza, encarna en los hombres. Para los antiguos aztecas lo esencial era asegurar la continuidad de la creación; el sacrificio no entrañaba la salvación ultraterrena, sino la salud cósmica; el mundo, y no el individuo, vivía gracias a la sangre y a la muerte de los hombres. Para los cristianos, el individuo es lo que cuenta. El mundo —la historia, la sociedad— está condenado de antemano. La muerte de Cristo salva a cada hombre en particular. Cada uno de nosotros es el Hombre y en cada uno están depositadas las esperanzas y posibilidades de la especie. La redención es obra personal.
Ambas actitudes, por más opuestas que nos parezcan, poseen una nota común: la vida, colectiva o individual, está abierta a la perspectiva de una muerte que es, a su modo, una nueva vida. La vida sólo se justifica y trasciende cuando se realiza en la muerte. Y ésta también es trascendencia, más allá, puesto que consiste en una nueva vida. Para los cristianos la muerte es un tránsito, un salto mortal entre dos vidas, la temporal y la ultraterrena; para los aztecas, la manera más honda de participar en la continua regeneración de las fuerzas creadoras, siempre en peligro de extinguirse si no se les provee de la sangre, alimento sagrado. En ambos sistemas vida y muerte carecen de autonomía; son las dos caras de una misma realidad. Toda su significación proviene de otros valores, que las rigen. Son referencias a realidades invisibles.
La muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros valores. En casi todos los casos es, simplemente, el fin inevitable de un proceso natural. En un mundo de hechos, la muerte es un hecho más. Pero como es un hecho desagradable, un hecho que pone en tela de juicio todas nuestras concepciones y el sentido mismo de nuestra vida, la filosofía del progreso (¿el progreso hacia dónde y desde dónde?, se preguntaba Scheler) pretende escamotearnos su presencia. En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie cuenta con ella. Todo la suprime: las prédicas de los políticos, los anuncios de los comerciantes, la moral pública, las costumbres, la alegría a bajo precio y la salud al alcance de todos que nos ofrecen hospitales, farmacias y campos deportivos. Pero la muerte, ya no como tránsito, sino como gran boca vacía que nada sacia, habita todo lo que emprendemos. El siglo de la salud, de la higiene, los anticonceptivos, las drogas milagrosas y los alimentos sintéticos, es también el siglo de los campos de concentración, del Estado policíaco, de la exterminación atómica y del murder story. Nadie piensa en la muerte, en su muerte propia, como quería Rilke, porque nadie vive una vida personal. La matanza colectiva no es sino el fruto de la colectivización.
También para el mexicano moderno la muerte carece de significación. Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la intranscendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vida diaria. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente. Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; mas al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia, desdén o ironía: «si me han de matar mañana, que me maten de una vez».
La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente se postula la intranscendencia del morir, sino del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque «la vida nos ha curado de espantos». Morir es natural y hasta deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la segunda se vuelve intranscendente. La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora.
El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos. Ella está presente en nuestra fiestas, en nuestros juegos, en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas veces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce sobre nosotros quizá brote de nuestro hermetismo y de la furia con que lo rompemos. La presión de nuestra vitalidad, constreñida a expresarse en formas que la traicionan, explica el carácter mortal, agresivo o suicida, de nuestras explosiones. Cuando estallamos, además, tocamos el punto más alto de la tensión, rozamos el vértice vibrante de la vida. Y allí, en la altura del frenesí, sentimos el vértigo: la muerte nos atrae.
Por otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de todas sus vanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos mondos y una mueca espantable. En un mundo cerrado y sin salida, en donde todo es muerte, lo único valioso es la muerte. Pero afirmamos algo negativo. Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos artificiales, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia. Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarronada familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros: ¿qué me importa la muerte, si no me importa la vida?
El mexicano, obstinadamente cerrado ante el mundo y sus semejantes, ¿se abre la muerte? La adula, la festeja, la cultiva, se abraza a ella, definitivamente y para siempre, pero no se entrega. Todo está lejos del mexicano, todo le es extraño y, en primer término, la muerte, la extraña por excelencia. El mexicano no se entrega a la muerte, porque la entrega entraña sacrificio. Y el sacrificio, a su vez, exige que alguien dé y alguien reciba. Esto es, que alguien se abra y se encare a una realidad que lo trasciende. En un mundo intranscendente, cerrado sobre sí mismo, la muerte mexicana no da ni recibe; se consume en sí misma y a sí misma se satisface. Así pues, nuestras relaciones con la muerte son íntimas —más íntimas, acaso, que las de cualquier otro pueblo— pero desnudas de significación y desprovistas de erotismo. La muerte mexicana es estéril, no engendra como la de los aztecas y cristianos.
Nada más opuesto a esta actitud que la de europeos y norteamericanos. Leyes, costumbres, moral pública y privada, tienden a preservar la vida humana. Esta protección no impide que aparezcan cada vez con más frecuencia ingeniosos y refinados asesinos, eficaces productores del crimen perfecto y en serie. La reiterada interrupción de criminales profesionales, que maduran y calculan sus asesinatos con una precisión inaccesible a cualquier mexicano; el placer con que relatan sus experiencias, sus goces y sus procedimientos; la fascinación con que le público y los periódicos recogen sus confesiones; y, finalmente, la reconocida ineficacia de los sistemas de represión con que se pretende evitar nuevos crímenes, muestran que el respeto a la vida humana que tanto enorgullece a la civilización occidental es una noción incompleta o hipócrita. El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida. La perfección de los criminales modernos no es nada más una consecuencia del progreso de la técnica moderna, sino del desprecio a la vida inexorablemente implícito en todo voluntario escamoteo de la muerte. Y podría agregarse que la perfección de la técnica moderna y la popularidad del murder story no son sino frutos (como los campos de concentración y el empleo de sistemas de exterminación colectiva) de una concepción optimista y unilateral de la existencia. Y así, es inútil excluir a la muerte de nuestras representaciones, de nuestras palabras, de nuestras ideas, porque ella acabará por suprimirnos a todos y en primer término a los que viven ignorándolo o fingiendo que lo ignoran.
Cuando el mexicano mata —por vergüenza, placer o capricho— mata a una persona, a un semejante. Los criminales y estadistas modernos no matan: suprimen. Experimentan con seres que han perdido ya su calidad humana. En los campos de concentración primero se degrada al hombre; una vez convertido en objeto, se le extermina en masa. El criminal típico de la gran ciudad —más allá de los móviles concretos que lo impulsan— realiza en pequeña escala lo que el caudillo moderno hace en grande. También a su modo experimenta: envenena, disgrega cadáveres con ácidos, incinera despojos, convierte en objeto a su víctima. La antigua relación entre víctima y victimario, que es lo único que humaniza al crimen, lo único que lo hace imaginable, ha desaparecido. Como en las novelas de Sade, no hay ya sino verdugos y objetos, instrumentos de placer y destrucción. Y la existencia de la víctima hace más intolerable y total la infinita soledad del victimario. Para nosotros el crimen es todavía una relación —y en ese sentido posee el mismo significado liberador que la fiesta o la confesión. De ahí su dramatismo, su poesía y —¿por qué no decirlo?— su grandeza. Gracias al crimen, accedemos a una efímera transcendencia.
En los primeros versos de la octava elegía de Duino, Rilke dice que la criatura —el ser en su inocencia animal— contempla lo abierto, al contrario de nosotros, que jamás vemos hacia adelante, hacia lo absoluto. El miedo nos hace volver el rostro, darle la espalda a la muerte. Y al negarnos a contemplarla, nos cerramos fatalmente a la vida, que es una totalidad que la lleva en sí. Lo abierto es el mundo en donde los contrarios se reconcilian y la luz y la sombre se funden. Esta concepción tiende a devolver a la muerte su sentido original, que muestra época le ha arrebatado: muerte y vida son contrarios que se complementan. Ambas son mitades de una esfera que nosotros, sujetos a tiempo y espacio, no podemos sino entrever. En el mundo prenatal, muerte y vida se confunden; en el nuestro. Se oponen; en el más allá, vuelven a reunirse, pero ya no en la ceguera animal, anterior al pecado y a la conciencia, sino como inocencia reconquistada. El hombre puede trascender la oposición temporal que las escinde —y que no reside en ellas, sino en su conciencia— y percibirlas como una unidad superior. Este conocimiento no se opera sino a través de un desprendimiento: la criatura debe renunciar a su vida temporal y a la nostalgia del limbo, del mundo animal. Debe abrirse a la muerte si quiere abrirse a la vida; entonces «será como los ángeles».
Así, frente a la muerte hay dos actitudes: una, hacia adelante, que la concibe como creación; otra, de regreso, que se expresa como fascinación ante la nada o como nostalgia del limbo. Ningún poeta mexicano o hispanoamericano, con la excepción, acaso, de César Vallejo, se aproxima a la primera de estas dos concepciones. En cambio, dos poetas mexicanos, José Gorostiza y Xavier Villaurrutia, encarnan la segunda de estas dos direcciones. Si para Gorostiza la vida es «una muerte sin fin», un continuo despeñarse en la nada, para Villaurrutia la vida no es más que «nostalgia de la muerte».
La afortunada imagen que da título al libro de Villaurrutia, Nostalgia de la muerte, es algo más que un acierto verbal. Con él, su autor quiere señalarnos la significación última de la poesía. La muerte como nostalgia y no como fruto o fin de la vida, equivale a afirmar que no venimos de la vida sino de la muerte. Lo antiguo y original, la entraña materna, es la huesa y no la nariz. Esta aseveración corre el riesgo de parecer una vana paradoja o la reiteración de un viejo lugar común: todos somos polvos y vamos al polvo. Creo, pues, que el poeta desea encontrar en la muerte (que es, en efecto, nuestro origen) una revelación que la vida temporal no le ha dado: la de la verdadera vida. Al morir la aguja del instante recorrerá su cuadrante , todo cabrá en un instante … y será posible acaso vivir, después de haber muerto.
Regresar a la muerte original será volver a la vida de antes de la vida, a la vida de antes de la muerte: al limbo, a la entraña materna.
Muerte sin fin, el poema de José Gorostiza, es quizá el más alto testimonio que poseemos los hispanoamericanos de una conciencia verdaderamente moderna, inclinada sobre sí misma, presa de sí, de su propia claridad cegadora. El poeta, al mismo tiempo lúcido y exasperado, desea arrancar su máscara a la existencia, para contemplarla en su desnudez. El diálogo entre el mundo y el hombre, viejo como la poesía y el amor, se transforma en el del agua y el vaso que la ciñe, el del pensamiento y la forma en que se vierte y a la que acaba por corroer. Preso en las apariencias —árboles y pensamientos, piedras y emociones, días y noches, crepúsculos, no son sino metáforas, cintas de colores— el poeta advierte que el soplo que hincha la substancia, la modela y la erige forma, es el mismo que la carcome y arruga y destrona. En este drama sin personajes, pues todos son nada más reflejos, disfraces de un suicida que dialoga consigo mismo en un lenguaje de espejos y ecos, tampoco la inteligencia es otra cosa que reflejo, forma, y la más pura, de la muerte, una muerte enamorada de sí misma. Todo se desempeña en su propia claridad, todo se anega en su fulgor, todo se dirige hacia esa muerte transparente: la vida no es sino una metáfora, una invención conque la muerte —¡también ella!— quiere engañarse. El poema es el tenso desarrollo del viejo tema de Narciso —al que, por otra parte, no se alude una sola vez en el texto. Y no solamente la conciencia se contempla a sí misma en sus aguas transparentes y vacías, espejo y ojo al mismo tiempo, como en el poema de Valéry: la nada, que se miente en la forma y vida, respiración y pecho, que se finge corrupción y muerte, termina por desnudarse y, ya vacía, se inclina sobre sí misma: se enamora de sí, cae en sí, incansable muerte sin fin.
En suma, si en la fiesta, la borrachera o la confidencia nos abrimos, lo hacemos con tal violencia que nos desgarramos y acabamos por anularnos, Y ante la muerte, como ante la vida, nos alzamos de hombros y le oponemos un silencio o una sonrisa desdeñosa. La fiesta y el crimen pasional o gratuito revelan que el equilibrio de que hacemos gala sólo es una máscara, siempre en peligro de ser desgarrada por una súbita explosión de nuestra intimidad.
Todas estas actitudes indican que el mexicano siente, en sí mismo y en la carne del país, la presencia de una mancha, no por difusa menos viva, original e imborrable. Todos nuestros gestos tienden a ocultar esa llaga, siempre fresca, siempre lista a encenderse y arder bajo el sol de la mirada ajena.
Ahora bien, todo desprendimiento provoca una herida. A reserva de indagar cómo y en qué momento se produjo ese desprendimiento, debo apuntar que cualquier ruptura (con nosotros mismos o con lo que nos rodea, con el pasado o con el presente) engendra un sentimiento de soledad, En los caos extremos —separación de los padres, de la Matriz o de la tierra natal, muerte de los dioses o conciencia aguda de sí— la soledad se identifica con la orfandad. Y ambas se manifiestan generalmente como conciencia del pecado. Las penalidades y vergüenza que infligen el estado de separación pueden ser consideradas, gracias a la introducción de las nociones de expiación y redención, como sacrificios necesarios, prendas o promesas de una futura comunión que pondrá fin al exilio. La culpa puede desaparecer, la herida cicatrizar, el exilio resolverse en comunión. La soledad adquiere así un carácter purgatorio, purificador. El solitario o aislado trasciende su soledad, la vive como una prueba y como una promesa de comunión.
El mexicano, según se ha visto en las descripciones anteriores, nos transciende su soledad. Al contrario, se encierra en ella. Habitamos nuestra soledad como Filoctetes su isla, no esperando, sino temiendo volver al mundo. No soportamos la presencia de nuestros compañeros. Encerrados en nosotros mismos, cuando no desgarrados y enajenados, apuramos una soledad sin referencias a un más allá redentor o a un más acá creador. Oscilamos entre la entrega y la reserva, entre el grito y el silencio, entre la fiesta y el velorio, sin entregarnos jamás. Nuestra impasibilidad recubre la vida con la máscara de la muerte; nuestro grito desgarra esa más cara y sube al cielo hasta distenderse, romperse y caer como derrota y silencio. Por ambos caminos el mexicano se cierra al mundo: a la vida y a la muerte.
Nota informativa
«Todos Santos, Día de muertos», forma parte del libro El laberinto de la soledad, cuya primera publicación la realizó la editorial Cuadernos Americanos, en 1950. La ficha bibliográfica de esa primera edición es:
Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. Ediciones Cuadernos Americanos, México, 1950. Dicha edición se término de imprimir el día 15 de febrero de 1950, en los talleres de la Editorial Cultura, en la ciudad de México. La transcripción actual se realizó del volumen VIII de las Obras completas, editadas por el Fondo de Cultura Económica en México. La ficha bibliográfica de esta edición es:
Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. (El peregrino en su patria. Historia y política de México), en OC, v. VIII, (segunda reimpresión de la segunda edición), Círculo de Lectores/Fondo de Cultura Económica, México, 1996.
Fuente: http://encuentra.com/sin-categoria/octavio_paz_todos_santos_dia_de_muertos15872/
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.
Vayan al Lago de Chapultepec a remar con sus peques
Es increíble que tengo 32 años viviendo en el DF y no había remado en el Lago de Chapultepec. Por fin lo hice este fin de semana, y qué mejor que disfrutarlo con mi hija. El lago natural de la primera sección del bosque es una maravilla, pero desde la lancha, es toda una experiencia. Se ve Chapultepec en todo su esplendor.
Llegamos y pedimos una lancha doble de pedales ($50 la hora), para la primera vez me pareció mejor opción que la de remos. Fue muy divertido porque las dos hacíamos que se moviera. La renta incluye chalecos salvavidas que son obligatorios para el recorrido, lo que le da más seguridad a la aventura con los chilanguitos. También hay personal de vigilancia en el lago que ayudan en cualquier situación y que nadie tire basura al agua, eso me gustó.
Los precios varían según el tamaño de la lancha, o si es con pedales o con remos. Hay para dos, cuatro o cinco personas (desde $50 hasta $100 por lancha por hora) y kayaks para una o dos personas, con un costo de $40 y $60 pesos.
Ya navegando en el lago, todo es asombroso y divertido. Nos la pasamos saludando a toda la gente que pasaba junto a nosotras. Luego de un rato de pedalear, nos estacionamos bajo un árbol para disfrutar la brisa y la vista del lugar. Me encantó disfrutar mi primera vez de remar en Chapultepec con mi hija; fue una experiencia nueva para las dos.
Algunas recomendaciones para tu visita:
*Ahora que es temporada vacacional, lleguen temprano para que no les toque mucha gente. Nosotras llegamos a las 9 y nos la pasamos muy bien y sin esperar.
*Lleven sombrero y bloqueador.
*Si van en coche, les recomiendo el estacionamiento que está a un lado del Museo Nacional de Antropología; lo dejamos ahí y disfrutamos la caminata para cruzar Reforma y llegar al lago. Además de que el estacionamiento es seguro, está a $16.00 la hora. También vale la pena que lleguen temprano porque el estacionamiento se llena rápido.
*Aprovechando que están por ahí, se pueden tomar la ya tradicional foto en las «Alas de México», la escultura de Jorge Marín que está en el camellón de Reforma, frente a la entrada de Chapultepec. A mi hija le encantó pasar por ahí.
* Recuerda llevar una identificación vigente, es un documento obligatorio para que les renten la lancha.
Más información: Bosque de Chapultepec 1a sección. Martes a domingo de 9-16:30
http://www.chapultepec.com.mx
Fuente: http://www.chilango.com/con-ninos/nota/2015/07/28/vayan-al-lago-de-chapultepec-a-remar-con-sus-hijos
¡Fuera culpas! Sé una exitosa madre profesionista
No te agobies, la organización es la clave para evitar culpas y estrés.
A diario en las oficinas se pueden escuchar las pláticas de quienes son madres y cuentan con pesar (y a veces con lágrimas en los ojos) de que su pequeño se quedó llorando en la guardería rogándole que no se fuera, preocupadas porque su hijo está enfermo y no puede estar a su lado o aturdidas porque es tal la cantidad de trabajo que hay, que se perderá el festival del Día de las Madres.
Las mujeres trabajan por necesidad económica, por deseo y necesidad de realización personal y profesional o por ambas cosas. Pero la mayoría quiere compatibilizar ese trabajo fuera del hogar con un ejercicio responsable de la maternidad; sin embargo, hacerlo les resulta difícil, ya que las condiciones laborales frecuentemente son poco favorables para la convivencia de ambos roles.
Madre profesionista ¿cómo lograrlo?
De acuerdo con la doctora Carmen Larrazábal, en entrevista con RNC Radio, para evitar la culpabilidad que muchas madres trabajadoras sienten al dejar a sus hijos cada mañana para salir a trabajar en búsqueda de su desarrollo profesional, lo principal es:
“organizarse, tener el hogar ordenado no sólo físicamente para tener paz mental, sino también estableciendo un orden de prioridades, pues al hacerlo se finca realmente lo que es más importante en nuestra vida en los diferentes roles que todas desempeñamos”.
La doctora Larrazábal indicó que cuando las mujeres logran poner orden físico y mental en su vida se evitan circunstancias frustrantes, pues al llevar a cabo estas acciones podrán ser no sólo la madre, la esposa y la profesionista, sino incluso también serán la hija, la amiga, sin que el fantasma de la culpa se haga presente.
Aquí algunos consejos para encontrar el equilibrio entre la casa y el trabajo:
• Prepara a tu hijo para el día que te toque retornar al trabajo. Dale con anticipación algunos periodos de separación para que se vaya acostumbrando a no estar apegado a ti todo el tiempo.
• Preséntale a la persona que lo cuidará con anticipación. Para evitar que el niño rechace a su cuidador (a) es mejor que le presentes a esa persona con tiempo para que se familiarice con ella.
• Compénsalo. Cuando regreses del trabajo trata de dedicarle a tu hijo todo el tiempo que puedas para que se sienta protegido.
• Permite que te ayuden. La mamá no lo es todo, en caso de que haya un papá, él también tiene que pasar tiempo con los hijos. De no ser así busca familiares o amigos que te apoyen mientras estás ausente.
Finalmente, no permitas que la culpa te tome presa, a pesar de lo duro que pueda ser el separarte de tus hijos para ir a trabajar. Si aprendes a equilibrar tus asuntos del trabajo con la maternidad, tu hijo estará recibiendo de tu parte lo que quizá es la mejor herencia: el ejemplo de que el trabajo no está peleado con la familia y que cuando se quiere se puede. Y tú puedes.
UTEL Editorial
Fuente: http://www.utel.edu.mx/blog/rol-personal/fuera-culpas-se-una-exitosa-madre-profesionista/
CALAVERAS, UNA HERMOSA Y CASI DESAPARECIDA TRADICIÓN
Cuando hablamos de la vida, la muerte siempre tiene lugar. Pero no son el temor ni la tristeza las compañeras de la “calaca” en esta ocasión. Son la escritura en verso y los grabados que dan vida a imágenes divertidas y jocosas, transformadas en una alternativa de desahogo cuando se vive una pena.
Una de las tradiciones mexicanas en peligro de extinción son las “calaveras”, antiguamente llamadas “panteones”.
Las calaveras son como un epitafio-epigrama lacónico, dice el zamorano Eduardo del Río “Rius”, y están escritas en forma de verso dedicado a los amigos, familiares o conocidos sólo en Día de Muertos. Una de sus características es que constituye una oportunidad para expresar lo que se piensa acerca del otro, de espacios, funciones o cosas, de un régimen del pasado y del presente. No es fácil decir lo que uno piensa de los demás, por eso las calaveras constituyen una forma de literatura valiente.
Quienes escriben panteones son personas que ven la muerte con un sentido del humor, combinado con ingenio que le imprimen a sus escritos. Gustan desarrollar su imaginación para decir lo que piensan, aceptando el reto de comunicarse en verso, octavas o décimas de todos los sabores y gustos.
Esta forma de escritura se desarrolló desde el siglo XIX. Al cobrar fuerza en el siglo pasado, las calaveras comenzaron a ser censuradas por los gobiernos en turno debido a que una gran cantidad sirvió como crítica a los funcionarios, pues en ellas se manifestaba la inconformidad que imperaba entre los gobernados. La policía llegó a confiscar o destruir muchas de éstas, por eso no es fácil encontrarlas en las hemerotecas. A pesar de la censura, en el Día de Muertos se ejerce -ahora muy poco- esta forma de escribir, con el consentimiento de las autoridades.
Hay quienes hicieron periodismo atrevido con las calaveras dedicadas a magistrados, maestros, poetas, militares, artistas y otros personajes, mismas que publicaban en hojas sueltas, en periódicos o revistas y se vendían al público el 2 de noviembre. Entre estas publicaciones está La Patria Ilustrada, semanario decimonónico que registra algunas de las calaveras más antiguas.
También hay quienes se manifestaron con gran fuerza en el arte sobre el tema de la muerte. El más reconocido por sus grabados e ilustraciones de calaveras fue el artista José Guadalupe Posada. Sus calacas de Francisco Villa, de Zapata, sus famosas catrinas, don Quijote de la Mancha y calaveras ciclistas, entre otras, dieron la vuelta al mundo.
Después del gran movimiento de masas e ideas que significó la Revolución Mexicana, arreció el control de escritos sobre la vida política y, como consecuencia, las calaveras abundaron sobre personajes famosos como Diego Rivera, Tata Nacho, Rodolfo Gaona, Joaquín Pardavé, Guty Cárdenas y otros.
A Diego Rivera: Este pintor eminente cultivador del feísmo se murió instantáneamente cuando se pintó a sí mismo.
A Guty Cárdenas: Este joven trovador se nos volvió vanidoso y de purito hablador yace olvidado en el foso.
A inicios de la década de 1940, el Taller de Gráfica Popular (donde colaboraban grabadores como Zalce, O’Higgins, Anguiano y Yampolski) impulsó, entre otras actividades, las calaveras. En ellas podemos medir el descontento social, escolar o laboral. Por ejemplo, ésta que refleja el ingenio mexicano sobre la salud, hecha en 1942, sacada de la extinta revista Los Agachados:
«Listas van y listas vienen, y las medicinas tienen precios exorbitantes. Cualquier dolor de barriga cuesta un dolor de cabeza y total nadie se alivia. La muerte que no es tan tonta ya puso su botiquita que es una preciosidad… Por supuesto con licencia de los de salubridad.»
Con el surgimiento de su periódico El Apretado, en 1950, Renato Leduc impulsó las calaveras sobre políticos y otros personajes de la vida pública, que aún circulan en el ambiente.
En la actualidad, las calaveritas anónimas languidecen. Cada vez que se festeja el Día de Muertos, su producción es menor y escasos sus escritores.
Y tú… ¿continuas con la tradición de redactar calaveritas? ¡Compártenos tus versos!
Fuente: http://www.mexicodesconocido.com.mx/calaveras-hermosa-y-casi-desaparecida-tradicion.html
El poder de la palabra escrita
En el reportaje El aula del futuro, que publicó la revista Newsweek en octubre de 2001, Steve Jobs comentaba que, si pudiera, cambiaría toda su tecnología por una tarde con Sócrates. Esta portentosa declaración, contextualizada en la importancia que el fundador de Apple concedía a los profesores, confirma que, sea cual sea el descubrimiento que intente transformar a la sociedad, nunca será tan revolucionario como la manera de enseñar a razonar, a reflexionar, a imaginar y a pensar con criterio, con ética y responsabilidad social. Qué duda cabe que esa grandeza reside en los libros, en la lectura y, para que ésta sea productiva, los educadores somos un instrumento muy eficaz para guiar a las nuevas generaciones en el apasionante mundo de la literatura, de la escritura, en definitiva, de la creatividad.
Con un libro en las manos, sea cual sea su formato o su textura, iniciamos un viaje, no solo por los sentidos y emociones sino también por el conocimiento. Las experiencias personales que vivimos con los libros, y las ensoñaciones que nos provocan, pueden ser tan enriquecedoras como las que practicamos en nuestras vidas. Quienes así lo hemos sentido alguna vez debemos ser capaces de pasar el testigo, de manera tan natural como atractiva, a los más jóvenes. Invitarles a que lean y a que disfruten de esa aventura que en estos momentos resulta algo costosa por la influencia del audiovisual. Hay que expresarles que la lectura conlleva una exigencia inicial pero que pronto se convierte en una pasión, en una necesidad vital. Por ello es importante que los padres y profesores hagamos esfuerzos y dediquemos tiempo a este compromiso sin fecha de caducidad que comportan las letras. Debemos explicarles que la cultura televisiva es menos reflexiva que la cultura textual. Cuando la sociedad se instala en ese modelo de comodidad en el que la imagen pesa más que la palabra, advertimos cómo nacen nuevos comportamientos en los individuos que obedecen simplemente a una cuestión neurológica como asegura el valenciano Pascual Leone, profesor e investigador en la Universidad de Harvard. Básicamente lo que viene a constatar es que las personas imitamos lo que vemos debido a las denominadas neuronas espejo. Por tanto, en estos momentos la imagen tiene más poder de persuasión que la palabra. Si esto es una tendencia, quienes lean en un mundo donde la sociedad está sometida en gran medida a impactos visuales cada vez más monopolizados, tendrán una capacidad mayor para, como escribe Harold Bloom en su libro Cómo leer y por qué, “limpiarse la mente de tópicos”. Siendo así, no deberíamos de perder ni un minuto más en persuadirles para que participen de la naturaleza única de los personajes del realismo mágico de Cien años de soledad, de los poderosos diálogos de las novelas negras de Raymond Chandler, del lenguaje sublime de Shakespeare, de la delicadeza de los versos de Cernuda, de la fantasía de Borges, de la desbordante imaginación de Saint-Exupéry, de los grandes relatos de Dostoievski, de la fragilidad de los relatos de Andersen, o de las indescriptibles habilidades lingüísticas de nuestro universal Miguel de Cervantes. “Hay una versión de lo sublime para cada lector”, continúa afirmando Bloom. Los educadores tenemos que identificarla en función de la personalidad de nuestros alumnos e hijos.
La lectura, además de entretenernos y agrandar nuestros horizontes, en mi opinión, nos permite comprender e interpretar de manera equilibrada el mundo a la vez que enriquece nuestro vocabulario y mejora nuestra ortografía. Así mismo, los lectores contamos con más recursos para empatizar con las vidas de otros ya que la literatura eleva nuestras habilidades sociales. Por último, y volviendo a Steve Jobs, creo que estaría de acuerdo en que la mayéutica, esa técnica socrática que nos ayuda a cuestionarnos los convencionalismos para alcanzar un conocimiento alejado de prejuicios, la podemos poner en práctica en cada viaje literario que emprendemos. Somos lo que leemos, por eso conviene tener muy en cuenta el desarrollo de un plan lector, no solo en los centros educativos , sino, fundamentalmente, en cada hogar.
Amparo Gil es directora de Caxton College
Fuente: http://ccaa.elpais.com/ccaa/2015/04/22/valencia/1429718494_797881.html
La champions
Que el amor es ciego es algo muy cierto. Y de entre todos los amores, quizás el más ciego de todos sea el de una madre. Aunque es natural, el problema comienza cuando eso se lleva al extremo y mamá se convierte en una neurótica competitiva que pretende demostrar que su retoño es el mejor en tooooodo.
Entonces su vida se convierte en un torneo, su hijo en su seleccionado oficial y ella en su manager. ¿Conoces algún ejemplar de esta especie? Es fácil identificarlas, pues las mamás “Champions” comparten varias características:
- A pesar de que durante el embarazo se devanó los sesos para elegir el nombre ideal para su hijo, saliendo al paso de todas las imposiciones y sugerencias familiares, pronto el “Luis”, el “Felipe”, el “Plutarco Antonio” o cualquiera que este sea, quedó en desuso. Ahora lo llama simplemente “Campeón”.
- Tiene la suerte de que su bebé haya salido “superdotado” y presume sus talentos a todo aquel que tenga la paciencia de escucharla: El Campéon comenzó a gatear a los tres meses, a caminar a los ocho y a correr a los diez. Su primera palabra fue “mamá” a los cuatro meses y la segunda, poco tiempo después, “parangaricutirimícuaro”.
- Es el niño mejor portado del kínder y el más inteligente del salón.
- Ya en la primaria no tiene amigos porque el resto de los compañeros le tiene envidia.
- En los partidos de futbol, mamá Champions se transforma en su fan número uno, incluso va vestida con la camiseta del equipo y es capaz de gritarle al árbitro, reclamar al entrenador y jactarse del virtuosismo de su Campeón frente a las mamás menos afortunadas.
- Al llegar a la secundaria, el Campeón despunta como un líder, un macho Alfa, por lo que mamá Champions justifica plenamente que rete a los profesores y se burle de su ignorancia en clase.
- Se presenta en el colegio una o dos veces al mes para defender a capa y espada a su nene de los abusos de los maestros y compañeros.
- Está convencida de que su retoño posee el don de la infalibilidad en todos los ámbitos.
- En la prepa, su hijo es el más guapo y el más simpático, por lo que se jacta del número de chicas que mueren por andar con él.
- Está consciente de que las importantes actividades de su Campeón lo absorben a tal grado que le es imposible ocuparse de nimiedades como ordenar su recámara, por lo que con gusto hace eso y más por él.
- Y no es que sea egoísta, lo que pasa es no tiene tiempo para hacerle ningún “favor” a sus padres y hermanos porque tiene cosas más importantes.
- Su “bebé” siempre será el mejor en todo, el que tiene la razón y el que más destaca, por lo que ninguna novia será digna de él, jamás.
- Si en el futuro llega a tener problemas en el trabajo, siempre será culpa de su jefe, de sus subalternos, de sus compañeros o de los clientes, nunca de su Campeón.
- Cuando se case su bebé, mamá Champions será su cómplice incondicional; él sabe que siempre estará de su lado para mimarlo, consolarlo, apoyarlo, disculparlo y “tapar” sus errores.
- Si alguna vez el Campeón trata mal a mamá, la desprecia o le exige más de la cuenta, ella lo aceptará sumisamente, convencida de que algo habrá hecho para merecerlo.
- Mamá Champions ve los triunfos de su Campeón como logros propios.
- No soporta la idea de la derrota. En ese caso, la culpa siempre será de los demás.
- Un segundo lugar nunca será suficiente. Su Campéon siempre será el número UNO en todo
Las leyendas del Palacio de Bellas Artes y el Museo Nacional de Arte
Varias son las leyendas que se cuentan de generación en generación, que si “La llorona”, que si “la quemada” o la “Tía Toña”, y es que hay que admitirlo, a los chilangos nos encantan esas historias llenas de suspenso y cosas inexplicables.
Ahora, si de lugares con grandes historias se trata, el centro histórico de la ciudad de México es cuna de ellos.
Se dice que gran parte de los edificios que habitan el centro tienen a sus propios “guardianes”, es decir, aquellas personas que perdieron la vida durante su construcción. Aquí un par de leyendas contadas por trabajadores de algunos museos.
La historia de este grande de mármol se remonta a 1904, fecha en la que comenzó su construcción. Como bien te imaginarás la energía que desprende este recinto es impactante.
*Daniel Juárez, subcoordinador de Relaciones Públicas del Palacio me platicó un par de historias que seguramente te pondrán la piel chinita. Una de las principales leyendas dentro del Palacio es sobre la constante aparición de gatos, hay quienes dicen que se trata de gatos reales que incluso llegaron a atravesar el escenario en plena función, mientras que existen los que aseguran haberlos oído y al buscarlos no haber encontrado nada.
*Otra leyenda muy sonada entre los trabajadores del Palacio es la del Violinista, sí así como lo lees, se cuenta que durante las rondas nocturnas de seguridad, varias personas han escuchado el sonido de un violín proveniente del teatro principal, por lo que lo han nombrado el “fantasma del palco 33”.
*La leyenda de las gemelas es otra historia, ya que se ha llegado a ver a través de monitores de seguridad a un par de niñas jugando en los pasillos del lugar.
Museo Nacional de Arte
Por ahí de 1779, este precioso edificio fue sede del Hospital de San Andrés (precedente del Hospital General). En su interior alojaba más de 300 camas, sacerdotes, médicos y cirujanos. Posterior a ello, se designó que fuera la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, para finalmente en 1982 convertirse en el Museo Nacional de Arte.
*Las historias que rondan los pasillos de este museo pueden llegar a ser algo escalofriantes, se escuchan ruidos de cosas que caen, se observan siluetas que desaparecen y constantemente los trabajadores sienten la presencia de alguien más.
*También se afirma la aparición del fantasma de una niña que como diversión desacomoda las cosas de las oficinas.
Cierto o no la energía que desprende este lugar es maravillosa. ¿Sabías que ahí realizaron el segundo embalsamiento de Maximiliano de Habsburgo?Increíble, ¿no crees?
La veracidad de estas historias tal vez nunca la sabremos pero lo cierto es que el ir a estos lugares es una experiencia inolvidable.
¿Y tú qué leyendas te sabes?
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Día de muertos en México
Dos de las celebraciones más importantes de México se realizan en el mes de noviembre. Según el calendario católico, el día primero está dedicado a Todos los Santos y el día dos a los Fieles Difuntos. En estas dos fechas se llevan a cabo los rituales para rendir culto a los antepasados.
Es el tiempo en que las almas de los parientes fallecidos regresan a casa para convivir con los familiares vivos y para nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares domésticos.
La celebración del Día de Muertos, como se le conoce popularmente, se practica a todo lo largo de la República Mexicana. En ella participan tanto las comunidades indígenas, como los grupos mestizos, urbanos y campesinos.
Según la creencia del pueblo, el día primero de noviembre se dedica a los “muertos chiquitos”, es decir, a aquellos que murieron siendo niños; el día dos, a los fallecidos en edad adulta. En algunos lugares del país el 28 de octubre corresponde a las personas que murieron a causa de un accidente. En cambio, el 30 del mismo mes se espera la llegada de las almas de los “limbos” o niños que murieron sin haber recibido el bautizo.
El ritual de Día de Muertos conlleva una enorme trascendencia popular, su celebración comprende muy diversos aspectos, desde los filosóficos hasta los materiales.
La celebración de Todos los Santos y Fieles Difuntos, se ha mezclado con la conmemoración del día de muertos que los indígenas festejan desde los tiempos prehispánicos. Los antiguos mexicanos, o mexicas, mixtecas, texcocanos, zapotecas, tlaxcaltecas, totonacas y otros pueblos originarios de nuestro país, trasladaron la veneración de sus muertos al calendario cristiano.
Antes de la llegada de los españoles, dicha celebración se realizaba en el mes de agosto y coincidía con el final del ciclo agrícola del maíz, calabaza, garbanzo y frijol. Los productos cosechados de la tierra eran parte de la ofrenda.
Los Fieles Difuntos, en la tradición occidental es, y ha sido un acto de luto y oración para que descansen en paz los muertos. Y al ser tocada esta fecha por la tradición indígena se ha convertido en fiesta, en carnaval de olores, gustos y amores en el que los vivos y los muertos conviven, se tocan en la remembranza.
El Día de Muertos, como culto popular, es un acto que lo mismo nos lleva al recogimiento que a la oración o a la fiesta; sobre todo esta última en la que la muerte y los muertos deambulan y hacen sentir su presencia cálida entre los vivos. Con nuestros muertos también llega su majestad la Muerte; baja a la tierra y convive con los mexicanos y con las muchas culturas indígenas que hay en nuestra República. Su majestad la Muerte, es tan simple, tan llana y tan etérea que sus huesos y su sonrisa están en nuestro regazo, altar y galería.
Hoy también vemos que el país y su gente se visten de muchos colores para venerar la muerte: el amarillo de la flor de cempasúchil, el blanco del alhelí, el rojo de la flor afelpada llamada pata de león… Es el reflejo del sincretismo de dos culturas: la indígena y la hispana, que se impregnan y crean un nuevo lenguaje y una escenografía de la muerte y de los muertos.
Hay que decir que nuestras celebraciones tienen arraigo y recorren los caminos del campo y la ciudad. Oaxaca, con sus miles de indígenas, es ejemplo claro del culto, gustos culinarios, frutas y sahumerios; los muertos regresan a casa.
En estas fechas se celebra el ritual que reúne a los vivos con sus parientes, los que murieron. Es el tiempo trascendental en que las almas de los muertos tienen permiso para regresar al mundo de los vivos.
Hay que considerar que la celebración de Día de Muertos, sobre todo, es una celebración a la memoria. Los rituales reafirman el tiempo sagrado, el tiempo religioso y este tiempo es un tiempo primordial, es un tiempo de memoria colectiva. El ritual de las ánimas es un acto que privilegia el recuerdo sobre el olvido.
La ofrenda que se presenta los días primero y dos de noviembre constituye un homenaje a un visitante distinguido, pues el pueblo cree sinceramente que el difunto a quien se dedica habrá de venir de ultratumba a disfrutarla. Se compone, entre otras cosas, del típico pan de muerto, calabaza en tacha y platillos de la culinaria mexicana que en vida fueron de la preferencia del difunto. Para hacerla más grata se emplean también ornatos como las flores, papel picado, velas amarillas, calaveras de azúcar, los sahumadores en los que se quema el copal .
Entre los antiguos pueblos nahuas, después de la muerte, el alma viajaba a otros lugares para seguir viviendo. Por ello es que los enterramientos se hacían a veces con las herramientas y vasijas que los difuntos utilizaban en vida, y, según su posición social y política, se les enterraba con sus acompañantes, que podían ser una o varias personas o un perro. El más allá para estas culturas, era trascender la vida para estar en el espacio divinizado, el que habitaban los dioses.