Querida Grace:
Anoche te quedaste a dormir con una amiga nueva del equipo de hockey. Estabas muy emocionada: iba a ser la primera noche que pasarías en su casa para comenzar las vacaciones del primer curso de instituto. Papá te dejó allí mientras yo estaba en el entrenamiento de tu hermano, y eso fue todo. O eso pensamos, hasta que el teléfono nos sorprendió a tu padre y a mí, que estábamos ya profundamente dormidos, a medianoche. Te habrías muerto de risa si nos hubieras visto a trompicones en la oscuridad intentando entender qué estaba pasando, confusos por el sonido del teléfono. Admito que estaba asustada. ¿Quién llama a estas horas? ¿Alguien está en el hospital?
«¿Mamá?», me dijiste en voz baja. «He vomitado. ¿Puedes venir a por mí?»
«Sí, claro».
Ya me había levantado de la cama antes de colgar el teléfono. Me puse unos pantalones de chándal y me dirigí directamente al coche. Tardé unos diez minutos, y tú y tu amiga estábais esperándome en el porche de su casa. Cuando te sentaste en el asiento del copiloto, me incliné y te di un beso en la cabeza. Tú estabas muy callada. Me acordaba de cuando eras pequeña y sufrías cólicos y de cuando llorabas y yo te ponía en el asiento de atrás y conducía por el barrio hasta que te quedabas dormida. Ahora no estás detrás de mí, sino a mi lado, pero mi sensación de preocupación era similar. Igual que entonces, no entendía del todo lo que estaba pasando y solo quería saber que estabas bien.
«¿Qué ha pasado?», te pregunté sin apartar los ojos de la carretera.
«Lo siento, mamá. Comí brownies en el colegio, patatas fritas y palomitas después de clase y luego he cenado hamburguesa. Me encontraba muy mal y he vomitado».
Asentí con la cabeza, pero aún sin mirarla.
«Lo siento mucho», me dijiste con un hilo de voz.
«Deja de pedir disculpas, Grace». Me acerqué a ti y te acaricié el muslo. Como hacía buen tiempo, llevabas pantalones cortos, así que tus piernas estaban desnudas.
«Creo que esta noche te he echado mucho de menos», me dijiste mientras te echabas más agua en el vaso. «Pero no sé por qué».
Llegamos a casa y fuimos a la cocina a beber agua. Mientras estábamos de pie al lado de la nevera me preguntaba cuándo llegarías a medir lo mismo que yo. Me mirabas con los ojos húmedos y enrojecidos por encima del vaso de agua. Había en ellos un destello de desesperación que me recordó a cuando era pequeña y vivía en París. Cada mañana tu abuela nos llevaba andando a mí y a tu tía Hillary hasta la pequeña escuela francesa en la que estudiábamos. La abuela nos dejaba ahí, tras la gran verja verde de metal, al lado de una madriguera en la que dormían unos conejos enormes. Recuerdo que en varias ocasiones sentí la necesidad de que la abuela se quedara con nosotras, pero siempre le decía adiós con la mano mientras el miedo me latía con fuerza en el pecho. Me recuerdo en el patio, contando para mí, imaginándome a la abuela llegando a casa, subiendo por las escaleras, entrando en casa. La visualizaba perfectamente y notaba una sensación de presión en el pecho, como si todo lo que nos mantenía unidas se desvaneciera a medida que se alejaba de mí.
«Creo que esta noche te he echado mucho de menos», me dijiste mientras te echabas más agua en el vaso. «Pero no sé por qué».
Te quité el vaso de las manos y lo dejé en la encimera de la cocina para darte un abrazo. Mientras te tenía entre mis brazos, notaba que tu espalda subía a medida que respirabas hondo. Me sentí como si tuviera un vínculo telepático contigo como el que tienen Meg y Calvin en la novela de Madeleine L’Engle Una arruga en el tiempo.
En ese momento, se me echaron encima como una ola muchas de las emociones que estabas experimentando: ansiedad y miedo, una sensación abrumadora de alivio y gratitud mezclada con preocupación porque seguías necesitando algo (tu casa) y a alguien (a mí). El día anterior nos enteramos de que una de tus mejores amigas de toda la vida, la hija de tus padrinos, iba a ir a un internado a partir de septiembre. Eso hizo que se materializara la idea de la que llevábamos hablando años, la idea de que te tocara ir sola al instituto. Y aunque parecías estar contenta por tener una amiga nueva del equipo de hockey, la relación todavía era poco familiar y estabas cansada de pasarte las tardes estudiando y haciendo deberes.
Estoy segura de que todas estas cosas te llevaron a encontrarte mal en casa de tu amiga. Y no hacía falta explicar nada más. Yo las entendía perfectamente. Así que me limité a abrazarte hasta que el ritmo de nuestras respiraciones se sincronizó.
Quiero creer que quedará algo de esa habilidad que tengo para notar las turbulencias de tu corazón. Y espero que también quede algo del poder que tienen mis brazos para reconfortarte.
Al final te apartaste y susurraste: «Te quiero, mamá». Subimos juntas a tu habitación. Te metí en la cama y te arropé con el edredón. «Las sábanas están tan fresquitas, ¡qué gusto!», murmuraste mientras cerrabas los ojos. Te retiré el pelo de la frente. «¿Estoy caliente?», me preguntaste.
«Fresca como una lechuga», respondí en voz baja, mientras pensaba en la de veces que tu abuela había utilizado esas mismas palabras para tranquilizarme cuando me tocaba la frente. Me incliné y te besé en la mejilla. «Yo también te quiero, Grace». Y, con un suspiro, te giraste.
Cuando salí de tu cuarto pensé: «¿Cuánto tiempo durará esta intensa identificación? ¿Durante cuánto tiempo seré una fuente de calma, capaz de hacer desaparecer tus miedos? ¿Durante cuánto tiempo estaremos tan unidas hasta el punto de que yo sienta tus ansiedades y tus emociones?» El doble rasero de la identificación es complicado y, aunque no sepa cuántos meses o años durará, sé que no será para siempre.
No puedo evitar preguntarme si este será el último ataque de mamitis que tendrás antes de lanzarte de cabeza a la juventud y de alejarte de mí. Quiero creer que quedará algo de esa habilidad que tengo para notar las turbulencias de tu corazón. Y espero que también quede algo del poder que tienen mis brazos y mi presencia para reconfortarte en tus momentos de confusión. Siempre estaré aquí cuando me necesites. Lo prometo.
Este artículo fue publicado originalmente en QuietRev.com. Visita QuietRev.compara leer más publicaciones de este tipo sobre trabajo, estilo de vida y paternidad desde el punto de vista de la introversión.
El post se publicó con anterioridad en la edición estadounidense de ‘The Huffington Post’ y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.
Un artículo de Lindsey Mead
FUENTE: http://www.huffingtonpost.es/quiet-revolution/carta-hija-adolescente_b_11539882.html?utm_hp_ref=tendencias

Fui medallista olímpico. Fui australiano, fui blanco. Pero sobre todo fui al que nadie miró en la foto del Black Power: Juegos Olímpicos de 1968, México Distrito Federal, acaso los mejores Juegos de la historia. Todavía faltaban nueve meses para que el hombre llegara a la Luna, pero nosotros, los atletas que competimos en México, en cierta forma alunizamos: el salto en largo de Bob Beamon, esos 8,90 inigualados durante 23 años, el salto en alto de Dick Fosbury (una de las revoluciones del deporte en el siglo XX), Jim Hines y la primera vez que el hombre baja los 10 segundos en los 100 metros. Pero, sobre todo, lo quedó de México 68 es la foto, mi foto, aunque nadie repare en mí.
Cómo habíamos llegado a ese podio pocos lo recuerdan. Primero, en cuartos de final, competimos y eliminamos a un argentino, Andrés Pelusa Calonge. Y la final fue como si hubiéramos derrotado a la ley de gravedad. Los 2.300 metros sobre el nivel del mar del Distrito Federal, la delgadez de su aire, nos convirtió en marcianos. Fue la primera vez que el hombre bajó los 20 segundos en los 200 metros. Lo consiguió Tommie Smith, y su record del mundo duraría 11 años. Como nadie me conocía, yo fui la sorpresa, terminé segundo y mi marca, 47 años después, continúa vigente como récord nacional australiano.
Los hombres famosos de la foto, Carlos y Smith, afroamericanos ambos, creían en que los negros, o sea ellos, merecían otros derechos. Los dos estaban influenciados por Harry Edward, el líder espiritual de varios atletas negros. Fue por él que Karen Abdul Jabbar no participó en esos Juegos. Smith y Carlos viajaron a México, pero lo hicieron para mostrar su lucha al mundo, y así ocurrió. En una de las tribunas, festejando el triunfo de su marido, estaba la mujer de Smith: tenía un par de guantes negros. A veces los objetos cotidianos tienen más fuerza que una bomba. Se suponía que habría dos pares negros, pero uno se había perdido, así que les dije: “Usen un guante cada uno”. Y esa fue la foto histórica, y también fue histórica porque estuvieron descalzos, en simbología por la falta de derechos de sus hermanos negros. Que hayan puesto una zapatilla Puma al pie del podio debe ser el primer PNT de la historia de los Juegos.
Me zambullí en el alcohol, intenté con otros deportes, me seguí zambullendo en el alcohol, probé con el fútbol australiano, me seguí zambullendo en el alcohol, tuve gangrena en una pierna, me seguí zambullendo en el alcohol, fui profesor de educación física, fui carnicero, me hice adicto a los calmantes y esperé aunque fuera una invitación a los Juegos Olímpicos de Sydney 2000: todavía era el mejor atleta de la historia australiana, todavía tenía el record de los 200 metros, pero nada, nadie me llamó, nadie me invitó.







