Trama de un amor

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Cuando conocí a Martha me pareció que sólo tenía diez años, de no ser por su abultado abdomen que evidenciaba su embarazo avanzado, me hubiera quedado con esa idea. Nunca supe su edad. Vivíamos en la calle, resguardadas en el marco de una puerta que nos tapaba del sol, de las lluvias, los fríos y que para nuestra buena suerte ya nadie abría.

De las puertas vecinas salía gente a la calle. Por lo general los adultos iban y venían, siempre con prisa y cargando cosas. Los que se quedaban en la calle con nosotras eran los niños. Los adultos querían a Martha, siempre le traían de comer o le regalaban ropa, cobijas y cosas que decían podrían servirle. Ella me compartía de todo. A cinco puertas de la nuestra estaba una tienda, cada mañana al abrir, Martha me llevaba ahí, para acompañarla mientras barría la banqueta a cambio de un vaso de leche y pan. Después regresábamos a nuestra puerta que también barría, acomodaba nuestras cosas y luego platicaba conmigo de lo que fuera. Por las tardes, cuando los niños salían a la calle, a veces la invitaban a jugar, ella me llevaba, aunque sólo fuera para verlos correr y reír.

Una mañana Martha comenzó a llorar, yo no sabía qué estaba pasando. Se acercó una señora, la tomó en sus brazos y se la llevó corriendo. Pasó un día con su noche y otro día más. Creo que estuve sola tres noches. Una mañana regresó Martha con su hija en brazos. Las señoras de las otras puertas iban a vernos varias veces al día. Los niños ya no la invitaban a jugar, pero si se acercaban a conocer a Mora, la hija de Martha. Había veces que las niñas de las puertas jugaban con nosotras, en uno de esos días fue que me dieron mi nombre: Mar.

Las cosas cambiaron. Martha ya no me llevaba con ella, me dejaba al cuidado de Mora, siempre bien cubiertas en nuestra puerta. Iba y venía como los adultos, a su regreso nos daban de comer o nos traía cosas para mejorar nuestro lugar. Ahora jugábamos las tres, éramos muy felices y nos queríamos.

Una mañana Mora amaneció llorando, pero no sabíamos por qué. Martha comenzó a llorar con ella sin saber qué hacer. En cuanto escuchamos la puerta de la tienda que se abría, Martha tomó a Mora en sus brazos y pidió ayuda a los adultos. Yo me quedé esperando, durante dos noches.

Esa mañana me desperté cuando Martha me tomó de los brazos y me cargó como a Mora, me puso la ropa de su hija y me trató de alimentar. Yo no entendía que pasaba. Todo el día estuvimos juntas y eso me ponía muy feliz, aunque la veía diferente y Mora ya no estaba.

Fue más claro para mí cuando una señora le dijo cuánto sentía la muerte de su hija. Martha me abrazó muy fuerte y después contestó, sonriendo al mismo tiempo que me acercaba a la adulta, que aquí estaba su hija. Sí, era yo.

A partir de ese día los niños y adultos iban a vernos con curiosidad, para conocerme, el amor entre ambas era inexplicable. Ella me platicaba de lo que íbamos a hacer, quería que cambiáramos de puerta, porque esa ya no le gustaba, ya no la barría ni arreglaba. Cuando salían los niños a jugar les pedía que jugaran conmigo, al principio solo le decían que no, después se reían de nosotras y eso molestaba mucho a Martha, la ponía muy triste ver que nadie quería ser mi amiga.

El último recuerdo que tengo es confuso. Caminábamos hacia el parque, ella me cantaba cuando un fuerte claxon sonó, dejó de cantar, volteó y gritó tan fuerte que aún la oigo. Sentí cómo me desprendía de sus brazos dando vueltas hasta caer al suelo. Lo único que veía eran los pies de adultos y niños que se acercaban.

Una voz infantil dijo mi nombre y me levantó, desde los brazos de esa niña pude ver a Martha tirada en el suelo llena de sangre, alguien estaba prendiendo una veladora cerca de su cabeza. Traté de saltar para abrazarla, escuché cómo la niña que me cargaba comenzaba a gritar y los demás me veían asustados al tiempo que gritaban “se está moviendo”, que yo me movía. Salté o me aventaron, no recuerdo, caí en el pecho de Martha, pero ella ya no me abrazó, quería llorar pero no pude.

Una mujer se acercó y nos tapó con una tela blanca, sólo escuche a una señora decir “descanse en paz Martha… y su muñeca Mar”.

Por: Cecilia Pérez