La familia católica es el primer baluarte contra la gran apostasía actual
La familia ha sido instituida de forma directa por Dios. Esto nos enseña el Magisterio de la Iglesia (cf. Pío XI., encíclica Divini illius magistri, 12). León XIII dice en su encíclica magistral sobre el matrimonio y la familia: «Teniendo el matrimonio por su autor a Dios, por eso mismo hay en él algo de sagrado y religioso; no adventicio, sino ingénito; no recibido de los hombres, sino radicado en la naturaleza. Por ello, Inocencio III y Honorio III, predecesores nuestros, han podido afirmar, no sin razón ni temerariamente, que el sacramento del matrimonio existe entre fieles e infieles» (Con respecto a Inocencio III, V. Corpus juris canonici, cap. 8, De divort., ed. cit., Part 2, col. 723. Inocencio III alude a 1 Cor. 7:13. Con relación a Honorio III, V. cap. ii, De transact., (op. cit., Part 2 col. 210).)” (Encíclica Arcanum Divinae, nº 11, 10 de febrero de 1880).
«La familia recibe, por tanto, inmediatamente del creador la misión, y por esto mismo el derecho de educar a la prole; derecho irrenunciable por estar inseparablemente unido a una estricta obligación; y derecho anterior a cualquier otro derecho del Estado y de la sociedad, y por lo mismo inviolable por parte de toda potestad terrena» (Pío XI., Encíclica Divini illius magistri, 27). Los padres tienen la gravísima obligación de procurar la educación de sus hijos, tanto la religiosa como la moral (CIC 1917, canon 1113 y CIC 1983, canon 793).
León XIII nos dio una explicación muy concisa sobre el origen y el deber primario de los padres con respecto a la educación de los hijos, y en primer lugar con respecto a su instrucción en la fe católica. Este deber hunde sus raíces en el orden natural de la creación de Dios: «En este punto es tan unánime el sentir común del género humano que se pondrían en abierta contradicción con éste cuantos se atreviesen a sostener que la prole, antes que a la familia, pertenece al Estado, y que el Estado tiene sobre la educación un derecho absoluto. Es además totalmente ineficaz la razón que se aduce, de que el hombre nace ciudadano y que por esto pertenece primariamente al Estado, no advirtiendo que antes de ser ciudadano el hombre debe existir, y la existencia no se la ha dado el Estado, sino los padres, como sabiamente declara León XIII: “Los hijos son algo del padre y como una cierta ampliación de la persona paterna y, si hemos de hablar con propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil sino a través de la comunidad doméstica en que han nacido” (Encíclica Rerum novarum). Dice también León XIII: “Es tal la patria potestad, que no puede ser ni absorbida ni extinguida por el poder público, pues que tiene idéntico y común principio con la vida misma de los hombres” (íbid.). En otra memorable encíclica, León XIII declara y compendia los derechos y deberes de los padres: “La misma naturaleza da [a los padres] el derecho a educar a sus hijos, imponiéndoles al mismo tiempo el deber de que la educación y enseñanza de la niñez corresponda y diga bien con el fiel para el cual el Cielo les dio los hijos. A los padres toca, por lo tanto, tratar con todas sus fuerzas de rechazar todo atentado en este particular, y de conseguir a toda costa que en su mano quede el educar cristianamente, cual conviene a sus hijos, y apartarlos cuanto más lejos puedan de las escuelas donde corren peligro de que se les propine el veneno de la impiedad”» (Encíclica Sapientiae christianae) (Pío XI., Encíclica Divini illius magistri, 35).
Hace ya más de setenta años que Pío XII exhortó a las familias cristianas a ser nuevos cruzados que difundieran y defendieran la verdadera fe católica en medio de la pesada y general estupefacción en la que las drogas de ideas falsas ampliamente divulgadas habían sumido a la familia humana en el siglo XX. Este diagnóstico que hizo S.S. Pío XII de la salud espiritual de su tiempo tiene plena vigencia en la actualidad, y la situación se ha vuelto mucho más grave. Dijo Pío XII: «Animados por un entusiasmo de cruzados, a los mejores y más selectos miembros de la cristiandad toca reunirse en el espíritu de verdad, de justicia y de amor al grito de “¡Dios lo quiere!”, dispuestos a servir, a sacrificarse, como los antiguos cruzados. Si entonces se trataba de liberar a la tierra santificada por la vida del Verbo de Dios encarnado, se trata hoy, si podemos expresarnos así, de una nueva expedición para liberar, superando el mar de los errores del día y de la época, la tierra santa espiritual, destinada a ser la base y fundamento de normas y leyes inmutables para construcciones sociales de sólida consistencia interior.» (Radiomensaje de Navidad, 1942).
El primer y más santo objetivo y finalidad del matrimonio y de la familia es engendrar ciudadanos del Cielo. León XIII afirmó que por mandato de Cristo, «se determinó que era misión suya no sólo la propagación del género humano, sino también la de engendrar la prole de la Iglesia, “conciudadanos de los santos y domésticos de Dios” (Efe. 2,19); esto es, “la procreación y educación del pueblo para el culto y religión del verdadero Dios y de Cristo nuestro Salvador” (Catecismo romano, cap. 8)» (Encíclica Arcanum Divinae, 10). La familia es, pues, el lugar primario y original donde se debe enseñar a los hijos la integridad y belleza de la fe católica, y transmitirse de ese modo a las generaciones futuras. Ciertamente, la salud espiritual de una nación depende de esta transmisión de la fe, como nos enseñó Pío XII: «La familia es sagrada. No sólo es cuna de los hijos, sino de naciones enteras. El hombre y la mujer deben pasar a las siguientes generaciones la antorcha de lo físico, lo espiritual, la moral y la vida cristiana» (Radiomensaje del 13 de mayo de 1942).
Desde los primeros siglos de la Cristiandad se consideró a la familia una Iglesia en miniatura, y a la propia Iglesia se la ha llamado familia de Dios. En particular se llamó familia de Dios a la comunidad cristiana reunida para celebrar la sagrada liturgia, como podemos leer con frecuencia en textos litúrgicos, por ejemplo en el Canon de la Misa. El Concilio Vaticano Segundo recordó de manera especial esta antigua verdad. En la declaración dogmática Lumen gentium, el Concilio enseña que la familia es, por así decirlo, una iglesia doméstica: «En esta iglesia doméstica, los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada.». (Lumen gentium, 11). Juan Pablo II, el Papa de la familia, hizo esta célebre declaración: «La evangelización del futuro depende en gran parte de la iglesia doméstica». (Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 28 de enero de 1979). El mismo pontífice dijo en otra ocasión: «El futuro del mundo y de la Iglesia pasa a través de la familia» (Exhortación apostólica Familiaris consortio, 86).
El apostolado educativo de los padres cristianos tiene tanto esplendor y grandeza que Santo Tomás no vacila en compararlo con el ministerio sacerdotal: «Hay ciertos propagadores y conservadores de la vida espiritual sólo según el ministerio espiritual, al cual pertenece el sacramento del orden, y también según lo corporal y espiritual juntamente, que se realiza por el sacramento del matrimonio, por el cual el hombre y la mujer se unen para engendrar y educar la prole para el culto divino.» (Suma contra gentiles, IV, 58).
San Juan Pablo II concede a la catequesis impartida en el seno de la familia prioridad sobre toda otra forma de catequesis, afirmando: «La catequesis familiar precede, pues, acompaña y enriquece toda otra forma de catequesis. Además, en los lugares donde una legislación antirreligiosa pretende incluso impedir la educación en la fe, o donde ha cundido la incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto de resultar prácticamente imposible una verdadera creencia religiosa, la iglesia doméstica es el único ámbito donde los niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica catequesis. Nunca se esforzarán bastante los padres cristianos por prepararse a este ministerio de catequistas de sus propios hijos y por ejercerlo con celo infatigable. Y es preciso alentar igualmente a las personas o instituciones que, por medio de contactos personales, encuentros o reuniones y toda suerte de medios pedagógicos, ayudan a los padres a cumplir su cometido: el servicio que prestan a la catequesis es inestimable.» (Exhortación apostólica Catechesi tradendae, 68).
Una de las principales causas de la crisis moral, espiritual y religiosa de nuestro tiempo es la ignorancia religiosa, el desconocimiento de las verdades de fe y un conocimiento erróneo de la fe. Pío X señaló muy atinadamente esta relación con las siguientes palabras: «Ciertamente el enemigo merodea en torno al redil y lo ataca con una astucia tan sutil que parece que actualmente se cumpla más que nunca lo que predicaron los apóstoles a los presbíteros de la iglesia de Éfeso: “Yo sé que después de mi partida vendrán sobre vosotros lobos voraces que no perdonarán al rebaño”. (Hch. 20,29). Quienes todavía velan celosamente por la gloria de Dios indagan las causas y motivos de esta decadencia religiosa. Arribando a otra conclusión, cada uno señala según su punto de vista particular un plan diferente para defender y restablecer el reino de Dios en la Tierra. Pero Nos consideramos que si bien no debemos desestimar otras consideraciones, nos vemos obligados a dar la razón a los que sostienen que la causa principal de la actual indiferencia y, as it were, debilidad espiritual, con los graves males que se derivan de ella, se encuentra ante todo en la falta de formación religiosa. Esta opinión concuerda enteramente con lo que Dios mismo declaró por su profeta Oseas: “No hay conocimiento de Dios en la tierra. La maldición, y la mentira, y el homicidio, y el robo y el adulterio lo han inundado todo. La sangre se añade a la sangre, por cuya causa se cubrirá de luto la tierra y desfallecerán todos sus moradores.” (Oseas 4,1-3) (Encíclica Acerbo nimis, 1, 15 de abril de 1905). Por lo cual nuestro predecesor Benedicto XIV escribió justamente: “Afirmamos que la mayor parte de los condenados a las penas eternas padecen su perpetua desgracia por ignorar los misterios de la fe, que necesariamente se deben saber y creer para ser contados entre los elegidos.” (Instit., 27:18). Por esta razón, el mismo Benedicto XIV afirmó: “Nada hay más eficaz que la catequesis para divulgar la gloria de Dios y lograr la salvación de las almas.» (Constitución Etsi minime, 13).
La fe católica se manifiesta con una belleza particular en las familias numerosas. Una de las afirmaciones más llamativas y aclaradoras del Magisterio sobre este particular la encontramos en las siguientes palabras que dirigió Pío XII a los representantes de las asociaciones de familias numerosas: «Las familias numerosas son los más esplendorosos arriates del jardín de la Iglesia. […] Por muchos agobios y preocupaciones que refleje el rostro de los padres, en ningún momento delata la menor ansiedad de conciencia ni temor a una irremediable vuelta a la soledad. Su prole nunca se marchita en tanto que haya en el hogar la grata fragancia de una cuna y resuene en sus muros el eco de las argentinas voces de los hijos y los nietos. Su agotadora labor se multiplica exponencialmente, sus redoblados sacrificios y su renuncia a costosos placeres se ven recompensados ya en este valle de lágrimas con el inagotable tesoro de cariño y dulces esperanza que anida en su corazón sin que jamás se cansen o incomoden. Y la esperanza no tarda en hacerse realidad cuando la hija mayor comienza a ayudar a la madre a cuidar del bebé, o en el día en que el hijo mayor llega a casa con la cara iluminada tras haber cobrado el primer sueldo ganado con el sudor de su frente. […] Los hijos de familias numerosas aprenden casi de forma automática a conducirse con cuidado y ser responsables, a respetarse y ayudarse mutuamente, a ser magnánimos y generosos. Para ellos, la familia constituye un banco de pruebas antes de salir al mundo, que los tratará con más rigor y exigencias.» (Discurso a los directores de las asociaciones de familias numerosas de Roma e Italia, 20 de enero de 1958).
La hermosura de la fe católica se manifiesta en el hecho de que la familia es precisamente el primer semillero y vivero vocacional. El Concilio Vaticano Segundo afirmó que la familia es el primer seminario donde se fomentan y nutren las llamadas al sacerdocio (cf. Decreto Optatam totius, 2). La historia ha demostrado que la mayoría de las vocaciones se dan en familias numerosas. Pío XII destacó esta relación con las siguientes palabras: «Con toda razón, se ha señalado a menudo que las familias numerosas están en la vanguardia como cuna de santos. Entre otros, podríamos citar la familia de San Luis rey de Francia, integrada por diez hijos, la de Santa Catalina de Siena, que nació en una familia de veinticinco hermanos, San Roberto Belarmino, con once hermanos, y Pío X, con sus nueve hermanos. Toda vocación es un secreto de la Providencia; pero estos casos demuestran que tener más hijos no impide a los padres criarlos de un modo excelente y perfecto, y demuestran que la cantidad no redunda en desmedro de la calidad ni en cuanto a los valores físicos ni a los espirituales.» (Discurso a los directores de las asociaciones de familias numerosas de Roma e Italia, 20 de enero de 1958).
En el espíritu sobrenatural de amor y abnegación de la madre (en muchos casos, de las madres de muchos hijos) está el cimiento mismo de la vocación al sacerdocio y del fruto del ministerio sacerdotal de los hijos. Veamos un ejemplo conmovedor e impresionante de esta verdad: «En la ciudad de Zabrze (Alta Silesia) se encuentra una lápida sepulcral visitada por numerosos peregrinos. Sobre la tumba hay una gruta de Lourdes. A los pies de la imagen de la Inmaculada Concepción, dentro de un relicario de vidrio, hay una diadema de arrayán. La historia de esa diadema es como sigue: en la tumba situada al pie de la gruta está enterrado un sacerdote. Era el menor de diez hijos. en su juventud trabajó con mucho ahínco a fin de ganar lo suficiente para estudiar en el seminario, ya que sus padres eran muy pobres. Una vez ordenado, se fue de misionero a la India, y trabajó allí muchos años. Cuando murió, lo enterraron en su ciudad natal de Zabrze, y construyeron una gruta de Nuestra Señora de Lourdes sobre la tumba, porque siempre había tenido una devoción particular a la Inmaculada. Algún tiempo después del sepelio de este fervoroso sacerdote, se encontró una cajita entre sus posesiones. Sobre la caja estaba pegada una nota que decía: “Ábrase después de mi muerte”. La caja contenía la diadema de arrayán junto con otra nota, que decía: “Esta es la diadema nupcial de mi madre. Me ha acompañado a varios países en mis viajes por tierras y mares, en recuerdo de la sagrada ocasión en que mi progenitora no sólo juró fidelidad ante el altar de Dios, sino también de llevar una vida integra. Cumplió su voto, y tuvo el valor de alumbrarme después de otros nueve hijos. Después de a Dios, le debo a ella la vida y mi vocación sacerdotal. Si ella no hubiera querido tenerme, no habría llegado a ser sacerdote y misionero. No habría podido laborar para la salvación de las almas. Pido a quien encuentre esta diadema nupcial que la entierre conmigo. Como cuando descubrieron la caja la tumba ya estaba tapada, la colocaron al pie de la Madre Inmaculada a la que le había dedicado la vida.» (Lovasik, L.G., Treasury of Catechism Stories, Tarentum PA 1966, nr. 386).
Podríamos poner también el ejemplo de la madre de San Pío X, Margarita Sanson. Tuvo igualmente diez hijos. Les enseñó a rezar nada más levantarse por la mañana, a comunicarse con Dios a lo largo del día y a concluir cada jornada con oración, convocando a la familia para hacer examen de conciencia. La conocida anécdota del anillo de bodas de la madre es igual de motivadora: tras la ordenación episcopal de su hijo y su nombramiento para la sede de Mantua, el futuro papa Pío X visitó a su madre para darle las gracias. Tras besar el anillo episcopal, la madre le mostró su anillo nupcial y le dijo: «Tu anillo es precioso, Giuseppe, pero no lo tendrías si yo no hubiera tenido éste». Conozco otra anécdota: un sacerdote se acercó a la madre de otro cura para felicitarla porque habían nombrado obispo a su hijo, y la madre repuso: «Eso no tiene mucha importancia. Lo verdaderamente importante es que mi hijo sea siempre fiel a Jesús». Y cada vez que ese obispo habla por teléfono con su madre, ella le dice antes de colgar: «¡Sigue fiel a Jesús!». Ser fiel a Jesús significa ser fiel a todos sus mandamientos y sus divinas enseñanzas, y preferir desventajas temporales y disdain, aun por parte de eclesiásticos, antes que transigir en lo relativo al Magisterio y a la observancia de los mandamientos y enseñanzas del Señor.
Cuando los padres imparten a los hijos una verdadera formación en la fe católica sientan las bases de la fe de futuros sacerdotes y obispos. Habitualmente, la fidelidad tenaz durante toda la vida a la integridad de la fe católica por parte de un sacerdote o un prelado es fruto de la formación recibida de su padre, su madre o ambos, o bien de su abuela.
Vemos también la verdad de que la familia es el punto de partida de la belleza de la fe católica en este edificante testimonio tomado de la autobiografía de Santa Teresita del Niño Jesús: «¡Las fiestas! ¡Cuántos recuerdos me trae esta palabra! ¡Cómo me gustaban las fiestas! Tú, madre querida, sabías explicarme tan bien todos los misterios que en cada una de ellas se encerraban, que eran para mí auténticos días de cielo. Me gustaban, sobre todo, las procesiones del Santísimo. ¡Qué alegría arrojar flores al paso del Señor…! Pero antes de dejarlas caer, las lanzaba lo más alto que podía, y nunca me sentía tan feliz como cuando veía que mis rosas deshojadas tocaban la sagrada custodia… ¡Las fiestas! Si bien las grandes eran raras, cada semana traía una muy entrañable para mí: el domingo. ¡Qué día el domingo…! Era la fiesta de Dios, la fiesta del descanso. […] Toda la familia iba a Misa, y cuando llegaba el momento de la homilía, recuerdo que teníamos que levantarnos, porque estábamos muy lejos del púlpito y buscar un sitio más cerca. No siempre era fácil, pero todo el mundo le hacía de buena gana sitio a Teresita y su papá. Mi tío se alegraba mucho al vernos llegar, y decía que yo era su rayito de sol, y que siempre lo conmovía mucho ver a aquel venerable patriarca llevando a su hijita de la mano. A mí no me preocupaba lo más mínimo que me mirasen, y prestaba mucha atención a los sermones, aunque no entendía casi nada. El primero que entendí, que me impresionó profundamente, fe uno sobre la Pasión; tenía cinco años y medio, y desde entonces entendía y apreciaba las homilías. Cuando el predicador hablaba de Santa Teresa, papá se inclinaba y me decía muy bajito: “Escucha bien, reinecita, está hablando de tu santa patrona.” Y yo escuchaba bien, pero miraba más a papá que al predicador. ¡Me decía tantas cosas con su hermoso rostro! A veces se le llenaban los ojos de lágrimas que trataba en vano de contener. Tanto le gustaba a su alma abismarse en las verdades eternas que parecía no ser ya de este mundo. Sin embargo, su carrera estaba aún muy lejos de terminar; tenían que pasar todavía largos años antes de que el hermoso Cielo se abriera y el Señor enjugara las ágrimas de su servidor fiel» (Historia de un alma).
En aquellos tiempos, la Misa no se celebraba en lengua vernácula, ni tampoco había observaciones y comentarios para explicarla. Sin embargo, Santa Teresita del Niño Jesús y su padre San Luis Martín participaban muy activamente en la Santa Misa. Era una participación activa que se distinguía por el silencio, como recomendó también el Concilio Vaticano Segundo (cf. Sacrosanctum Concilium, 30). Sin duda alguna, su participación en la liturgia era más activa, es decir, más consciente, atenta y piadosa que la de muchos católicos de hoy que asisten a una liturgia celebrada totalmente en lengua vernácula y en la participación activa consiste en unos gestos externos contrarios a lo prescrito por el Concilio (cf. Sacrosanctum Concilium, 28; 36; 56). Hace poco el cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, hizo la siguiente observación a este respecto: «La mayoría de los fieles –incluidos los sacerdotes y los obispos– desconocen esta enseñanza del Concilio. […] Como solía recalcar Benedicto XVI, la raíz de la liturgia está en la adoración, y por tanto en Dios. De ahí que sea preciso reconocer que la gravísima crisis que ha afectado la liturgia y la Iglesia desde el Concilio obedece a que en el centro ya no están Dios y su culto, sino el hombre y su supuesta capacidad para hacer algo con lo que mantenerse ocupado durante la celebración eucarística.» (Ponencia en el coloquio The Source of the Future con ocasión del 10º aniversario de la publicación del Motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI, 29 de marzo – 1º de abril de 2017, Herzogenrath, Alemania).
La actual situación mundial, y en parte la vida de muchos católicos y ministros de la Iglesia se podría calificar como una gran apostasía. Una apostasía de la fe en la auténtica divinidad de Cristo, de la fe en que la única vía de salvación pasa por Cristo, y una apostasía de la fe en la validez perenne de los Mandamientos de Dios. Tal apostasía supone en últimas abandonar a Cristo y aceptar el espíritu del mundo, diluir a Cristo de un modo gnóstico en el espíritu materialista, naturalista y esotérico del mundo. Hace poco el cardenal Robert Sarah hizo esta llamativa declaración aludiendo a la verdadera situación espiritual interna de la Iglesia: «A la Europa de la política se la recrimina por haber abandonado o negado sus raíces cristianas. Pero quien ha abandonado primero sus raíces y su pasado cristianos ha sido, sin discusión, la Iglesia Católica postconciliar. […] Mientras cada vez más voces de altos prelados afirman tozudamente obvios errores doctrinales, morales y litúrgicos que han sido condenados en cien ocasiones, y se empeñan en demoler la escasa fe que queda en el pueblo de Dios; mientras la barca de San Pedro surca el tempestuoso mar de este mundo decadente y las olas azotan los costados de la nave de modo que ya hace agua, cada vez más feligreses y dirigentes de la Iglesia exclaman: “¡Todo está bien, señora marquesa!”)» (Ponencia en el coloquio The Source of the Future con ocasión del 10º aniversario de la publicación del Motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI, 29 de marzo – 1º de abril de 2017, Herzogenrath, Alemania) Estas palabras reflejan a la perfección el análisis del mundo moderno que ya hizo San Pío X hace cien años: «El gran movimiento de apostasía, organizado en todos los países para el establecimiento de una iglesia universal que no tendrá ni dogmas, ni jerarquía ni regla para el espíritu ni freno para las pasiones, y que so pretexto de libertad y de dignidad human consagraría en el mundo, si pudiera triunfar, el reino legal de la astucia y de la fuerza y la opresión de los débiles, de los que sufren y trabajan. […] Los verdaderos amigos del pueblo no son ni revolucionarios ni innovadores, sino tradicionalistas.» (Encíclica Notre Charge Apostolique).
La familia católica como punto de partida de la experiencia de la fe católica. La familia católica es el primer baluarte contra la gran apostasía actual. Las dos armas más eficaces contra la apostasía que reina tanto al interior como fuera de la Iglesia, son la pureza e integridad de la fe y la pureza de una vida de castidad. La amonestación de San Luis IX, rey de Francia, a su hijo, no ha perdido validez: «Amadísimo hijo: el primer precepto que te encomiendo es que ames al Señor tu Dios con todo tu corazón y todas tus fuerzas. De otro modo no hay salvación. Guárdate, hijo mío, de todo lo que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado mortal. Antes de permitirte cometer un pecado mortal permítete ser atormentado de toda suerte de martirio. […] Ocúpate en eliminar todo pecado de tu reino, sobre todo la blasfemia y la herejía» (Carta a su hijo).
En cierta ocasión, un integrante de un movimiento anticristiano, que más tarde se convirtió al catolicismo, le dijo al P. Mateo Crawley, apóstol de la Entronización del Sagrado Corazón: «No tenemos sino un objetivo: descristianizar las familias. Gustosamente les dejamos a los católicos los templos, las capillas, las catedrales. Para corromper la sociedad, nos basta con dominar a las familias. Si nos adueñamos de la familia, nuestra victoria sobre la Iglesia está garantizada (Freundeskreis Maria Goretti e.V. (ed.), Familie und Glaube, Munich 2001, p. 146). Las familias verdaderamente católicas –y ojalá las familias numerosas– fortalecerán la Iglesia de nuestro tiempo con la hermosura de la fe católica. De esa fe nacerán nuevos padres católicos, que a su vez darán lugar a una nueva generación de ardorosos sacerdotes e intrépidos obispos dispuestos a dar la vida por Cristo y por la salvación de las almas. La Cristiandad nació de la familia, la Sagrada Familia, para que la familia pueda nacer una vez más de la Cristiandad. La primicia de la redención es la Sagrada Familia, del mismo modo que la primera bendición del Creador fue para la familia. Es indudable que lo que más necesitan el mundo actual y la Iglesia son familias verdaderamente católicas, fuentes y origen de la belleza de la fe católica.
+ Athanasius Schneider, obispo auxiliar de la archidiócesis de Santa María de Astaná
Esta conferencia fue pronunciada por Su Excelencia Monseñor Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Astaná (Kazajistán) el 19 de mayo de 2017 durante el Foro anual de la Vida, organizado en Roma por Voice of the Family.
(Traducido por J.E.F)