Por Guy Millière
Alemania ya es un país enfermo y Angela Merkel es parte de la enfermedad ¿Es posible que se recupere? Lo que está en juego es mucho más que Alemania.
Las elecciones federales en Alemania, en teoría, iban a conducir al triunfo de Angela Merkel. Sus resultados fueron bastante distintos de lo que se esperaba. La «victoria» de Merkel parece un desastre: la Alianza Demócrata Cristiana (CDU-CSU) logró el 33% de los votos, un 9% menos que hace cuatro años, su peor resultado desde 1949. El Partido Socialdemócrata (SPD), que gobernó el país con Merkel durante los últimos cuatro años, perdió más de un 5%, cayendo del 25,7 al 20% de los votos, el peor resultado de su historia. Alternativa para Alemania (AfD), partido conservador nacionalista nacido en 2013, logró el 12,6%, y entrará en el Bundestag por primera vez. Die Linke, la izquierda marxista, obtuvo un 9%. Puesto que ni el SPD ni Die Linke van a formar parte del próximo gobierno, y que AfD se opone radicalmente a las políticas de Angela Merkel, ésta tiene solo dos posibles socios: el Partido Libre Demócrata, libertarios, y Los Verdes cuyas posturas sobre la mayoría de los asuntos parecen incompatibles.
Angela Merkel seguirá siendo canciller, pero por defecto, y sobre todo porque no había otra opción real: hace seis meses, dos tercios de la población alemana quería sustituirla. Sólo el 8% quería que siguiese en el cargo. Martin Schulz, expresidente del Parlamento Europeo, y candidato del SPD, no ofreció nada distinto y encabezó una campaña mediocre.
Si Merkel consigue formar una coalición, será un conjunto precario e inestable que mantendrá a Alemania al borde de la parálisis y convertirá al país en el hombre enfermo de la Europa del siglo XXI.
Alemania ya es un país enfermo, y Angela Merkel es parte de la enfermedad.
En 1945, Alemania estaba en ruinas. Se reconstruyó, y poco a poco se convirtió en la principal potencia económica de Europa. Aunque fue recuperando las fuerzas, no se reafirmó políticamente y mantuvo una actitud discreta, humilde, arrepentida, tácitamente avergonzada. A causa de su papel en la guerra, tuvo reparos a volver a crear un ejército cuando las potencias de la OTAN le pidieron que volviera a construir uno. En su lugar, adoptó una postura general de apaciguamiento que condujo a la Ostpolitik, una política de reacercamiento al Este comunista y la Unión Soviética.
Como el nacionalismo había dado lugar al nacionalsocialismo, Alemania rechazó cualquier forma de nacionalismo. Como Alemania había perpetrado un genocidio, estaba impregnada de odio hacia sí misma y de rechazo a su propia identidad.
Alemania se volcó en la construcción europea y trató de definirse a sí misma como europea para no llamarse alemana.
Este proceso duró hasta la caída del Muro de Berlín y la reunificación del país. La reunificación se consideró generalmente en Alemania como el fruto de la humildad y la discreción.
Angela Merkel, que parecía encarnar una Alemania reunificada con éxito, heredó este proceso cuando se convirtió en canciller en 2005.
Los fallos de funcionamiento ya habían empezado a salir a la superficie. La economía alemana seguía siendo próspera, pero la pobreza iba en aumento (en 2005, el 17% de los alemanes eran oficialmente pobres y ganaban la mitad del sueldo medio nacional) y el número de trabajadores pobres crecía.
La tasa de nacimientos era sumamente baja. Comenzó a decaer en 1967, y cayó rápidamente hasta una media de 1,5 hijos por mujer. La población, en general, estaba envejeciendo.
Alemania empezó a traer migrantes turcos para compensar la falta de mano de obra. En 2000, el número de migrantes había llegado a los 3,5 millones.
La importación de migrantes musulmanes también trajo una lenta islamización del país. Se construyeron mezquitas en las grandes ciudades. Se abrieron escuelas del Corán. El islam se integró en el currículum de las escuelas públicas.
Merkel buscó constantemente el consenso y cooperó con los socialdemócratas durante ocho de los doce años que fue la jefa del Gobierno.
Alemania parecía haber aceptado este arreglo, hasta que Merkel decidió abrir las fronteras de Alemania a una inmensa ola de refugiados y migrantes de Oriente Medio en agosto de 2015. Más de un millón y medio de personas entraron sin restricciones al país; la mayoría eran hombres jóvenes con derecho a la reunificación familiar.
Las afirmaciones de que los refugiados se asimilarían sin grandes problemas empezaron a chocar contra la realidad. Las violaciones se multiplicaron. La violencia fue a más.
En 2016, casi la mitad de los delitos en Berlín fueron cometidos por migrantes que hacía poco tiempo que habían llegado al país. Las redes yihadistas tomaron forma. Empezaron a producirse ataques terroristas. El antisemitismo musulmán provocó ataques contra sinagogas. El coste de las ayudas sociales se encareció enormemente.
Merkel no expresó ningún arrepentimiento. Ni siquiera lo reconsideró tras las elecciones: dijo que si tuviese que volver a abrir las puertas del país otra vez, lo haría. Intentó imponer sus decisiones sobre la inmigración a los países europeos reacios, Hungría, la República Checa y Polonia. Sigue intentándolo.
La vergüenza sigue presente en la mente de millones de alemanes, pero se está desvaneciendo. Hace unos pocos años, una encuesta mostraba que casi el 70% de los alemanes seguían indignados por que se les siguiera considerando hoy responsables de los crímenes contra los judíos. Aproximadamente el 25% de los encuestados respondió afirmativamente a esta sentencia: «Muchos judíos intentaron usar el pasado de Alemania en el Tercer Reich para su provecho». Encuestas recientes muestran que entre un tercio y la mitad de los alemanes consideran a Israel el equivalente político de la Alemania nazi. El Gobierno alemán, hoy, pretende con frecuencia dar lecciones sobre moral a Israel, pero nunca critica a los líderes terroristas como Mahmud Abás.
Alemania sigue manteniendo una postura de apaciguamiento, de asegurar y fortalecer los lazos económicos con regímenes canallas como Irán. El ejército alemán está tan deficitariamente equipado que durante los ejercicios, en vez de armas, utilizan palos de escoba.
Las encuestas demuestran que la población alemana piensa ahora que el principal peligro para la paz mundial no proviene de Irán o de Corea del Norte, sino de Estados Unidos. Alemania es hoy el país más antiamericano del mundo occidental. Stern, la revista semanal más popular de Alemania, publicó hace poco en su portada una imagen de Donald Trump haciendo el saludo nazi envuelto en la bandera de Estados Unidos.
La eficiencia económica es baja. La economía alemana es esencialmente de tipo industrial, y no está adaptada a la era digital. La inversión en el PIB se ha reducido; la actividad innovadora es débil; la productividad se estanca. Desde 2008, el crecimiento anual de la productividad ha sido sólo del 0,5%. El cierre previsto de las centrales nucleares alemanas para «proteger el clima» eleva los precios de la electricidad al por mayor, mientras que los hogares y las empresas alemanas soportan la carga financiera de pagar unos costes de electricidad que están entre los más altos del mundo desarrollado. Los inmigrantes no cualificados del mundo musulmán no pueden sustituir a los alemanes cualificados que se jubilan o fallecen. El número de personas pobres sigue aumentando. La capacidad de recibir inmigrantes ha llegado a sus límites; las condiciones de vida en muchos centros de acogida se han vuelto deficientes; los suelos no se friegan a menudo y durante días permanecen sucios de sangre, orina y heces, y las invasiones de cucarachas son habituales.
El comisario alemán para la Inmigración dijo hace poco que sólo entre un cuarto y un tercio de los refugiados asentados en Alemania podrían ingresar en el mercado laboral. Los otros tendrán que depender de las prestaciones del Gobierno para el resto de sus vidas.
Enfermedades que ya estaban prácticamente erradicadas, como la tuberculosis, han reaparecido. No había vacunas, ya que los europeos habían dejado de fabricarlas.
La edad promedio en Alemania es hoy 46,8 años. Se está produciendo una sustitución gradual de la población no musulmana por una población musulmana. El 40% de los niños menores de cinco años nacidos en Alemania tienen raíces extranjeras. Desde 2005, la población de los recién llegados ha ascendido hasta el 24,5%, mientras que la población nativa ha disminuido un 5%.
Los demógrafos dicen que,si las tendencias actuales no se revierten, los alemanes se convertirán en una minoría en su propio país, posiblemente en un plazo de quince o veinte años.
Nada indica por ahora que las tendencias vayan a revertirse.
La mayor parte de la prensa alemana está impregnada de corrección política. Los periódicos y revistas defienden el multiculturalismo, y no hablan de los problemas más acuciantes a los que se enfrenta el país: un crecimiento económico anémico, el envejecimiento de la población y la islamización. Muchos periodistas, profesores y escritores dicen que la cultura alemana no existe. Cuando los libros que critican al islam llegan a convertirse en un éxito de ventas, sus autores son inmediatamente demonizados. Deutschland schafft sich ab (Alemania se abole a sí misma)fue un enorme éxito en 2010, pero su autor, Thilo Sarazin, fue inmediatamente tachado de «racista» y marginado en todos los debates políticos.
Rolf Peter Sieferle, exconsejero de Angela Merkel, escribió varios artículos donde describía la autodestrucción de Alemania. «Una sociedad que ya no puede distinguir entre ella misma y las fuerzas que la disuelven vive moralmente por encima de sus posibilidades», dijo en 2015. Insultado y rechazado por los que habían trabajado con él, se suicidó en septiembre de 2016. Se publicó una recopilación de sus notas tras su muerte, Finis Germaniae (El fin de Alemania).
El partido político Alternativa para Alemania (AfD) promete «sacudir el Bundestag». El 12,6% de los votos que obtuvo sin duda tendrá ahora voz. Sus líderes son tratados por los medios y otros partidos políticos como la encarnación del diablo. El ministro de Exteriores, Sigmar Gabriel, advirtió contra la entrada de los «verdaderos nazis» en el Parlamento. Un líder del partido de extrema izquierda Die Linke preguntó: «¿No hemos aprendido las lecciones de la guerra?» Los líderes judíos están asustados. Josef Schuster, presidente del Consejo Central Judío en Alemania, dijo que AfD emplea estrategias generalmente utilizadas por los que aspiran a las «dictaduras fascistas».
Pero AfD no es un partido nazi. Lo que ocurre es que sus miembros temen que Alemania y los alemanes desaparezcan bajo el peso del islam. Los nazis eran antisemitas, militaristas, socialistas y con deseos de conquista. AfD no es antisemita, no es militarista, no es socialista y no quiere conquistar otros países. Los líderes judíos de Alemania están asustados porque creen que si AfD es hostil hacia una minoría —los musulmanes— podría volverse hostil hacia otras minorías también. Probablemente se equivoquen. No hay comparación posible entre los musulmanes y los judíos. AfD ha defendido con firmeza el derecho de Israel a existir y el derecho de Israel a combatir la amenaza islámica contra él.
Algunos miembros de AfD han hecho declaraciones polémicas sobre los soldados alemanes, y sobre el Memorial del Holocausto en Berlín.
Al mismo tiempo, AfD es actualmente el partido más proisraelí de Alemania. También es el único partido que ve con claridad el verdadero riesgo de que Alemania se deslice hacia un ocaso islamista.
¿Es posible que Alemania se recupere? Veremos. Lo que está en juego aquí, sin embargo, es mucho más que Alemania.
Traducción del texto original: Islamic Sunset on Germany