Maduro terminará saliendo por piernas alguna madrugada, pero entretanto le llegue la hora de buscar refugio en otra parte, seguirá llenando de sangre las aceras y reprimiendo a balazos a la gente.
Por Jaime González
Decía Octavio Paz que toda dictadura, sea de un hombre o de un partido, desemboca en las dos formas predilectas de la esquizofrenia: el monólogo y el mausoleo. La frase del escritor mexicano describe cabalmente lo que está ocurriendo en Venezuela, donde Nicolás Maduro ha coronado esa cima despótica que solo los tiranos sin matices son capaces de alcanzar. «Si la revolución bolivariana fuera destruida, lo que no se pudo con los votos, lo haríamos con las armas», ha dicho en un rapto de sinceridad que no era necesario, porque ya sabíamos que a Maduro el traje de la democracia le queda tan estrecho que hace tiempo que decidió romperle las costuras.
Las dictaduras de izquierdas han encontrado en el concepto de revolución una excusa para ocupar el poder (no les basta alcanzarlo) e impedir por la fuerza –muy bruta, por cierto– que triunfe la contrarrevolución y se abra paso la democracia. Lo que se está viviendo en Venezuela es una contrarrevolución en toda regla, porque quien se ha echado a la calle en legítima defensa es el mismo pueblo que se agarró a la revolución bolivariana seducido por el mantra del «socialismo del siglo XXI». No son los peones del imperialismo, sino gran parte de los hijos del chavismo quienes están renegando del padre. O como dirían los dirigentes de Podemos, es la gente. Es curioso: la gente que se echa a la calle en Venezuela deja de ser gente y se convierte –a los ojos del régimen– en agentes del imperialismo, del capitalismo, del neocolonialismo, en cualquier cosa ominosa que termine en ismo y pueda ser utilizada como coartada para denunciar un complot contra la revolución.
No es nuevo, porque todos los dictadores de Iberoamérica –antes, con botas y uniforme; ahora, en chándal– han hecho lo mismo. Maduro terminará saliendo por piernas alguna madrugada, pero entretanto le llegue la hora de buscar refugio en otra parte, seguirá llenando de sangre las aceras y reprimiendo a balazos a la gente. Perdón, «agentes». Ya han muerto casi un centenar de «agentes», porque además del monólogo y el mausoleo, otro de los rasgos de los dictadores es que les da por vaciar el cargador cuando el pueblo no atiende a razones y se empeña en hacer la contrarrevolución.