Por Juan Villoro
Violenta y austera, la singular poética del genial Juan Rulfo disfruta de una segunda vida en su centenario. Su larga sombra toca a nuevos autores mexicanos.
«Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas”, así comienza el primer cuento de El llano en llamas (1953), de Juan Rulfo. De manera emblemática, un virtuoso del estilo se sirvió de una voz incierta para ese cuento inicial. Un muchacho con una deficiencia mental mira el mundo con inocente extrañeza. Macario, el protagonista, bebe la leche de una mujer y ella le asegura que esa dicha lo convertirá en un demonio. En los ruidos de la naturaleza, él busca una clave para los enigmas del bien y el mal; decide que, cuando se callen los grillos, saldrán las almas. Esa profecía anticipa la novela Pedro Páramo(1955), donde todos los personajes están muertos. ‘En la madrugada’, otro cuento de El llano en llamas, anuncia lo mismo: en un sitio donde los desposeídos no intervienen en los sucesos, las noticias salen de las tumbas: “Voces de mujeres cantaban en el semisueño de la noche: ‘Salgan, salgan, salgan, ánimas en pena”.
La ronda de los fantasmas rulfianos no ha dejado de suceder. Su larga sombra toca a nuevos autores mexicanos. La novela Las tierras arrasadas, de Emiliano Monge; la obra de teatro Mendoza, de Antonio Zúñiga y Juan Carrillo, y el cuento Una pura brasa, de Rodrigo Flores Sánchez, son piezas de indiscutible singularidad en las que resuena un eco inconfundible, una voz que ya es el nombre propio de la tradición.
En Pedro Páramo, quienes se han librado del dolor de vivir integran un coro de voces sueltas. No es casual que el título de trabajo de la novela fuera Los murmullos. Mucho antes de las desmesuradas redes sociales, Rulfo creó una ronda de personajes dispuestos a hablar sin encontrarse, confirmando la poderosa realidad virtual de la literatura.
Cristina Rivera Garza acaba de publicar Había mucha neblina o humo o no sé qué, bitácora que aborda los parajes, los libros, las fotografías, los trabajos, las fatigas, la vida concreta y dura del hombre que sería leyenda. Entre otros asombros, Rivera Garza destaca la función liberadora que Rulfo otorga al deseo femenino: “Es claro que las ánimas que se pasean por Comala purgando culpas y murmurando historias son ánimas sexuadas”; los cuerpos han desaparecido de los confines terrenales, pero el alma de Abundio Martínez aún siente a la mujer que “le raspaba la nariz con su nariz”.
Rulfo se sirve de un lenguaje deliberadamente austero para recrear la pobreza del campo mexicano. La música de su idioma proviene del uso, tenso y reiterado, de pocos elementos. En esa poética de la escasez, las palabras percuten como piedras de un desierto donde “se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga”.
La renovada actualidad de Rulfo se manifiesta en su impronta en escritores contemporáneos, pero también en una realidad que no deja de parecérsele. La violencia, el ultraje, la traición y el sentido gratuito de la muerte determinan sus páginas con la misma gramática de la sangre con que determinan la hora mexicana.
“¿Qué país es éste?”, pregunta un personaje del cuento ‘Luvina’. Cada historia rulfiana tiene su modo de ser actual. ‘Paso del norte’ trata de los mexicanos acribillados en el río de la esperanza que lleva a Estados Unidos, el infierno que Trump desea perfeccionar con un muro.
En un entorno que se decide con el filo del machete, las aclaraciones son póstumas: un asesino le explica su suerte al cadáver de su enemigo. Ahí, la política y la religión no sirven de consuelo. Gente de mucha fe, los seres rulfianos rezan hasta morder el polvo. En ‘Nos han dado la tierra’, los campesinos reciben en recompensa por sus luchas agrarias un arenal incultivable. ¿Quién manda en ese territorio? En ‘Luvina’, cuando alguien se refiere al Gobierno y dice que su madre es la patria, otro responde: “El Gobierno no tiene madre”.
En una región sin más hegemonía que el abuso, Pedro Páramo se alza como cacique y patriarca, Señor de lo Público y lo Privado. Comala es su propiedad, pero algo se le resiste: Susana San Juan. El tirano ama a una mujer indómita, atravesada por la incontrolable fuerza de la locura y una sensualidad que no tiene que ver con él. En la novela de las almas en pena, nada está tan vivo como Susana.
Rulfo nació en 1917, año en el que se escribió la Constitución mexicana. Durante un siglo, la Carta Magna ha recibido 695 enmiendas según unos cálculos, 699 según otros. Ese palimpsesto no se concibió para ser leído, sino para que litiguen los abogados. En el centenario de Rulfo, nada es más elocuente que su prosa ni más oscuro que las leyes, que semejan las palabras herméticas de la religión: “Tú sabes cómo hablan raro allá arriba”, dice una voz en Pedro Páramo.
En el México de 2016, cada mes 500 cadáveres fueron a dar a fosas comunes. Una necrópolis donde sólo las almas tienen oportunidad. Aprendemos geografía con los cambiantes nombres de las tragedias: Ayotzinapa, Tetelcingo, Acteal. Aprendemos que algo resiste con un solo nombre: Rulfo.
Después de El llano en llamas y Pedro Páramo, el maestro guardó silencio. Dejó un puñado de cartas, textos excepcionales escritos para el cine, habló con pícara inventiva de historias futuras y rehusó modificar una bibliografía perfecta.
Una y otra vez sus páginas aluden al necesario reverso del sonido. El cuento ‘Talpa’ ofrece una moral al respecto: “Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vueltas sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno, pero no la del río”. ¿Hay mejor retrato de una voz idéntica a la tierra?
El río de Juan Rulfo fluye “mullendo sus aguas”, “camina y da vueltas sobre sí mismo”. Ahí, la gente bebe sueños. Misteriosamente, el agua que trae tantas cosas no hace ruido, o trae el más fuerte de todos: el silencio.