Por Juan Carlos Pérez Salazar
Si el averno existe y tiene puertas, una de ellas estaba en el número 189 de la Calzada Melchor Ocampo, colonia Anzures, Ciudad de México.
A ese lugar fue llevada, en 2007, Karina, una joven costarricense que entonces tenía 24 años. Creía que iba a trabajar de mesera.
«Cuando llegué me recibieron dos personas y me dijeron que en un ratico llegaría el dueño o el gerente. Me pidieron que subiera a cambiarme. Subo y cuando entro veo a una chica tirada en el piso, desangrándose. No sabía por qué. Y otra que estaba toda tomada, drogada. Y a muchas chicas desnudas, cambiándose».
Estamos en un edificio en el sur de Ciudad de México. Por la ventana se escuchan sirenas de patrullas policiales y otros ruidos normales de la vasta urbe. Karina sólo dispone de una hora, después será llevada a un lugar secreto.
Su relato continúa.
«Me dice la señora del camerino que me cambiara y me da una faldita así de chiquitica, unos zapatos así, gigantescos. No me gustó y me salí. Quiero bajar y los de seguridad me dicen ‘¿a dónde vas?'».
«Yo no podía hablar por la impresión que me había dado ver a la chica tirada en el piso, con mucha sangre.
Me agarran de los brazos, me jalan de los cabellos y me golpean. Insultos. Y me dicen: ‘aquí no hay meseras: todas son putas’. Que tenía que bailar desnuda y acostarme con cuanto cliente llegara».
Su voz se quiebra. Una larga pausa.
«Me dejan en un cuartico chiquitico, obscuro. Entró el dueño, me dio una bofetada. Uno de los de seguridad me ha rasgado toda la ropa y el dueño dice que tienen que aprender a educar a las mujeres. Y me viola».
«Después me agarran de los cabellos. Uno mantenía mis brazos abiertos, otros mis piernas, me voltean y me violan por atrás. Me violan cuatro de seguridad, uno a uno. Siete meseros. Y quedo inconsciente».
«Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento es que había un tipo en mi rostro que se reía. Todos se reían. Sentía agua caliente en mi cuerpo. No era agua, era semen».
Es sólo el principio de su relato. Karina rompe a llorar y ya no deja de hacerlo durante más de una hora.
Aún no me ha contado lo que ocurrió con sus hijas.
II
México es uno de los países más afectados por la trata de personas, incluyendo mujeres y niños.
Organizaciones como la Fundación de Asistencia Social Humanitaria (Asahac) lo consideran como el segundo país del mundo con más trata. El primero es Tailandia.
Otros, como Luis González Placencia, presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, creen que el tráfico de personas ya es la segunda fuente de ingresos del crimen organizado, después del trasiego de drogas.
En entrevista con el diario inglés The Guardian, Teresa Ulloa, directora regional de la Coalición Contra el Tráfico de Mujeres y Niñas para América Latina y el Caribe, reveló que su organización cree que, sólo el año pasado, los carteles mexicanos hicieron US$10.000 millones de la esclavitud y explotación sexual de mujeres y niñas.
A veces parece un tema omnipresente en este país: en los diarios se registra el rescate de víctimas, en el sistema de televisores del metrobús se anuncian los teléfonos a los que hay que llamar para denunciar. En la radio se debate. Sin embargo, no hay cifras exactas del fenómeno.
«Se puede tener una idea de la dimensión por los miles de jóvenes que desaparecen cada año en este país», me dice el director de una organización no gubernamental que se dedica a reacoplar en la sociedad a las víctimas de la trata.
Hace unos días el asunto volvió a caldearse cuando Lydia Cacho, quizá la periodista que más ha trabajado el tema en el país, denunció que algunos cabilderos quieren reformar la ley de trata de personas -que sólo entró en vigor el año pasado- para desactivarla.
III
El conductor del taxi me mira a través del espejo retrovisor cuando le digo que voy al 189 de la Calzada Melchor Ocampo, donde funcionaba el table dance Cadillac.
-¿Y qué va a hacer allí a estas horas? (Es temprano en la mañana).
-A tomar unas fotos.
Esta vez su respingo es visible. Reduce la velocidad. Me mira de nuevo por el espejo y me dice que tenga mucho cuidado.
-¿Por qué?
-Porque si te ven, te golpean.
Le recuerdo que el sitio ya está clausurado. De todas maneras me recomienda precaución y se estaciona a la vuelta, donde no pueden ver el taxi.
Una mugrienta alfombra verde cubre la acera. Las puertas metálicas tienen los sellos amarillos de clausura, algunos desgarrados. En uno de ellos, intacto, dice «Delito: trata de personas».
En medio, una puerta está abierta y da a un pequeño rellano, donde se acumulan botellas de plástico, bolsas, papeles. Basura. En la avenida, el embotellamiento de tráfico ya es monumental.
Desde fuera, nadie imaginaría la ordalía de dolor que Karina vivió allí.
De vuelta en el taxi, el chofer me asegura que algunas de las chicas que trabajaban allí han sido trasladadas a otro «teibol» en la Avenida Insurgentes.
IV
En Ciudad de México, el mapa físico de la trata y la prostitución tiene tres peldaños, tres circulos rojos. El inferior es el barrio La Merced. Le sigue la famosa Calle Sullivan.
El círculo superior lo ocupan los table dance.
V
VI
De día, la Calle James Sullivan luce como cualquier otra: enormes edificios de empresas como Telmex. Puestos ambulantes de chucherías, un largo parqueadero y fondas de comida acompañan el impersonal serpentear de Sullivan hasta que desemboca en la Avenida Insurgentes, al lado de un enorme Monumento a La Madre. Muy cerca del edificio del Senado.
De noche es algo muy distinto. Cada jornada -pero en especial desde los jueves- es posible ver a decenas de mujeres (se calcula que en ocasiones pueden llegar a ser 200) ofreciéndose al mejor postor. A veces se forman filas de carros con clientes esperando.
Madaí Morales, de 23 años de edad, conoce bien esta calle: durante dos años fue obligada a prostituirse allí, día tras día, sin descanso, por el hombre con quien alguna vez soñó formar una familia.
A diferencia de Karina, Madaí no llora cuando cuenta su historia, aunque su voz tiembla en algunos episodios.
Su dolor asoma en la minuciosidad con que relata esa porción de su existencia: recuerda cada detalle con una precisión asombrosa. Desde cómo estaba vestido «Jorge» (el hombre que la enamoró y luego la prostituyó), cuando lo conoció en Veracruz, hasta las prendas que ella portaba el día que decidió escapar.
Es una historia conocida: los «padrotes» (como se conoce en México a los hombres que controlan a las prostitutas) tienen un olfato canino para detectar jóvenes vulnerables, enamorarlas pintándoles un futuro de tonos rosa, arrancarlas de su entorno y luego obligarlas a venderse en las calles.
Es la historia de Madaí. Jorge -años después descubriría que no es su verdadero nombre- la convenció de irse a vivir a Ciudad de México. La llevó a un «cuarto verde» de un hotel de paso en la calle Arista, número 36.
Dos días después, caminando por las calles aledañas, le mostró a unas jóvenes que esperaban en la banqueta. «Chicas que estaban vestidas de una forma muy fea, casi desnudas. Él me las señala y dice: ‘mira, como ellas vas a trabajar'».
Madaí creyó que era una broma. Pero esa noche se lo repitió: «‘¿Te acuerdas lo que te dije hace rato?’. Le dije, ‘sí, pero estás loco, ¿no? Estás jugando’. Me respondió ‘no, eso es lo que vas a hacer’. Me dijo que para eso me había traído, que si pensaba que era para algo distinto estaba equivocada».
«Le respondí que trabajaba en cualquiera otra cosa. Me dijo que me callara, que ahí mandaba él. Que iba a investigar dónde estaba mi familia y con eso me amenazó. No tuve otra salida más que aceptar».
«Se fue y más tarde llegó con una bolsa negra. Adentro había faldas supercorticas, blusas muy escotadas y zapatillas con tacones muy altos».
«No pensé en escapar porque tenía mucho miedo. No me había dejado hablar con nadie, no conocía a nadie. Yo era una persona muy inocente».
VII
Avenida Insurgentes. La requisa es rápida pero prolija. Dos hombres de traje oscuro y con audífonos en las orejas nos obligan a extender los brazos y nos cachean con mano experta. Otro nos franquea la entrada.
Adentro, en un escenario justo en medio del local, una joven semidesnuda baila de manera mecánica.
La rutina es igual para todas las chicas, de nombres sonoros y evidentemente falsos. Tres canciones. La última es la del desnudo total. Algunas se limitan a danzar, otras hacen alguna rutina acrobática en el pole platinado que se erige a un lado del escenario.
Un animador con micrófono trata, sin mucha suerte, de caldear el ambiente.
Hay pocos clientes, a pesar de ser sábado. Las protestas de los maestros, que bloquean el centro de la ciudad, han hecho que la semana sea mala.
Esto nos lo cuenta una joven caribeña que se sienta en nuestra mesa. Poco después se nos une una mexicana, de unos 30 años y hermoso rostro.
Nos sirven ron rebajado con agua. Por cada trago que compramos, una boletera les da un papelito. Les pagan de acuerdo con nuestro consumo.
En un rincón se aburre una docena de mujeres, todas con trajes diminutos, mallas y grandes tacones. Otras están sentadas con los escasos clientes. Los vigilantes pululan por doquier. Contamos nueve.
Las mujeres en nuestra mesa parecen hablar de manera desprevenida. La caribeña me dice que lleva cuatro años en México y que parte de su familia vive en el país. De manera discreta trato de preguntarle por su vida, su oficio. En ningún momento da la impresión de estar sometida por el miedo.
La muchacha caribeña me ofrece un «baile privado» en un reservado del que ya he visto entrar y salir a varias parejas. Digo que no.
Al rato, cansada de nuestra cháchara, la mexicana pone las cartas sobre la mesa: 3.500 pesos (US$265) a cada uno por irse con nosotros al hotel -les he dicho que estoy de visita en el país-, que incluye lo que cobra la casa por dejarlas ir.
Farfullamos una excusa y nos largamos. Al salir, los guardias nos piden propina.
VIII
El método para enganchar a Karina también fue el enamoramiento. Ocurrió en Cancún, donde trabajaba como chef.
Estaba en uno de los momentos más vulnerables de su vida: embarazada de una niña, sola y con leucemia. «Para mí era muy importante que este chico estuviera a mi lado».
Le ayudó a pagar la quimioterapia. Luego la convenció de irse para el DF, con sus padres. «Al principio era todo bonito, cuidados». Sin embargo, a las dos semanas ve cómo golpea a sus propios padres. Luego empieza a golpearla a ella, todavía en embarazo.
La niña nació prematura, algo que Karina atribuye a las golpizas que recibía.
«Ese tipo me dice que tengo que trabajar, que tengo que pagarle lo de las quimioterapias, lo del nacimiento de mi hija y todo el tiempo que me estuvo manteniendo. Cuando quiero tomar mis documentos, los destruye».
Es entonces que la lleva al Cadillac.
IX
Trece rutas ha sido identificadas en México para la trata, según un diagnóstico del Centro de Estudios e Investigación en Desarrollo y Asistencia Social, A.C. (Ceidas).
Son las de Nogales,Tijuana, Mexicali, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo y Matamoros en el norte del país.
En el Pacífico, Puerto Vallarta, Acapulco y Tapachula. Cancún sobre el Caribe, en la Península de Yucatán. Veracruz sobre el Golfo de México y Tlaxcala y el Distrito Federal en el centro.
Según la periodista Lydia Cacho hay que agregar al menos una más: Guadalajara. La reportera e investigadora me asegura que los aeropuertos de esa ciudad y de Cancún son el equivalente a «fronteras porosas» para el ingreso a México de mujeres que son traficadas desde otros países.
Para ser alguien que ha vivido bajo amenaza constante los últimos ocho años de su vida, y que incluso ha tenido que exiliarse, Lyidia Cacho impacta como una persona tranquila, con buen sentido del humor.
Se dio a conocer en 2005 con «Los demonios del Edén», un libro donde denunció, con nombres propios, una red de pornografía infantil y pederastia en México. El reportaje le brindó fama, pero también acoso y amenazas, algo que no cesa hasta el día de hoy.
Para su libro «Esclavas del poder», Cacho viajó por todo el mundo siguiendo las rutas de la trata sexual. Turquía, Israel y Palestina, Japón, Camboya, Birmania y Argentina fueron puertos de visita -en ocasiones de incógnito- para trazar ese mapa de infamia.
En México es especialmente profundo su conocimiento de Cancún y sus alrededores, donde trabajó varios años como periodista.
«Encontramos un grupo bastante sólido de mafias rusas que están en Playa del Carmen (conocido balneario cerca de Cancún). He estado investigando a dos o tres de ellos que operan abiertamente, dedicados eminentemente a la trata de mujeres de Europa del Este a Quintana Roo».
«Estados Unidos tiene varias investigaciones abiertas (en Miami, Nueva York y Phoenix, Arizona) de tratantes rusos que están operando allí. Explotan a las mujeres un tiempo en Cancún y después se las llevan a EE.UU.».
La frontera con Estados Unidos también puede calificarse como porosa. Los métodos preferidos para ingresar a las jóvenes es hacerlo de manera ilegal -como «espaldas mojadas»- o casarlas con alguien que tenga green card y pasarlas legítimamente.
X
Madaí tomó la decisión de fugarse cuando se enteró de que la iban a trasladar a Nueva York.
«Me puse como loca y le dije que allá no me iba. Entonces me golpeó».
Saber que la iban a sacar del país le dio el valor del que había carecido durante los dos años en que fue obligada a prostituirse en un hotel de propiedad de un español, situado a pocos pasos de la Calle Sullivan.
«No tenía ningún descanso, era de ir todos los días, todos los días, todos los días… El resto me la pasaba llorando, pensando cómo iba a hacer para salir de ahí».
«En los casi dos años sólo uno de los clientes tuvo un poco de compasión de mí. Casi siempre estaba llorando y uno de tantos me vio y me preguntó qué tenía. Yo le dije que me sentía mal. No quiso hacer nada conmigo, pero me dio el dinero. Lo tomé porque sabía que lo necesitaba para completar».
«Le confesé que había alguien que me obligaba. Me dijo que me escapara. Le contesté que lo iba a hacer pero por mi familia, porque la vida no me importaba. Intenté suicidarme varias veces con pastillas, que fue tan estúpido, porque no me hicieron nada».
Durante ese tiempo, la joven fue obligada a atender entre cinco y veinte clientes por día, laborando entre cinco y ocho horas diarias.
En la conversación hay fogonazos de la persona que fue Madaí a los 19 años, antes de conocer a Jorge. Con una risa tímida. Al buscar una pelusa inexistente en sus pantalones grises. O cuando habla del futuro.
Pero en este momento hablamos del pasado. De un viernes a fines de enero, hace dos años, cuando su «padrote» le anunció el viaje a Nueva York.
Esa noche trabajó en Sullivan, como de costumbre. El sábado en la madrugada vio que «Jorge» pasaba en un taxi. La estaba vigilando.
La mañana del sábado, sin haber pegado el ojo, tomó un taxi y se dirigió a un hotel no lejos de la Calle Sullivan. El domingo se cambió a un hostal en el centro histórico.
«El lunes fui a la Procuraduría, me prestaron atención. Me trataron muy bien. Al otro día detuvieron a Jorge en un gym al que le gustaba ir».
XI
La Procuraduría General del Distrito Federal está situada en un edificio cuadrado y feo, de colores crema y verde pálido, al que se conoce informalmente como «El Búnker».
En su laberinto de oficinas está la fiscalía encargada del delito de Trata de Personas del DF. La fiscal, Juana Camila Bautista, es esa rara avis: una funcionaria de la que casi todos hablan con respeto.
Periodistas, víctimas e integrantes de organizaciones no gubernamentales recomiendan hablar con ella.
Estamos sentados en una oficina sencilla (una mesa, pocas sillas, un mapa de la capital de México en la pared), acompañados de un asistente de la fiscal y de un funcionario de comunicaciones que graba toda la entrevista.
«La trata es un delito complejo, porque las víctimas muchas veces no se asumen como tales. Muchas veces están sometidas y no quieren denunciar a sus tratantes por amenazas a ellas, sus familias o a los hijos que tienen con ellos».
Esto me lo confirman Madaí y Karina, quienes durante las entrevistas insisten una y otra vez que más del 90% de las chicas que conocieron se prostituían porque eran obligadas, no por voluntad propia.
«Hace cuatro años tuvimos un caso de una chica de Morelos, la fuimos a rescatar de Tijuana, ella tenía miedo porque el tratante la había amenazado y había quemado las chozas de sus padres, que eran campesinos», me dice la fiscal.
A pesar de eso, entre 2008 y 2009 se rescataron casi 200 personas, la mitad menores de edad. Sólo desde mayo de este año -cuando empezó a funcionar la fiscalía- han llevado a cabo alrededor de 200 operativos, con más de 90 personas consignadas. Se han rescatado 210 víctimas.
Pero los «padrotes» están aprendiendo. Por ejemplo, ahora pocos se arriesgan con menores de edad, pues saben que las penas empeoran.
«Muchas de ellas nos han contado que los dueños o los encargados de los establecimientos donde son explotadas las reúnen y llegan abogados para que las aleccionen y les indiquen qué decir en caso de que haya operativos. Qué decir ante la policía, ante el ministerio público, para que los dueños no tengan ningún problema», explica la fiscal.
¿Por qué es tan difícil atacar lo que está a la vista de todos, por ejemplo en la Calle Sullivan?
«La prostitución en nuestra ciudad no es delito. Lo que perseguimos son los delitos que se dan alrededor de esta actividad (…). La ley en cuanto a la explotación sexual establece que si una chica le da aunque sea cinco pesos al tratante, ahí ya la está explotando».
Agrega, empero, que podría organizar en ese mismo instante un operativo en Sullivan y ninguna chica se atreverá a acusar a su padrote.
XII
Karina escapó con la ayuda del taxista que la llevaba, junto a otras muchachas, a diferentes bares y «teibols». Para entonces ya tenía otra hija. No sabe quién es el padre.
«El señor me llevó a un hotel y me dijo que le hablase a inmigración o a la policía. Y dije, bueno, a lo que pasa eso las duermo a mis niñas para que estén tranquilas y pueda estar segura. (Los padrotes) no tardaron ni diez minutos en llegar. Rompieron la puerta de la habitación, me golpearon, me dejaron inconsciente… Se llevaron a mis hijas».
A ella la dejaron. Karina estuvo cinco meses sin ver a sus pequeñas. Para recobrarlas tuvo que pagar 200.000 pesos mexicanos (unos US$15.000).
Cuando le regresaron a sus hijas, la menor, de cinco años de edad, había sido violada.
«¿Sabe el dolor que es eso? Uno no es que soporte, no es que pueda más, simplemente sabía que lo que me estaban haciendo lo aceptaba por la vida de mis niñas. Pero mi hija… ella fue violada por no sé cuántos tipos».
«De todo esto ya ha pasado un año y mi hija no tolera que la toquen. Todas las noches se despierta llorando. Igual que yo. Le cuesta mucho trabajo aprender en la escuela. A veces siento que se va de este mundo. La siento ausente. Ella no puede expresarse. Yo no sé lo que siente… Pero cuando la veo sonreír para mí es un alimento, una tranquilidad verla que está allí, en mi vida».
XIII
Gracias al testimonio de Madaí, «Jorge» fue condenado a 20 años de prisión. Veinte más fueron añadidos por otro caso.
Madaí es ahora presidenta honoraria de Reintegra, una organización no gubernamental que trabaja con jóvenes rescatadas de las redes de la trata. También estudia derecho.
El «teibol» Cadillac fue cerrado en un operativo a fines de mayo de este año. Se detuvo a catorce personas: el gerente, meseros, personal de seguridad y boleteras.
Varias de las chicas que allí trabajaban, entre ellas Karina -que se presentó ante la Procuraduría cuando supo del allanamiento-, declararon en contra de los dueños y los empleados del lugar. Algunas se retractaron luego.
Karina no lo ha hecho. Ahora vive, en compañía de sus hijas, en un lugar secreto. Asegura que el taxista que la ayudó a escapar fue asesinado.
El proceso contra los catorce detenidos en El Cadillac sigue en firme, así como una extinción de dominio para el inmueble.
De esa manera, el infierno quizás tendrá una entrada menos.
Fuente: BBC México
Siga al corresponsal de la BBC en México y Centroamérica a través de Twitter en @JCPerezSalazar