La antropóloga canadiense Gabriella Coleman desentraña en una ambiciosa investigación las claves del movimiento ‘hacker’ y las historias de sus activistas
La cita se concertó usando un teléfono público, como en las viejas películas de espías, como en la nueva era de las comunicaciones vigiladas. Sabu, el influyente cabecilla de Anonymous, plataforma anónima de ciberactivistas, llevaba una temporada medio desaparecido, pero se mostraba dispuesto a verse en persona con Gabriella Coleman. Para no dejar ningún rastro cibernético del encuentro, pidió a la antropóloga canadiense, con la que solo se comunicaba en los foros secretos de Anonymous, que usara una cabina de teléfono pública. En aquellos días de septiembre de 2011, las calles que rodean Wall Street bullían con manifestantes que se sumaban al movimiento Occupy Wall Street, la ola de indignación de la Puerta del Sol ya había tocado el continente americano.
Quedaron en Chipotle, un diner situado en St. Marks’s Place, en Tompkins Square Park, antiguo punto caliente de la heroína en los noventa. Sabu llegó balanceando con aplomo su corpachón (“me reconocerás, le había dicho) y le tendió la manaza. Por unos instantes, Coleman temió que sus dedos quedaran aplastados
La cita con este personaje clave de la historia de Anonymous, el supuesto gran traidor, el soplón que redujo su condena poniéndose al servicio del FBI y vendiendo a varios de sus correligionarios, le sirvió a Coleman, una vez más, para derribar mitos. El neoyorquino de origen dominicano que tenía enfrente, un chico de barrio, con dos primas pequeñas a su cargo, procedente de una familia que trapicheaba con heroína, estaba en las antípodas de la prototípica imagen delnerd blanco, asocial y con granos que se encierra en un sótano oscuro frente a su ordenador para derribar el sistema. “Me pareció un personaje de película”, cuenta en conversación telefónica desde Montreal la investigadora canadiense. “Me cayó mejor al verle en persona, porque online era un cabrón arrogante”.
En Las mil caras de Anonymous: hackers, activistas, espías y bromistas (editado el 3 de febrero por Arpa Editores), Coleman (Caracas, 1973), considerada como una de las mayores conocedoras del fenómeno Anonymous en todo el mundo, destila el fruto de cinco intensos años de inmersión en los sinuosos laberintos de esta red de grupos de ciberactivistas interconectados. Esta profesora de la Universidad McGill, en Montreal, se mantuvo conectada a los foros secretos de la organización durante cinco horas al día a lo largo dos años y entró en contacto con algunos de los más significativos activistas de una plataforma impermeable cuyos miembros se comunican de forma anónima a través de foros secretos de complicado acceso.
“Tuve una relación cercana con algunos de ellos”, dice la antropóloga canadiense. “Los canales de chat y el anonimato hacen que te sientas muy cerca de la gente; precisamente porque no sabes con quién estás hablando, te cuentan cosas muy personales. A mí me pasó: no me decían cosas que pudieran ayudar a localizarlos, pero me hablaban de cuestiones existenciales, de la felicidad, de la depresión”.
Coleman narra a lo largo de casi 550 páginas, plagadas de aventuras, dilemas éticos, crípticos diálogos en chats secretos y vibrantes encuentros con los activistas que se esconden tras la máscara, la metamorfosis de un colectivo detrols tocapelotas que se convirtieron con el paso del tiempo en activistas políticos; nerds —frikis— que cambiaron la broma pesada y provocadora por una lucha por la transparencia, la libertad de expresión y los derechos humanos que en ocasiones les llevó a transgredir las leyes. Los objetivos de su lucha no dejan de evolucionar, son impredecibles: hace algo más de un mes, ni cortos ni perezosos, le declaraban la guerra al Estado Islámico.
Anonymous nació en 2008 como una plataforma anónima de “bromistas” que la emprendió con la Iglesia de la Cienciología. Su graduación política se forjó en los días calientes de WikiLeaks, a finales de 2010, con el ataque a las webs de Visa, MasterCard y PayPal por cortar el grifo de las donaciones destinadas a la plataforma de filtraciones. Una vis política que se reforzó con el activismo para contribuir al derribo del régimen del tunecino Ben Ali en el inicio de la primavera árabe, un episodio clave al que siguió el apoyo a los movimientos de indignados a lo largo y ancho del mundo.
El primer gran hackeo público de Anonymous, el de la firma de seguridad HBGary, se produce en 2011. “En este caso no fue por cuestiones políticas, sino por venganza”, afirma Coleman. HBGary iba a suministrar nombres de activistas de Anonymous al FBI y pensaron que había que parar aquello. Al hackear a la compañía estadounidense se encontraron con que ésta había propuesto a otras dos lanzar una campaña para desacreditar a WikiLeaks. “Esto les motivó para continuar hackeando a empresas de seguridad”. Los activistas ya no solo se dedicaban a lanzar ataques de denegación de servicio —DDOS, en inglés— para colapsar el acceso a una determinada web. Esa suerte de grafitis digitales daban paso a complejas operaciones de hacking.
En la operación HBGary, el periodista y miembro de Anonymous Barrett Brown, de 33 años, hizo las veces de portavoz ante los medios. Coleman, que relata en su libro sus interacciones con algunos de los más relevantes activistas de la plataforma, dice que Brown era un estratega que cometió el error de atraer la atención de la prensa en un movimiento que rechaza cualquier atisbo de personalismo, con lo que se ganó la enemistad de sus correligionarios. A principios de 2015, el juez Samuel Lindsay le condenaba a 63 meses de prisión por amenazas a un agente del FBI, obstrucción a una orden de registro y colaboración en el hackeo de la compañía de inteligencia y seguridad Stratfor. Poco después de conocer el veredicto, con ese espíritu sarcástico que caracteriza a Anonymous, declaró: “Buenas noticias. El Gobierno de Estados Unidos decidió hoy que, como he hecho tan buen trabajo investigando el complejo ciberindustrial, me envían ahora a investigar el complejo industrial de prisiones”.
El hacker que en realidad estaba detrás de la operación de la firma Stratfor es Jeremy Hammond, uno de los iconos del movimiento, condenado a 10 años de prisión. Un activista que se declara anarquista (lleva la A tatuada en el hombro izquierdo) y que, antes de ingresar en Anonymous, ya había sido arrestado ocho veces entre los 18 y los 28 años por participar en protestas políticas —en una de ellas quemó una bandera olímpica como protesta por la candidatura de Chicago 2016—. Coleman le conoció en el Metropolitan Correctional Center de Nueva York en septiembre de 2013, después de intercambiar durante un año misivas por correo postal —a Hammond le gustaba pegar los sellos siempre al revés—. “Al principio era un tipo que me asustaba, porque estaba siempre muy cabreado y era muy duro, demasiado radical”, explica Coleman. “Pero al conocerle me pareció increíblemente encantador, inteligente, tranquilo, divertido. Y yo respeto el hecho de que no pueda evitar comprometerse con la acción política”.
—¿Considera que su libro empatiza con Anonymous más de lo que usted deseaba?
—No. Creo que es honesto con lo que sentía en esos días. Decidí que quedara clara mi empatía. Creo que hay suficiente información como para que el lector pueda llegar a conclusiones distintas de las mías. Lo más peligroso hoy día es la gente que no hace nada. Y Anonymous tal vez no hagan siempre lo más adecuado, pero hay cosas que no funcionan en este mundo y hay que hacer algo al respecto.
Gabriella Coleman, que no utiliza teléfono móvil para no poder ser rastreada, atribuye su compromiso político al influjo de su madre. Hija de una refugiada de guerra rusa de origen venezolano y de un norteamericano, se crio en Puerto Rico, en un ambiente “privilegiado”, rodeada de niños que querían ser abogados o médicos. “Yo era una outsider”, cuenta. Mujer concienciada con la cuestión medioambiental, confiesa entre sonrisas que un día, en la escuela, organizó una colecta diciendo que era para Greenpeace cuando en realidad la destinó a una organización “más radical”.
Por Las mil caras de Anonymous desfilan otros destacados hackers como Mustafa al Bassam, alias Tflow, miembro de la ramificación LulzSec, hijo de una rica familia de iraquíes afincados en Londres que fue detenido a los 16 años —“un tipo muy brillante, desmontaba todos los estereotipos”— y que ha trabajado para la organización Privacy International; o Donncha O’Cearbhaill, irlandés que estudiaba Ciencias Químicas en la Universidad de Trinity, en Irlanda, y que, tras pasar por el Partido Pirata, trabaja en la organización Equalitie —“persigue los mismos objetivos”, dice Coleman, “pero por medios legales”—.
Coleman derriba el mito de que Anonymous funciona como una colmena en la que nadie tiene el poder. “Hay estructuras múltiples. En 2011, los hackers que fueron parte de Anonymous y luego de [sus ramificaciones] LulzSec y AntiSec acumularon tremendo poder y atención por sus operaciones de hacking”. Los medios siempre buscaban a un líder, pero se trataba de equipos divididos en función de distintas tareas: había estrategas, organizadores, agitadores, hackers. Algunos se conocieron en persona —hubo algún matrimonio—; muchos, como los integrantes de LulzSec, nunca se vieron las caras, cuenta Coleman.
Su libro ha sido alabado por la profundidad de su investigación, pero también ha recibido críticas por ser algo condescendiente con este movimiento. Ella sostiene que la posición del antropólogo, que debe acercarse todo lo que pueda al objeto de estudio, es distinta de la del periodista. Declara su identificación con algunas de las causas de Anonymous y su admiración por algunos de sus activistas. Lo que no le impide verter algunas críticas. “No me gusta nada cuando revelan información personal de ciudadanos que no tienen nada que ver con una operación, es una violación de su privacidad que también molesta a algunos miembros de Anonymous”. En la Operación BART liberaron información personal de clientes de la Bay Area de San Francisco; datos de familiares de Anthony Bologna, un policía que usó gas pimienta con dos jóvenes activistas. “Es pura venganza contra una persona, es peligroso, no es justo”. Entre las acciones más criticadas están algunos de sus errores, como la difusión de la identidad del policía que mató al joven Michael Brown en Ferguson (Misuri) y la difusión de la identidad de la víctima de una brutal violación por parte de los miembros de un equipo de fútbol americano en Steubenville (Ohio) en 2013. Los periodistas y medios también se equivocan, arguye Coleman. “Yo voy a apoyar a Anonymous y voy a apoyar el periodismo”. Y confiesa: “Yo estoy interesada en crear más activistas. Siendo la outsider que les señala con el dedo no consigo ese propósito. En eso he sido muy pragmática”.
FUENTE: http://cultura.elpais.com/cultura/2016/02/10/babelia/1455113806_848969.html?rel=lom