Maniaco-depresiva, egoísta, adicta a los amantes, violenta y llena de talento. Su relación con Olivier fue pasional y amarga, llena de episodios violentos. A los cien años de su nacimiento, redescubrirmos una vida más fascinante que la Scarlett O’Hara
«Fue una experiencia miserable». Laurence Olivier describía de esa forma lacónica el viaje de incógnito que realizó a Torremolinos en la Navidad de 1957 junto a su mujer, Vivien Leigh. La frase encerraba su frustración por el atraso de aquella España gris, pero en realidad sirvió de epitafio a una pasión que había sobrevivido 20 años.
Por entonces nadie hubiera dicho que solo tenía 47 años. A pesar de su deterioro físico, también fruto de una tuberculosis crónica, el talento seguía emergiendo entre la niebla de sus agudos episodios maniaco-depresivos.Sobre las tablas de los teatros seguía siendo la actriz que encandilaba al público, frente al que a menudo se presentaba tras un arduo trabajo de sus maquilladores para disimular las quemaduras que las descargas eléctricas dejaban en su frente.
«Durante mucho tiempo tuvo la habilidad para ocultar su verdadera condición mental. Conmigo no se tomaba esa molestia», confesó Olivier en su autobiografía. En efecto, el actor fue su amor desbocado, su paño de lágrimas y la mayor víctima de su ira y su egoísmo, que él pagaba con la misma moneda. Así lo relata José Madrid, autor de ‘Vivien Leigh, la tragedia de Scarlett O’Hara’ (T&B Editores), primera biografía en castellano de la estrella, escrita para conmemorar los 100 años de su nacimiento.
«Fue un matrimonio de competidores nacido desde la pasión –afirmó Madrid en la presentación del libro–. Ambos eran jóvenes y estaban casados cuando se conocieron. Sin embargo, también compartían la pasión por la interpretación y eso hizo que, en muchas ocasiones, se viesen como rivales». Sin embargo, Olivier no vio en ella a una competidora cuando, en 1936, fue a saludarla tras asistir a su representación teatral. Tan solo se dejó llevar por el elegante atractivo de Vivien y la penetrante mirada de sus ojos verdes.
Al año siguiente la amistad se transformó en romance durante el rodaje de ‘Five Over England’. Jill Esmond, la primera mujer de Olivier, se negó a concederle el divorcio. Tampoco lo aceptó Herbert Leigh Holman, el hombre que había llevado a Vivien al altar con 19 años. A los amantes no les importó: comenzaron a vivir juntos a pesar del escándalo. Claro que el glamour y la fama suelen ser bálsamos que reparan reputaciones dañadas en poco tiempo, de modo que los adúlteros pasaron a ser pronto la pareja de moda, precursores de lo que después serían Richard Burton y Elizabeth Taylor.
La estela del gran Olivier hizo aflorar la capacidad interpretativa de Leigh. El ‘Hamlet’ que en 1938 protagonizó en Londres junto a su pareja la consagró ante la crítica. Sin embargo, la noche del estreno, en el camerino del teatro, el actor percibió por primera vez los síntomas de su trastorno bipolar. Sin que mediara provocación, ella comenzó a gritarle y a insultarle para a continuación dejar su vista perdida en el vacío. Al instante pareció olvidar el incidente y salió a escena.
Los primeros síntomas
Su notoriedad crecía en paralelo a su etiqueta de actriz difícil para sus compañeros y directores. Caprichosa y pagada de sí misma, siempre lo quería todo, incluido el papel más deseado del mundo, el de Scarlett O’Hara. Por eso viajó a Los Ángeles en compañía de Olivier. Myron Selznick, representante en Estados Unidos del actor británico, se sintió fascinado por Vivien y la llevó a que conociera a su hermano David, el productor de ‘Lo que el viento se llevó’, que ya había descartado a más de 200 actrices: «Eh, genio, te presento a tu Scarlett», le dijo.
Fueron semanas de trabajo agotadoras, en las que sus desencuentros con Clark Gable resultaron sonados. Muchos miembros del equipo filtraban a sus contactos en la prensa que Leigh era una maníaca con problemas de relación, hasta el punto de que la actriz Olivia de Havilland tuvo que salir en su defensa, asegurando que era una profesional impecable y disciplinada. Sin embargo, lo peor para ella fue tener que estar separada de Laurence, que estaba trabajando en Nueva York. «Gatito, mi gatito. ¡Cómo odio el cine! ¡Lo odio! ¡Lo odio! Nunca más volveré a rodar una película”, le dijo en una conversación.
Hollywood la divinizó. Sin embargo ella apenas estaba interesada en lo que la meca de la vanidad podía ofrecerle. Tras recibir el Oscar dijo: «Yo no soy una estrella de cine. Soy actriz. Ser solo una estrella supone llevar una vida falsa, con valores falsos, viviendo para la publicidad». Por eso la única razón para participar en la mayoría de sus 19 películas fue el dinero. La gloria necesitaba sentirla cada noche en la piel, sobre el escenario, el hábitat natural de las auténticas divas.
De regreso en Inglaterra logró otro de su deseos: el divorcio. Olivier también lo obtuvo al fin. A cambio, los dos perdieron la custodia de sus hijos. Tarquin, el niño del actor, siguió manteniendo relación con su padre; Suzanne, la única hija que tendría Vivien, apenas convivió con la actriz. «Mi madre tenía muchas cualidades, pero la maternidad no era una de ellas», afirmó Suzanne años después.
De la felicidad a la crisis
La boda de la pareja más famosa de su época tuvo lugar en 1940. Eran envidiados, eran admirados… eran felices. Cinco años maravillosos en los que las peleas, que las hubo, no dejaban cicatrices. Hasta que durante el rodaje de ‘César y Cleopatra’ (1945) Leigh descubrió que estaba embarazada. Semanas más tarde perdía al niño. Además, la tuberculosis que le habían diagnosticado un año antes empeoró. Fue un terrible punto de inflexión en su estabilidad mental, que comenzó a afectar a su trabajo y a su matrimonio.
La bipolaridad la sumió definitivamente en una montaña rusa emocional de la que era incapaz de escapar. En los peores momentos buscaba alivio en al alcohol, los medicamentos y el sexo. Un desfile de amantes fue visitando su lecho, aunque el único que permaneció durante años fue el actor Peter Finch. Su marido conoció algunas de esas infidelidades, pero no quiso renunciar a Vivien.
En 1948 recorrieron Australia en una gira teatral de enorme éxito que en la intimidad se convirtió en un calvario. Los enfrentamientos entre ellos eran casi diarios; el peor ocurrió minutos antes de una función, cuando ella se negó a actuar. Delante de todos, Olivier la abofeteó; su mujer le devolvió el golpe, le insultó y subió al escenario como si nada. «En Australia perdí a Vivien», reconoció él.
Por el camino a los infiernos dejó momentos excelsos de su carrera profesional. En 1951 ganó su segundo Oscar interpretando a Blanche DuBois en ‘Un tranvía llamado deseo’, personaje que sintió propio porque compartía con ella la neurosis, la tristeza y la sensación de soledad.
Sobre el teatro seguía mostrando un talento singular que le llevó a ganar un Tony (1963), aunque sus ausencias por enfermedad y sus problemas con las compañías con las que trabajaba fueron haciendo de ella un mito del que casi todos se alejaban. Sin embargo, encontró en el actor John Merivale a un nuevo compañerotras romper al fin con el amor de su vida. «Yo cuidaré de ella», le dijo a Olivier.En efecto, más que su amante, se convirtió en su enfermero y su psicólogo, un refugio al que aferrarse durante sus últimos años.
Fue Merivale quien la halló muerta, tirada en el suelo de su casa, una tarde de julio de 1967, tras sufrir un agravamiento de su tuberculosis crónica. Tenía 53 años. Poco después, llamó a Olivier para comunicárselo. Él pidió el alta voluntaria en el hospital donde estaba siendo tratado de un cáncer de próstata para ir a velar el cadáver. En sus memorias, el actor recuerda que estuvo junto a ella «pidiéndole perdón por todo el daño que se habían hecho».
Fuente: http://www.mujerhoy.com/corazon/paparazzi/vivien-leigh-verdadero-infierno-760034012014.html