Es loable y signo de profunda sinceridad intelectual reconocer todo lo bueno que las diversas religiones han aportado a la humanidad a lo largo de la historia.
Sin embargo, como decía un filósofo con elegante sencillez: “Ni la religión se originó en la urgencia de asegurar la solidaridad social, ni las catedrales fueron construidas para fomentar el turismo” (Nicolás Gómez Dávila). La religión no es proyección idealizada de humanas aspiraciones, tampoco creativa invención de narrativas para promover el altruismo y la paz, ni mucho menos negocio rentable u opio para controlar a las masas.
La religión es entre otras cosas adoración. La religión es expresión profunda del estupor y del recogimiento de aquel hombre que se ha encontrado con Dios, llámelo este Trascendente u Absoluto. Y ese hombre se postra con temor reverencial porque se sabe delante de aquel Misterio tremendo y fascinante, a quien pertenecen los cielos y la tierra, el espacio y el tiempo. Y este hombre se arrodilla, ora pidiendo perdón, ora rezando y esperando, como insinúa la misma palabra religión, poder “religar” (unificar, enlazar de nuevo) aunque sea por un instante, el cielo y la tierra, para así reconciliarse con Dios, para así conseguir que todo vuelva a su paz, unidad y armonía original (si no ahora, al menos en el más allá).
En medio de esta experiencia es que al hombre se le revelan una serie de verdades que se configuran como un camino que recorrido con fidelidad conduce a esa vida de unidad y reconciliación que tanto anhela. Así suceden los hechos. De esto brota una cosmovisión con sus respectivos cultos, normas de conductas, aproximaciones hacia la vida, etc. No al revés. Por eso, al contrario de lo que nos plantea el video, nosotros no somos (ni seremos jamás) capaces de forjar con nuestras solas fuerzas lo que la trascendencia genera cuando irrumpe en nuestro mundo. Nunca podremos sustituir la religión. Y aquí no vale la paradoja del huevo y la gallina. Aquí lo primero es lo primero, y es aquello fundamental, es decir lo que nos viene dado desde lo alto. Lo que nos lleva a reconocer en cada hombre un hermano digno de respeto y amor incondicional; incluso si se trata de un enemigo. No nace de un acuerdo estipulado (aún si es una mejor economía o la mismísima sobrevivencia lo que está en juego). No. Una ética de tal calibre solo se configura como respuesta a la revelación de un Dios que se nos ha mostrado como Padre que ama incondicionalmente a todos.
Ni siquiera con nuestras aspiraciones prometeicas y la fuerza de nuestra pura razón, lograremos divinizar una vez más lo inmanente, reviviendo a aquellos vetustos titanes (que en realidad siguen vivos), aquellas “ideologías” (estatales, económicas, etc.) que prometen construir un paraíso
terrenal con la fuerza de manos visibles e invisibles, pasando a llevar a todo aquel que se interponga ante sus pasos. Ante ellos tendremos que inclinar una vez más la cabeza para donarles nuestra voluntad. Y sabemos bien dónde acaba esta historia.
Nosotros no somos (ni seremos jamás) capaces de forjar con nuestras solas fuerzas lo que la trascendencia genera cuando irrumpe en nuestro mundo.
No podemos construir el mundo secular con sustitutos de religión, esto no representa ningún reto para el ser humano, pues simplemente es inalcanzable. Ésta es la estrategia de la modernidad: no pelear con la religión, sino vaciarla y sustituirla. El humanismo sin trascendencia es un humanismo antihumano que tarde o temprano se construye dioses humanos. Esos que acaban luchando contra el hombre mismo. Tenemos que tener cuidado de creer que nosotros podemos construir e igualar, desde nuestra ética humana, los valores que provienen de Dios y prescindir de Él para alcanzar nuestra felicidad plena.
El Cristianismo, muy por el contrario, no sólo profesa una revelación que le viene de lo alto, sino que además tiene la escandalosa pretensión de afirmar que las verdades que se revelan, el camino a seguir que se configura y la vida verdadera que se promete, confluyen y se encarnan en una persona concreta. Este evento que desafía toda la lógica e imaginación humana, paradójicamente se adjudica por ello un particular beneficio de credibilidad. Eso sí que no se construye, ni se inventa. ¿A quién se le hubiera ocurrido semejante chifladura? ¿Quién en su sano juicio afirmaría que Dios salva con la impotencia, que su triunfo presupone el fracaso, que su amor es misericordia que se encarna, desciende y muere por todos, enemigos incluidos y luego resucita para colmar todo y a todos con su presencia de amor? “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Eso no se inventa. Por eso la venida de Cristo ha dividido en dos la historia y su fuerza transformante fue, es y será definitiva; no pasará… y ya no habrá vuelta atrás. No necesitamos inventarnos nada nuevo, sino volver a encontrarnos con el Dios vivo.
Acabo con una sugerente cita del entonces Cardenal Ratzinger que viene al caso y me parece que resume lo dicho antes. Decía en su libro Introducción al Cristianismo: «En relación con el mensaje de amor del Nuevo Testamento se tiende hoy día a disolver el culto cristiano en el amor a los hermanos, en la co-humanidad, y a negar el amor directo a Dios o la adoración de Dios. Se afirma la relación horizontal, pero se niega la verticalidad de la relación inmediata con Dios. No es difícil ver, después de lo que hemos afirmado, por qué esta concepción, tan afín al cristianismo a primera vista, destruye también la concepción de la verdadera humanidad. El amor a los hermanos, que quiere ser autosuficiente, se convertiría en el supremo egoísmo de la autoafirmación. El amor a los hermanos negaría su última apertura, tranquilidad y entrega a los demás, si no aceptase que este amor también ha de ser redimido por el único que amó real y suficientemente; a fin de cuentas molestaría a los demás e incluso a sí mismo, porque el hombre no sólo se realiza en la unión con la humanidad, sino ante todo en la unión del amor desinteresado que glorifica a Dios. La adoración simple y desinteresada es la suprema posibilidad del ser humano y su verdadera y definitiva liberación».
Fuente: catholic-link