Pensemos un momento qué significa la Navidad en la historia del arte. Cómo ha alimentado
la inspiración de los más grandes maestros del espíritu: recordemos tan solo los Sermones de Navidad de san León Magno. El Nacimiento del Redentor ha dado origen a música culta y popular ‑Stille Nacht, Tu scendi dalle stelle, Adeste fideles…‑, y en el Occidente cristiano ha venido a ser la fiesta más esperada.
Pensemos también en el cúmulo de detalles que rodean aquella escena tan esencial; por ejemplo, el buey y el asno. Parecería algo intrascendente, circunstancial. Pero de este detalle navideño podemos extraer hoy lecciones de fe y de amor.
El asno estaba consagrado en Grecia a Ares, a Dionisio y a Apolo Hiperbóreo. La burra de Balaam había salvado con sus palabras al profeta, más sabia que el sabio. Ochos, rey de Persia, colocó un asno en el templo de Fta e hizo que se le adorara. Pocos años antes de nacer Cristo, Octaviano, descendiendo hacia su flota la víspera de la batalla de Azio, encontró a un asnero con su burro. El animal se llamaba Nicón (el Victorioso), y después de la batalla, el emperador hizo levantar un asno de bronce en el templo para que recordara el triunfo.
Reyes y pueblos se habían inclinado hasta entonces ante animales. Con Jesús acabaría la adoración de la bestia, y quizá por eso sus iniciales adoradores ‑luego de María, José y los pastores‑ fueron precisamente un buey y un asno.
Orígenes, en el siglo III, remitía a un pasaje de Isaías (1,3): Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo. Los Padres griegos encontraron curiosos simbolismos, como Gregorio Nacianceno que dijo: “Entre el joven toro (buey) que está apegado a la ley judía, y el asno que está gravado por el pecado de la idolatría pagana, yace el Hijo de Dios que libera de ambos pesos”. Para Francisco y su pesebre de Greccio, los dos animales vienen a ser expresión de la adoración y el gozo cósmico por el nacimiento del Salvador de todas las cosas.
Yéndonos al sentido espiritual, podemos pensar que la presencia de esos animales tiene que ver con el calor que pudieron proporcionar al cuerpo ternísimo de Jesús. No nos molestará equipararnos a ese par de bestias, pues lo mismo debería encontrar Jesús en nuestros corazones. También debemos poner fuego en ellos: nuestros cuerpos son el pesebre sucio, vacío, humilde, pero caliente. Lo único que lo calienta es el amor; no quiere más, no necesita más.
¡Si precisamente eso es lo que vino a buscar al mundo, si por amor eligió lo más despreciable! Calentemos, pues, la morada con nuestros corazones, aunque de pronto se desprenda el mal olor de nuestra miseria. María y José perfumarán aquel lugar ‑así como los campesinos usaban los sahumerios, flores secas y hierbas olorosas que aligeran los ambientes cargados‑, y el olor virginal de esas dos almas perfumará nuestra gruta.