Es curioso cómo muchas personas piensan que la felicidad es algo reservado para otros.
Corremos el peligro de pensar que la felicidad es como una ensoñación que no tiene que ver con el vivir ordinario y concreto. La relacionamos quizá con los grandes acontecimientos, con disponer de una gran cantidad de dinero o tener un triunfo profesional o afectivo deslumbrante, o protagonizar hazañas extraordinarias, y no suele lograrse con eso.
La prueba es que la gente más rica o poderosa, o más atractiva o mejor dotada, no coincide con la gente más feliz.
¿Eso no es un tópico algo antiguo? Como si para ser feliz hubiera que ser pobre, miserable y desafortunado.
De entre los pobres, miserables y desafortunados, unos son felices y otros no. Y entre los ricos y poderosos, los hay también felices e infelices; para verlo, basta con echar una ojeada a las revistas del corazón.
Eso demuestra precisamente que la felicidad y la infelicidad provienen de otras cosas, de cosas que están más en el interior de la persona. Conviene pensarlo y hacérselo pensar a los jóvenes, ahora que están trazando sus planes de futuro.
Chéjov decía que la tranquilidad y la satisfacción del hombre están dentro de él mismo y no fuera. Que el hombre vulgar espera lo bueno o lo malo del exterior, mientras que el hombre que piensa lo espera de sí mismo.
Muchas veces sufrimos o nos embarga un sentimiento de desánimo o de agobio, o de fatiga interior, y no hay a primera vista una explicación externa clara porque no hemos tenido ningún contratiempo serio, ni tenemos hambre, ni sed, ni sueño, ni nos falta la salud ni las comodidades que son razonables.
Son dolores íntimos y si investigamos, llegamos a descubrir que están causados por nosotros mismos. Muchas de las quejas que tenemos contra la vida, si nos examinamos con sinceridad y valentía, nos damos cuenta de que provienen de nuestro estado interior, de cosas muy secundarias, del egoísmo.
Pasamos penas grandes por contrariedades mínimas. Cuántas veces, por ejemplo, una persona puede estar decaída y desalentada, con una tristeza que le dura a lo mejor varias horas o varios días, simplemente porque su equipo, al que sigue con tanta pasión, ha perdido tontamente un partido de futbol, o por pequeños y tontos contratiempos del lugar de trabajo o de la clase. O por esos disgustos familiares que también empiezan por una tontería. Suelen ser cosas pequeñas que, por separado, se entiende que no deberían producir tanto disgusto.
Piensa en las causas. Piensa si esa infelicidad puede provenir de acostumbrarse a ver con tanto dramatismo las pequeñas derrotas personales. Derrotas, además, que con el paso del tiempo y vistas en el conjunto de la vida, pueden resultar victorias.