Ahora que soy adulto y que soy resultado de lo que aprendí en casa, me di cuenta de que a mi mamá no le importaba.
Cuando le dije que quería ser mago, solo sonreía y decía: “Sé mago”. En una visita al teatro me impresionó ver cómo parecía que los bailarines volaban al compás de la música. Le expresé que quería ser bailarín y ella con ternura decía: “Sé bailarín.”
A los 14 años fui testigo de una injusticia y de cómo mi padre, abogado, defendía el caso. Decidí que quería ser abogado. Mi madre me dijo: “Sé abogado.”
A los 16 asistí a una conferencia para jóvenes sobre el valor del ser humano, de la lucha y el esfuerzo. En ese momento, susurré al oído de mi madre que quería ser motivador. Ella me dijo: “Sé motivador.”
A los 17 me impactó una tragedia nacional, pasé muchas noches deseando poder hacer algo por la gente herida y desconsolada. Le dije a mi madre que sería médico, y abrazándome, me dijo: “Sé médico.”
A los 18 debía elegir una carrera. Hablé de lo que me apasionaba, lo que no me agradaba, a oportunidad de trabajo, los sacrificios que implicaría, el costo de los estudios y el temor de tomar una decisión incorrecta. Mi madre, haciendo alguna reflexión ocasional, me dijo: “Sé lo que quieras, pero sé feliz.”
Ahora que soy un adulto enamorado de mi vida y de mi ocupación comprendo que a mi mamá no le importaba si yo decidía ser mago, bailarín, abogado, motivador o médico. Ella, con su sonrisa cómplice, me transmitía su orgullo y apoyo. Entendí que a través de la vida vas descubriendo tus talentos. Se despiertan con emociones, con ilusión e incluso con duras experiencias, para encontrar finalmente lo que en verdad quieres ser.
Hoy, cada mañana bendigo a mi madre, agradezco mi trabajo y sonrío al espejo, prometiéndome que este día seré el mejor en lo que hago, pues soy feliz siendo quien soy. Por cierto, soy sacerdote.