Cualquiera que haya leído mi columna sobre la abstinencia en “Fox News Opinion” puede adivinar que mi matrimonio es algo que he esperado con ganas durante un tiempo. Ya después de casarnos a finales de agosto, puedo decir, sin ninguna duda, que era todo lo que esperaba y por lo que rezaba desde niño (también rezaba por ser mordido por una araña radioactiva y así desarrollar manos pegadizas, pero… sí, era un tonto).
Déjame decir, como prefacio de esta columna, que mi esposa –tuve que acostumbrarme a decir esto– y yo, no sólo nos contuvimos sexualmente: tampoco nos fuimos a vivir en unión libre. Y, lo más importante, nos cortejamos de una manera coherente con nuestros valores –públicamente profesados.
Lo hicimos bien
¿Sentirnos juzgados? No me importa en lo más mínimo. ¿Sabes por qué? Porque nosotros dos fuimos juzgados durante toda nuestra relación. La gente se reía y burlaba de la ingenua pareja cristiana, joven e ingenua. Decían que no llegaríamos a casarnos sin antes tener relaciones, y, en caso de lograrlo, nuestra noche de bodas sería rara, embarazosa y detestable.
La gente no podía estar más equivocada. Viendo el pasado, pienso que las mujeres que lo decían se sentían las “fulanas” que eran últimamente, y los hombres –que con su “hombría” se detenían en sus patéticas conquistas sexuales– se sentían amenazados.
No escribo esta columna para pavonearme, sino para ser altavoz de todas las parejas jóvenes que han hecho las cosas de la forma correcta. Cuando la gente se casa bien, no se queja tanto; por eso, sus voces son silenciadas por la chusma de charlatanes promiscuos que promocionan su mundo “progresista” patético.
Nuestro matrimonio fue perfecto. La noche no se quedó corta en asombros. Esto lo escribo en un avión que se dirige a un paraíso tropical, al lado de la mujer más hermosa con quien se puede andar en la tierra. Sé que todos dicen que su novio o esposa es la más hermosa. Se equivocan: yo gano.
Me gustaría, sin embargo, contarles una historia de la mañana después del matrimonio: se traduce en una de las experiencias más deslumbrantes que he tenido.
Mi esposa –recuerdo, no me acostumbro a decirlo– y yo bajamos a desayunar en el sitio donde pasamos la noche. Comentábamos sobre lo excitante que resultaba empezar una vida juntos y, a la vez, lo “escalofriante” que parecía: todo era tan diferente. Mientras estábamos en la mesa, escuchamos a la mesa vecina que hablaban sobre una boda de la noche anterior. ¡Qué coincidencia!
-“La cosa es que nada ha cambiado en realidad.” -dijo la recién casada.
Mi esposa, perpleja, preguntó: “¿Se casaron anoche? ¡Nosotros también!”.
-¡Felicidades! -dijo la otra-. Sí, lo hicimos.
-¿Dónde está el esposo? -preguntó con inocencia mi mujer.
-Oh, está durmiendo. No había forma de que bajara conmigo a desayunar esta mañana -se detuvo y sonrió-. Digamos que tuvo un dolor de cabeza prolongado después de pasar un buen rato anoche.
Mi corazón se hundió. Un “buen rato” era terrible. Sin disfrutar de la compañía de familiares y amigos lejanos –casi perdidos–; sin mirar con asombro a su esposa; sin querer sumergirse en cada destello de sus ojos, cuando ella le disparaba con su mirada desde la pista de baile; sin tomarse las típicas fotos mientras partían el pastel de la boda; sin llevarla a ella al umbral de la habitación, mientras se acercaban nerviosamente. Nada, él no recordaría nada. En vez de eso, terminó con una resaca. Él era “ese chico”… en su propia boda loca.
Caí en la cuenta de algo: nuestro matrimonio fue verdaderamente un evento que no se daría nunca más en la vida. Fue una celebración a los ojos de Dios, de dos vidas separadas que se convertían en una: física, emocional, financiera y espiritualmente. Todo lo que nos hacía individuos se unió con el matrimonio. Nuestra familia vino desde lejos –desde largo y ancho– para celebrar la decisión de dos jóvenes que realmente se comprometían –se entregaban– el uno al otro, de una forma que nunca lo habían hecho.
¿Los de al lado? Simplemente tuvieron una fiesta grande y, la mañana siguiente, una resaca.
Nuestros matrimonios fueron el mismo evento sólo en nombre. Lo sabíamos, lo sabían.
Haz el tuyo correctamente. Si eres joven y piensas que deberías entregarte ya y convertirte en un compañero o compañera sexual, hazlo como el “mundo” dice que se debe hacer. Si piensas que debes esperar, y con eso, las burlas, además de lo difícil que es contenerte por tu futura esposa o esposo, déjame decirte –sin sombra de duda– que lo hagas. Tu matrimonio puede ser el día –y la noche– más memorable de tu vida, o simplemente una fiesta más.