Su verdadero nombre era Andrei Friedmann. Este 22 de octubre se cumplen ciento dos años de su nacimiento en Budapest en 1913, el mismo día del año que otro gran periodista, John Reed, nacido en 1887. De nuestro protagonista se ha destacado su trabajo fotografiando el desembarco de Normandía, la liberación del sur de Italia y por supuesto la guerra de España y su emblemática foto del miliciano. También la tragedia de la muerte de su compañera Gerda Taro y la fundación de la agencia Magnum junto con los mejores fotógrafos de la época. Lo que pocos conocen es la picardía, el humor y la bohemia que rodeó su vida. La picaresca va tan unida a la vida del fotógrafo que hasta forma parte de la historia de su nombre. Como es sabido, junto con su compañera, adoptaron el nombre de Robert Capa para presentar sus fotos como las de un prestigioso profesional estadounidense. Desde ese momento se multiplicó el precio de las fotografías.
Su excentricidad era recordada por todo sus amigos. Desde su juventud, ante la masiva presencia en su casa de operarios y clientes del negocio de sastrería de la familia, se acostumbró a utilizar la bañera como refugio ideal y aislado para la lectura. Ya durante toda su vida dedicaría un par de horas diarias a leer en la bañera. Y, cuando vivía en el hotel Bedford, en Nueva York, dejaba la puerta abierta todas las mañanas para que sus amigos entraran a darle conversación mientras él pasaba sus largos ratos en el agua. Otra anécdota de su época juvenil fue la idea de tirar cubos de agua fría a las calles de Berlín durante el invierno de 1931-32 para que, al helarse el día siguiente, cuando desfilaran los nazis resbalaran con sus botas de tachuelas e hicieran el ridículo.
La osadía de Capa iba acompañada de una tremenda capacidad de empatía que fue una constante en toda su vida y le sirvió para ser querido por sus amigos y, al mismo tiempo, para conseguir éxitos profesionales que otro fotógrafo nunca habría logrado. Un ejemplo que muestra su capacidad de entablar amistad y ganarse simpatías sucedió en agosto de 1938 en el sur de Francia, cuando todavía era un desconocido. Pidió prestada la motocicleta a un amigo, dobló una esquina demasiado rápido, chocó contra un muro, saltó por encima y terminó cayendo ileso en la terraza de una vivienda donde los propietarios estaban tomando el té. Les cautivó con su desparpajo e intimó tanto con ellos que acabó quedándose un par de días mientras le reparaban la motocicleta.
Su audacia y su extroversión le fueron muy útiles para el trabajo. En una ocasión se encontraba en la localidad francesa de Cherburgo, donde había llegado con los estadounidenses tras el desembarco de Normandía. Allí habían logrado el primer prisionero alemán de alto rango, el general Von Schilieben. Capa quería fotografiarlo pero el alemán se negaba, se da la vuelta y le dice a su ayuda de campo que le aburría toda esa idea estadounidense de la libertad de prensa. Capa, más soberbio todavía, le responde en alemán: «Y yo me estoy aburriendo de fotografiar generales alemanes derrotados». El militar alemán se enfada y se vuelve hacia Capa indignado. «Yo aproveché para hacerle la foto. No pudo salir mejor.», escribiría después Robert Capa.
Las anécdotas sobre su atrevimiento y temeridad son numerosas. En una ocasión, viéndose en Argel ante la inminencia de una ofensiva aliada desde allí hacia la Italia fascista y sin contar con ninguna publicación que le contratara ni contacto para incorporarse a la operación, se encuentra en el baño con un fotógrafo de guerra que llevaba varios meses entrenándose para saltar en paracaídas al día siguiente con los soldados y sufría una diarrea que le impedía incorporarse a la misión. Sin pensarlo dos veces, Capa, que nunca había saltado en paracaídas, se ofrece para sustituirlo: «Todo lo que sabía sobre saltos de paracaídas era que tenía que lanzarme desde la portezuela con el pie izquierda, contar 1.001, 1.002, 1.003…, y si mi paracaídas no se abría, tirar de la anilla para que saltara el de emergencia. Estaba demasiado agotado para pensar. De todos modos, no quería pensar, así que me quedé dormido».
En otra ocasión, encontrándose a tan solo dos millas del París que se estaba liberando de la ocupación nazi y sin que los militares aliados le permitieran pasar, descubre que la tripulación de un tanque habla con acento español y lleva pintada en la torreta la palabra «Teruel». Se dirige a ellos y les chapurrea en español: «¡No hay derecho a que me impidáis seguir adelante! Soy uno de vosotros, yo mismo participé en aquella batalla helada y feroz!» Huelga decir que los españoles que conducían el tanque le invitaron a subir.
Capa nunca alardeaba de valor a pesar necesitarlo para conseguir muchas de sus fotografías: «Todas las ventanas me miraban a los ojos y yo intentaba agazaparme aún más tras mi arbusto. Tenía la espalda helada y la maravillosa vista me parecía odiosa. (…) Allí, tirado como una colilla sobre un suelo gélido, entre dos líneas de fuego, sólo tenía dos alternativas: pasar miedo boca arriba o pasar miedo boca abajo».
Su heroica presencia entre los soldados que desembarcaron en Normandía, que habría sido motivo de alarde para cualquier periodista incluyó comentarios como éste: «Simplemente, me incorporé y corrí en dirección a la barcaza. Me metí en el mar entre dos cadáveres; el agua me llegaba al cuello. La revuelta marea me golpeaba el cuerpo y las olas me abofeteaban la cara por debajo del casco. Sostuve la cámara por encima de mí y de repente caí en la cuenta de que estaba huyendo».
En una persona con el desparpajo y la resolución de Capa no podía faltar el sentido del humor. Como en una ocasión en la que harto de la Segunda Guerra Mundial escribió: «Esta guerra era como una actriz madura: cada vez más peligrosa y cada vez menos fotogénica». O cuando elegía para volar el avión dirigido por el piloto que la noche anterior hubiera ganado al póker porque suponía que tenía más interés por la vida para disfrutar las ganancias. En otra ocasión cuenta de esta forma su primer aterrizaje en paracaídas en Túnez en la Segunda Guerra Mundial: «Pasé el resto de la noche colgado del árbol, sufriendo en los hombros todo el peso de mi cuerpo. El general tenía razón, aquello no era natural. Oí muchos disparos a mi alrededor. No me atreví a pedir ayuda. Con acento húngaro, podía recibir un disparo de cualquiera de los dos bandos. Cuando llegó la mañana, los paracaidistas me localizaron y me bajaron cortando las cuerdas del paracaídas. Me despedí de mi árbol: nuestra relación había sido íntima, pero demasiado larga».
Su pasión por la acción y los momentos cumbre le llevó a deducir que el momento de la victoria militar era visualmente aburrido: «Tomar fotos de una victoria es como hacerlo en una boda diez minutos después de que se hayan marchado los novios». Incluso en los acontecimientos más peligrosos no le faltaba el humor. A punto de desembarcar con las tropas en Normandía, donde era seguro que morirían muchos de ellos y cuando todos escribían cartas de despedida a sus familiares, Capa contaba: «Me engancharon por el cuerpo una máscara antigás, un salvavidas hinchable, una pala y algunos otros artilugios, y yo añadí mi muy caro Burberrys, que llevaba doblado sobre el brazo. Era el invasor más elegante de todos».
La mayoría de las citas textuales proceden el libro escrito por el propio Robert Capa Ligeramente desenfocado, Madrid, La Fábrica Editorial, 2009.
Pascual Serrano es autor del libro Contra la neutralidad. Tras los pasos de John Reed, Ryszad Kapuscinski, Rodolfo Walsh, Edgar Snow y Robert Capa. (Península)