Cada vez que un compañero de escuela o un amigo me preguntaban por mi padre, yo los distraía con algún comentario. Me convertí en un experto en el artilugio que encubría la verdad: yo no tenía padre. Y si lo tenía, jamás se había interesado por mí. Prefería imaginar que ignoraba mi existencia antes de admitir que yo le era indiferente.
¿Cuánto supe de él en toda mi vida? Muy poco, casi nada. Esa información escasa para mi curiosidad de niño nunca fue satisfecha. Los encargados de dármela eran mis abuelos maternos, con quienes me crié. Ellos fueron mi familia, mi sostén, mi referencia. Sin embargo, nunca quisieron que yo los considerara mis padres, aunque de hecho ejercían ese papel con creces.
Mi madre me tuvo soltera. ¿Qué significaba eso para mí? En primer lugar, la ausencia de alguien a quien llamar “mamá” porque al poco tiempo de nacer, ella me dejó al cuidado de mis abuelos. Ellos, mi hermano y yo vivíamos en una pequeña ciudad de Corrientes llamada Saladas, a cien kilómetros de la capital. Mi madre, en cambio, había ido a trabajar al Chaco, como empleada en una casa de familia adonde no podía llevarnos.
Mis primeros recuerdos infantiles son borrosos, inciertos. Sé que sin darnos explicaciones, cuando yo tenía cinco años, mis abuelos decidieron que nos mudáramos a la provincia de Buenos Aires, a Burzaco. Hoy sigo viviendo en la provincia, pero en Ciudad Evita, con mi esposa y mis hijos.
Fue en Buenos Aires donde conocí a mi madre. Ella también había venido a instalarse en esta zona, en busca de mejores oportunidades laborales, aunque nunca mantuvo un contacto fluido con nosotros. Nunca desarrollamos un vínculo con ella. Por eso, durante toda mi escuela primaria jamás dejó de extrañarme ver su nombre y apellido en las planillas y los boletines, como si hubiera sido ella y no mis abuelos los responsables de mi educación. Junto al casillero con sus datos figuraba, vacío, el correspondiente a mi padre. A veces, dos rayas horizontales reemplazaban ese nombre que yo desconocía.
Por entonces, soporté la vergüenza de no poder responder cuando mis compañeros me preguntaban por mi padre. El dolor que eso supuso para el niño que yo era se transformó con el tiempo en bronca y en rencor. Durante mi adolescencia y juventud me afirmé en la convicción de que si mi padre nunca había querido saber de mi existencia, yo le pagaría por el resto de mi vida con la misma moneda de indiferencia.
Me enteré de su nombre gracias a mi abuela, que alguna vez lo mencionó: Francisco Antonio Diez. Cerca estuve de olvidarlo por completo, enterré en mi memoria ese dato como cualquier cosa referida a él. Sin embargo, hubo un hecho ocurrido a los nueve años, que quedó en mí marcado a fuego. Mi abuela iba a viajar a Corrientes para visitar a los parientes que teníamos en Saladas y, extrañamente, me pidió que le escribiera “una esquelita” a mi papá y que le adjuntara una foto mía.
La esquelita la recuerdo bien: le daba noticias de mi desempeño escolar y le pedía una pelota de fútbol, como si de Papá Noel se tratara. Foto papel no tenía, pero en la escuela nos habían tomado una que podía verse como una diapositiva individual, a través de una pequeña lente en un dispositivo de plástico negro, muy común por los años 60. Me desprendí de ella y se la mandé, pero nunca recibí nada a cambio.
El tiempo pasó y pasó la vida: me casé y con mi mujer, Telma, tuvimos cuatro hijos en quienes volqué todo el amor de padre que el mío me había negado. Formé mi propia familia y me sentí orgulloso de haber superado mi triste experiencia. La muerte de mis abuelos dejó un vacío importante pero tuve la suerte de contar con un suegro que supo llenarlo y que encarnó en todo sentido la figura del padre faltante.
Quizá por eso él nunca dejó de insistir, junto con mi mujer, para que cerrara la herida abierta que significaba aquella ausencia. Con delicadeza, los dos me instaban a que lo buscara y tratara de conocer su historia para que yo pudiera dar por concluido ese capítulo doloroso de mi vida. A tal punto seguía lastimándome que nunca les dije a ninguno de los dos el nombre de mi padre. Sin embargo, mi mujer no se resignaba a esa ignorancia.
A fines de los 90, mi madre cayó enferma y Telma se ofreció a cuidarla. En esa oportunidad, mi mujer obtuvo a la par del nombre anhelado que yo casi había olvidado, otra valiosa información: que mis abuelos paternos, dueños del almacén de ramos generales a pocas cuadras de mi casa natal, estaban empeñados en reconocerme y criarme. Y que ese había sido el motivo por el que intempestivamente nos mudamos a Burzaco.
En 2010, Telma y yo cumplimos 30 años de casados y mi suegro, los 80. Para agradecer esos aniversarios que nos parecían significativos y la exitosa operación de cataratas de mi suegro, nos habíamos dispuesto a viajar al santuario de la Virgen de Itatí. Ibamos a ser tres, pero fuimos dos, porque mi suegro falleció unos meses antes del viaje. De regreso, hicimos noche en Saladas para saludar a los parientes. Tíos y primos nos recibieron y a medida que se iban sumando, agrandaban la ronda del mate. En el intercambio de noticias mutuas, una prima y luego otra deslizaron el comentario: “¿Sabés que tu papá te anda buscando?”. Creo que bajé la cabeza para dejarlo pasar y evitar el cruce de miradas. Telma, en cambio, siempre atenta, advirtió en ellas algo así como el resquebrajamiento de un silencio compartido. Sólo me dejó tranquilo cuando consiguió convencerme de ir hasta lo de “Pancho”.
Nos separaban unas pocas cuadras. Yo esperé sentado en el auto mientras ella golpeaba las manos frente a la casa de la que salió una mujer para volver a entrar de inmediato.
Y entonces lo vi. Alto y muy erguido, traía en la mano una cuchilla manchada seguramente con la misma sangre que le había dejado marcas en la camisa. Se acercó hasta el auto y me miró. Sin una palabra, se dio una palmada en la frente y volvió a entrar en la casa apresuradamente. Telma me apuró: “vámonos, que nos mata”; yo no podía responderle ni reaccionar, me había quedado inmóvil.
Mi padre reapareció sin la cuchilla, agitando con vehemencia la fotito que yo le había mandado. Se acercó hasta donde estaba y me lanzó: “Ingrato, nunca me buscaste”. La cara se le contrajo en una mueca de tristeza. Nos abrazamos.
En segundos, la tensión del momento se diluyó. Nos invitaron a pasar disculpándose por el extraño recibimiento. La sangre que tanto nos había impresionado era del cerdo que estaban carneando en el fondo de la casa.
¿Puede el sentimiento de familia establecerse entre dos extraños que no se conocieron por más de cincuenta años? Parece obra de un milagro, pero así fue. Ese hombre al que no recordaba haber visto era mi padre y como tal lo acepté de inmediato.
El tiempo apremiaba, aquel día era viernes y el sábado temprano debíamos emprender el regreso. Media hora después de haber llegado a su casa, nos tomábamos nuestra primera foto juntos. Mi padre y yo abrazados, como si ese gesto hubiera sido habitual y el largo de nuestros brazos siempre hubiera contenido su hombro, mi cintura. Sonreíamos de emoción, de reconocimiento, de alivio, como quien llega al final de un camino largamente transitado.
Las cosas que todavía no nos animábamos a decirnos entre nosotros –rasgo de familia: los dos somos bastante parcos– corrieron por cuenta de las mujeres: Telma, por mi lado, y Negrita, su mujer, por el suyo. Así nos fuimos enterando de la parte de la historia que le faltaba a cada uno y que formaba el pacto de silencio que había establecido mi familia materna.
De lejos, él me había visto crecer: su hijo era ese niño que solía ir con uno de mis tíos hasta el almacén de sus padres. Pancho y mi madre eran muy jóvenes cuando yo nací. Ellos no llegaron a formar una pareja. Sin embargo, él estaba atento y más aún sus padres, que querían darme su apellido y hacerse cargo de mí. Allí chocaron con la oposición de mis abuelos maternos que, sin dudarlo, resolvieron el traslado a Buenos Aires. Fue así como perdió mi rastro. Cumpliendo el mandato de mis abuelos, la parte de la familia que quedó en Saladas se negó a darle noticias sobre nuestro destino. O se las daban pero a la manera de pistas falsas.
Mi padre siempre fue agricultor. Lo sigue siendo y eso lo mantiene sano y jovial. Puedo descubrir en su cara y en su aspecto el hombre guapo que fue y por el que, dicen, suspiraban todas las jóvenes del pueblo. Desde joven, siembra y cosecha sandías. Con la intención de buscarme en Buenos Aires, viajaba para venderlas en el Mercado Central. Todavía me da escalofríos pensar lo cerca que estuvimos de encontrarnos. La casa donde vivimos con Telma desde que nos casamos está a unos pocos kilómetros del Mercado. Pero mi padre me buscaba en Once: le habían dicho que yo era policía y trabajaba en esa zona. Y así sucesivamente. Nuestra historia fue una larga cadena de desencuentros intencionales. No soy policía y nunca viví en Once.
Tengo edad y nieto propio para entender a mis abuelos. Tuvieron miedo de que si mi madre estaba ausente, me criara mi padre. Y ellos me perdían. Me amaron, pero se equivocaron. No pudieron ponderar la importancia que para mí, como para cualquiera, tiene el origen, la identidad, la filiación. Me gusta pensar que eso se lleva en la sangre y que cuando uno se reencuentra con su propia sangre, todas las barreras ceden.
Eso fue lo que nos pasó; entre mi padre y yo el diálogo, el trato, el afecto fueron mutuos e inmediatos. Y también la manera como se reanudó la relación: un par de meses después volví con dos de mis hijos a visitarlo. Nos esperaba con un gran asado y el resto de la familia que quería presentarme. Siendo un hombre de más de 50 años, me costaba disimular las lágrimas cada vez que él decía con orgullo “Este es mi hijo”.
Desde ese primer encuentro han pasado cinco años durante los que la comunicación ha sido fluida. Tuve la suerte de que viniera a conocer a mis hijos –sus nietos–; de acompañarlo a ver por primera vez el mar. Recurrió a mí cuando Negrita se enfermó y estuve a su lado cuando ella murió.
A veces creo que, quizás, haya habido siempre un vínculo invisible pero poderoso entre mi padre y yo, aun sin conocernos. O tal vez los dos encontramos una sabiduría y un amor que ignorábamos. No lo sé. Sí estoy seguro de que hoy no estamos solos.
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Mario Héctor Lugo. Hombre afable y tranquilo, Mario es empleado administrativo en el área de Recursos Humanos en una fábrica de cables instalada en el barrio de Mataderos, en Capital. Está casado con Telma –ella se desempeña como técnica en Farmacia en el Hospital del Niño de San Justo– y tienen cuatro hijos. Están felices: hace apenas tres meses llegó el primer nieto de la pareja. Apasionado del fútbol, es hincha de River y asegura que de tanto en tanto “sufre y llora” por el equipo. En su casa de Ciudad Evita tiene una parrilla a la que usa demasiado. Su especialidad –dicen quienes lo conocen– es el vacío: lo hace entero, con paciencia. Esa misma calma que mantuvo el día que, finalmente, conoció a su padre.