¿Debo inmiscuirme en la vida de mis hijos?
¿Hasta qué punto debo intervenir?
¡Ojo! Educarlos y corregir los errores de nuestros hijos no es entrometerse, interferir, injerir, interponerse, mangonear o fisgonear en su vida privada. Esos verbos son sinónimos peyorativos de una actividad que los padres tienen la obligación irrenunciable de realizar, empleando todos los medios morales y legales que estén a su alcance.
Antes de decidir si inmiscuirte o no en una situación específica, debes analizar su importancia, el modo de hacerlo, así como las consecuencias que podría originar esa decisión.
Las correcciones a los hijos han de ser siempre constructivas, nunca destructivas. No deben ser consideradas como una intromisión, tengan la edad que tengan, pues los padres tenemos razones, obligación y autoridad para hacerlo, sobre todo en cosas graves. No hacerlo por dejadez, miedo, negligencia, por el qué dirán o por no querer enfrentarse, supone una omisión de las obligaciones adquiridas con la paternidad responsable, que equivale a abandonarlos moralmente a su suerte.
Estos casos de inhibición se dan con mucha frecuencia en el caso de los padres divorciados que no tiene la custodia de sus hijos, que delegan su responsabilidad al ex cónyuge y a su nueva pareja (de haberla).
Inhibirnos ante los graves problemas que pudieran tener nuestros hijos, aunque estén viviendo independientemente, es faltar al compromiso familiar que en su día adquirimos, lo mismo que si no cumpliéramos con su manutención.
Tampoco debemos permanecer pasivos por inseguridad, comodidad o falsa prudencia cuando nuestra presencia, consejo y apoyo son importantes, urgentes o necesarios. Eso sí, se necesita prudencia e inteligencia para saber cuándo podemos y debemos mediar en las disputas que pudieran surgir entre los hijos adultos y sus familias. No decir: “que sus problemas los arreglen ellos”. Un buen consejo o una acción oportuna por parte de los padres pueden solucionar a tiempo muchos problemas.
Es preciso estar pendientes de lo que hacen nuestros hijos, para que en un momento dado podamos intervenir, incluso de manera preventiva, antes de que sea tarde.
No existe el concepto “inmiscuirse” en las vidas de los hijos menores de edad que viven bajo nuestra patria potestad, ni de los hijos adultos que viven en el hogar paterno. Los padres tenemos la irrenunciable obligación de educarlos y velar por su bienestar. Para ello es preciso recurrir a todas las herramientas que sean moral y legalmente aceptables.
La obligación decrece, pero no desaparece, cuando los hijos adultos abandonan el hogar familiar para hacer su propia vida. Aun en esos casos, inmiscuirse con discreción y mucha prudencia en sus asuntos sin inhibirse es obligación de los padres para evitar que haya malos comportamientos o desviaciones, que de no corregirse a tiempo podrían traer graves consecuencias para los hijos, para los propios padres o para el resto de la familia.
Sin caer en excesos, tampoco es una falta de respeto revisar eventualmente sus mochilas, carteras, teléfonos, computadoras, libros, objetos, ropa, habitación, automóvil, etc., con el fin de conocer los detalles del tipo de vida privada que llevan; así como no lo es enterarse de las amistades, noviazgos o sitios que frecuentan. Los objetos o señales que encuentren nos da la posibilidad de ahondar más en su educación y guía. No hacerlo es una falta grave, muchas veces con resultados irreversibles.
Si desde que los hijos son pequeños los padres comenzamos a inmiscuirnos en sus cosas, más fácil será corregir las posibles desviaciones que se presenten en el camino; estas suelen salir a relucir en las cosas anormales que los padres encontramos en nuestras pesquisas. Si esperamos a hacerlo cuando nuestros hijos ya sean púberes o adolescentes, es posible que lleguemos a enterarse tarde de lo que ocurre con ellos.
Algunos padres, apoyados por determinados profesionales de la salud mental o de la educación, prefieren que sus hijos se críen en total libertad de hacer lo que les dé la gana, considerando que cualquier comentario o actuación que les lleve la contraria constituye una intromisión en su vida privada y su libertad de decisión.
Esta postura suele ser producto de la comodidad, pero no tiene en cuenta que si el camino de los hijos no está bien dirigido, estos pueden caer en manos de depredadores o malas costumbres.
Los hijos que ya son independientes no deben sentirse invadidos en su vida privada cuando reciben de sus padres opiniones o puntos de vista diferentes a los suyos. Deben entender que continuamos ejerciendo nuestra obligación de educar y guiar. Después de todo, no hay nada que temer, puesto que serán ellos quienes tengan la última palabra, el poder de decisión y el derecho irrenunciable e indiscutible a hacer su propia vida. Tontos serán si no aprovechan el caudal de experiencias que normalmente tenemos los padres y hacen caso omiso cuando les hablamos claro o les damos un consejo.
Cuando los padres intervenimos de forma improcedente e inadecuada, podemos llegar incluso a arruinar los matrimonios de los hijos. Por eso hay que procurar hacerlo únicamente en cuestiones graves o importantes, donde muy de vez en cuando es necesario abrirles los ojos a los hijos casados y solteros, por mayores que sean, en beneficio de ellos mismos, de sus hijos y del bienestar de su familia, aunque corramos el riesgo de que nuestra buena voluntad sea mal entendida.
Los hijos sensatos y bien educados casi siempre estarán dispuestos al menos a escuchar, aunque sientan que sus padres trasgreden los límites de su vida privada. En ocasiones es difícil lograr un equilibrio entre inmiscuirse e inhibirse, en cuyo caso, será mejor pasarse que quedarse corto.
No está de más fijarnos algunos criterios a la hora de inmiscuirnos en la vida de nuestros hijos:
1. ¿Intento buscar la verdad, desprovista de todo prejuicio y connotación egoísta y según los principios de la religión y cultura que practico?
2. ¿Es equitativo y equilibrado para todos los interesados?
3. ¿Sabré renunciar a la fuerza para imponer condiciones?
4. ¿Conseguiré un sano y recíproco enriquecimiento afectivo?
5. ¿Manejaré bien el diálogo prudente, juicioso y sabio?
6. ¿Sabré cuándo inhibirme razonablemente para comprender, mostrar tolerancia, saber escuchar, ganar voluntades, aunque haya intereses, ideologías y creencias diferentes?
7. ¿Sabré poner en tela de juicio mis propios criterios y analizar los ajenos?
8. ¿Reconoceré prudente y humildemente, pero con seguridad y firmeza, mis dudas sobre mi infalibilidad a la hora de emitir opiniones, evitando decir las verdades a medias?
9. ¿Será beneficioso para todos los interesados?
10. ¿Buscaré una solución ética, que pase por una justicia equilibrada, comprensiva, tolerante y no represiva ni castigadora?
11. ¿Son el momento, lugar y las circunstancias adecuadas?
12. ¿Convendría esperar a mejor ocasión, cuando haya más madurez mental o las heridas no estén tan abiertas?
13. ¿Debería esperar a tener más y mejor información para inmiscuirme con más elementos y mejores resultados?
No importa la edad, todos necesitamos de forma imperiosa puntos de referencia estables y sólidos en ocasiones. ¿Quién más interesado en nuestro bien que un padre para darnos un consejo?
No hay que perder de vista que aun contando con la dirección paterna, también es necesario que los hijos aprendan a tomar sus propias decisiones, en función de su edad física y mental. Quien conduzca a su hijo cuidadosamente, podrá acabar dejando en sus manos, con plena y segura confianza, toda la libertad de decisión respecto a sus propios intereses presentes y futuros.
Los padres, mientras estén vivos, se inmiscuirán en la vida de los hijos, así como los hijos se inmiscuyeron en la de los padres desde el mismo momento de su concepción. Se inmiscuyen en la vida de los hijos para corregirles, educarles, formarles en las virtudes y valores humanos y enseñarles a que sean capaces de salir adelante en la vida y triunfar como personas de bien.
Fuente: micumbre.com