Los padres podemos pasar un montón de tiempo preocupándonos de si estamos dando a nuestros hijos todo lo que necesitan. Pero, ¿Qué pasaría si les estuviéramos dando demasiado? Ahora que lo veo todo con más perspectiva, me doy cuenta de que debería haberles dado menos.
1. Menos tiempo conmigo (y más con su padre). Todo el mundo habría salido beneficiado. Tú eres la que trabaja desde casa, la que sabe dónde están los calcetines limpios, a qué hora tienen entrenamiento los niños, por qué Sara se peleó con Safi, razón por la cual no podemos invitar a Susana… En fin, tú eres la que acaba haciendo todo para los niños. Es como una ley física, pero aplicada a la familia. Y ya, si todo esto pasa a primera hora de la mañana, el desequilibrio es aún mayor. Es cierto que ya no ocurre tanto como antes, pero los roles tradicionales todavía se siguen notando. Mantente alerta y dale la vuelta a la situación. Por el bien de todo el mundo.
2. Menos tiempo con media parte de mí. He pasado mucho tiempo con los niños, pero no siempre en cuerpo y alma. A veces, se enciende el piloto automático que tenemos los padres y solo nos salen comentarios de tipo «mmm» y «ah», cuando en lo que realmente estamos pensando es en la llamada que tenemos que hacer o en escaparnos a la oficina para contestar algún e-mail. Este no es un buen comportamiento paternal. Es mucho mejor estar totalmente ausente o totalmente presente que quedarse en medio, en zonas de claroscuro.
3. Menos preocupaciones. A veces, parecía que le daba vueltas a las cosas durante días, semanas y años. Me preocupaba por las cosas que quería que hicieran y las que no. Se convirtió en una costumbre. Si pudiera echar el tiempo atrás, me escucharía más a mí misma, oiría cómo sonaba mi voz, me daría cuenta de lo improductiva que era, y pensaría más y mejores formas para hacerme escuchar y para que mis hijos hicieran lo que les pedía. Luego, intentaría poner todo esto en práctica. Y cuando volviera a equivocarme y a agobiarme por las cosas, me acordaría de todo esto. Y lo intentaría de nuevo. Una y otra vez.
4. Menos tiempo frente a una pantalla. Esto es muy difícil. Te van a considerar el padre-policía malo si lo haces, pero lo cierto es que cuando miro a mi alrededor y veo a los jóvenes, me gustaría que mis hijos también hubiesen aprendido a vivir más en el mundo real que en el virtual, usando sus propios recursos y su imaginación, interactuando con gente de verdad en grupos de verdad, y llegando a entender quiénes son realmente, cuál es su base y cuál es su profundidad. Ojalá les hubiera dado todo esto a mis hijos. ¿Y cómo se traduce en la práctica? Con más juegos, más conversaciones, más deporte, más música, más paseos, más aficiones, más tiempo al aire libre, más aburrimiento… más vida.
5. Menos de lo que ellos querían. Para ser más concreta, me hubiera gustado no ceder cuando decían que no querían ir en verano a vivir con una familia española para aprender español, o cuando se empeñaban en que no querían seguir con las clases de flauta o clarinete. En esos momentos, me pareció correcto, pues parecía que los niños estaban angustiados por estas obligaciones, pero, ahora que lo pienso, debería haber insistido más en esos dos ámbitos. Creo que si hubiera insistido un poco más, ellos también podrían haberse esforzado un poco más sin problema. Porque, claro, ahora les da mucha envidia que sus amigos hablen otros idiomas con fluidez o que sepan tocar bien algún instrumento. Es verdad que nunca es tarde para aprender, pero también es verdad que te resulta mucho más difícil cuando eres adulto, trabajas, estás ocupado… y, además, te toca a ti mismo pagarte las clases.
Autor: Hilary Wilce
Traducción: Marina Velasco Serrano
Fuente: Huffpost