Cada cierto tiempo tengo uno de estos pacientes: chicos (normalmente varones) que durante su etapa en la escuela sacaban muy buenas notas, eran aplicados y se esforzaban, pero que cuando les toca irse a realizar sus estudios universitarios padecen una fuerte crisis existencial. Estos jóvenes se vuelven extremadamente apáticos, con poca capacidad no sólo para cumplir sus obligaciones y acudir a clase o estudiar, sino también para cosas que, en principio, parece lógico que les motivasen, como salir de fiesta o tener una novia. Sus días trascurren haciendo cosas que acaparan por completo su atención y les permite abstraerse de su realidad, “no pensar”, como jugar a videojuegos, pasar las horas muertas en Internet, consumir series en atracones o fumar porros.
Aunque casi todo el mundo lo que ve de ellos es su falta de disciplina y trabajo (luego voy con eso) hay una cosa que es la que me llama poderosamente la atención: no son balas perdidas, fiesteros empedernidos, calaveras que se estén “reventando”, y su motivación parece más dirigida hacia tratar de “no sentir” que a la búsqueda de experiencias.
Cuando tenía 20 años, que no hace tanto de ello (actualmente tengo 34), en general se hablaba más del joven perdido que buscaba estar todo el rato en el reventón, que salía todos los días que podía y siempre encontraba una excusa para irse de farra. Aquel que acudía a las clases modo ‘zombie’ debido a la falta de sueño (recuerdo cuántos buenos ratos pasé en el botellódromo de Granada, y como te encontrabas al día siguiente a los compañeros que viste de fiesta saliendo con la cara de cadáver en la cafetería de la facultad, pidiéndonos un café para no quedarnos dormidos en clase y tratando de rehacer el cuerpito post fiesta y resacoso).
Estos chicos de los que hablo, en cambio, viven en modo zombie pero no por el cansancio de las noches de fiesta, sino porque intentan pasar por la vida como muertos vivientes. Viven una vida grises y apáticos como un anciano de 80 años sin sueños. Estoy pensando ahora mismo en algunos que tengo en consulta cuando escribo este artículo y se me parte el puto corazón (sobre todo con los dos a los que no supe ayudar y veía la desolación de la desesperanza en sus ojos).
No quiero hacer apología del sino de mi generación y mucho menos de la anterior, donde la heroína o “la ruta del bakalao” fue un problema gordísimo, pero me parece que al menos queríamos sentir cosas, estar vivos, había algo que nos motivaba y nos empujaba.
¿Por qué les pasa esto a tantos jóvenes hoy en día?
Como siempre que se debaten estos temas, lo primero es decir que voy a hablar de un fenómeno, pero que trata de describir lo que ocurre en personas, y las personas, son “cada una de su padre y de su madre”, así que, por obligación, este artículo dará unas explicaciones estereotipadas, reduccionistas y posiblemente necesarias, pero no suficientes para explicar cada caso individual, sobre todo ése por el que posiblemente estés leyendo este artículo y que te preocupa.
Para empezar, creo que el factor clave es el miedo al fracaso, son niños que se sienten poco válidos (aunque hayan “triunfado” o e todo les haya ido bien), con lo que se denomina una fuerte autoestima basada en el logro, que consiste en sentir que su valía como individuos, lo dignos de ser amados que son, depende de sus logros. Normalmente suelen ser niños que han sido muy estimulados o exigidos desde el plano académico, no necesariamente de forma dura ni castigadora (muchas veces incluso ha sido en forma de atención y ayuda), pero sienten que el contacto con ellos y el interés hacia ellos siempre han girado en torno a sus logros (el interés era por lo que podían conseguir o conseguían, no por ellos como individuos), interiorizando el mensaje “tanto logro tanto valgo”. Claro, cuando eso ocurre el miedo al fracaso es enorme, paralizador, ya que creen que si intentan algo y no lo consiguen, perderían su valía como individuos y nadie los amaría.
Paradójicamente, ese bloqueo les hace fracasar, hace que les dé más miedo intentarlo (a fin de cuentas, sienten que “han fallado” aunque no lo han siquiera intentarlo) y entran en un difícil círculo vicioso.
Por lo general, son chicos que se sienten terriblemente solos (aunque a veces estén rodeados de personas y de sus padres), ya que nadie parece ver su pena o interesarse por su “yo real” más allá de su expediente académico. Muchas veces viven el estar con otros como una situación amenazante, ya que temen hacer algo que evidencie su falta de valía y que fracasen, o tienen una sensación visceral de que a nadie le importa realmente quiénes son.
Muchas veces sienten que simplemente han vivido alineados, haciendo “lo correcto”, que lo que se espera de ellos en esa consecución de logros. Y nadie les ha preguntado realmente qué querían hacer o no han podido escoger…. Si ellos no importan, ¿por qué habrían de esforzarse en nada? A fin de cuentas, ellos no merecen la pena.
Esa falta de sentido de vida, de certeza sobre quiénes son ellos y qué quieren, más allá de conseguir triunfos, es el otro gran factor de su falta de actividad. Cuando no tenemos un porqué, una motivación íntima, esforzarse o avanzar es terriblemente pesado.
Cuando la vida no tiene mucho sentido, es lógico sentir un miedo atroz al fracaso y no saber realmente qué quieres. Entonces, ¿para qué intentar nada?, ¿para qué exponerse a fracasar? Mejor batirse en retirada existencial, recluido en un lugar donde no hay que hacer nada y, por tanto, no es posible fallar, donde no hay que mantener esa pesada fachada de éxito y triunfo para que otros me quieran, detrás de la cual nadie me ve (ni siquiera yo mismo).
Pero no son simples víctimas, la vida no es sólo lo que nos toca vivir. A la famosa frase de Ortega y Gasset: “yo soy yo y mis circunstancias”, hay que añadir “y cómo yo me posicione ante ellas y decida encararlas”. Con frecuencia, la vida cómoda, en la que han tenido todo y permanecido sobreprotegidos más allá de la exigencia en cuanto a los logros, suele provocar que se batan en retirada, que prefieran esa vida no vivida (para mí, la más triste de las opciones) y que no se rebelen contra esa sensación. Su incapacidad para encarar el dolor explica en parte su miedo y su huida. En vez de expresar su dolor y pedir ayuda se instalan en la comodidad de un discurso indolente sobre sí mismos, lo que, aunado a la falta de sentido en la vida, hacen que sencillamente traten de llenar el vacío con cosas que no los hagan pensar para no ver su propio dolor.
¿Cómo ayudarlos?
Transmitiéndoles una preocupación genuina por ellos. Más allá de que estén fracasando, hacerles ver que su dolor nos conmueve y que su fracaso nos preocupa. Tomándoles la mano y estando a su lado.
Y si en vez del ser querido de uno de esos chicos, tú eres el chico, decirte a ti mismo que esto tú también lo puedes hacer contigo: en vez de huir, quedarte contigo en tu pena, acompañarte por duro que sea, porque a ti sí te importas más allá de tus logros.
Fuente: Buenaventura del charco