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En nombre de la tolerancia

(L. de tolerare, tolerar: soportar, levantar). En política, “tolerancia” supone la actitud del poder civil o religioso que permite un mal para evitar un mal peor o mayor. Se tolera el mal –no la verdad ni el bien– para evitar males mayores o más graves que seguirían de una prohibición absoluta (por ejemplo, zonas llamadas de tolerancia en las ciudades; la enseñanza de doctrinas contrarias a la moral o al bien público, etc.)

Hoy se denomina tolerancia a la postura de los poderes públicos que dejan expresar libremente ideas y creencias, así como practicar con libertad cultos religiosos compatibles con el bien público y apoyados en la libertad religiosa establecida y defendida por los derechos humanos, reconocidos en muchas constituciones (no en todas: China, países islámicos, India, etc.).

Hay una tolerancia bien entendida que supone el respeto mutuo que suprime todos los procedimientos violentos o injuriosos al defender las propias ideas o al atacar las de los demás buscando un dialogo constructivo y respetuoso con la verdad.

Se llama “tolerancia pasiva” a la actitud que permite algo que se reprueba pero que no se puede reprimir ni eliminar.

Se llama “tolerancia relativista” a la que hace eco del relativismo (actitud o creencia que niega la existencia de verdades, bienes y valores absolutos). Esta conducta o forma de pensar choca frontalmente con el principio de libertad religiosa (art. 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; 10-XII-1948). “El principio de libertad (religiosa, etc.) es la expresión ético-política y ético-jurídica de la verdad sobre el hombre, sobre la libertad y su dignidad. En modo alguno expresa políticamente una concepción relativista o exclusivamente consensual del bien común político.

El principio de libertad, que presupone la esencial ordenación de la conciencia a la verdad, es incompatible con cualquier concepto relativista.” (F. Ocariz).

Se llama “tolerancia activa” al intento de comprender a los demás desde su propia postura diferente a la nuestra. No se discute la verdad, que se admite y respeta, sino la dignidad de la persona que no se pierde por estar en el error o equivocada. Se trata de respetar las diferencias sin satanizar las opiniones como camino para alcanzar o profundizar en la verdad. De esta manera ni se destruye la persona ni se oculta o disfraza la necesidad de alcanzar la verdad.

La intransigencia con el error no debe aniquilar a la persona. S. Agustín decía: “Nadie quiere lo que tolera, aunque quiera tolerarlo. Pues aunque goce en tolerarlo, son embargo quisiera que no hubiera que tolerar.” (Confesiones, 10, 28, 39).

Tolerancia, ¡cuidado! No se toleran las certezas, ni las verdades, ni las bondades. Se toleran las opiniones, sin juzgar los contenidos: tolero tu opinión: “los amarillos me caen mal, hay que acabar con ellos”. Respeto tu opinión, pero rechazo su contenido. Y te daré razones para que cambies de opinión. Eso es tolerancia, permitir –no admitir– un mal para evitar otro mayor. Permitir un error para no caer en otro peor. La tolerancia permite –no admite–; se permite el mal que no se admite. Se permite la mentira cuando de no tolerarla se caería en otra peor. La verdad se admite y se permite, faltaría más. La mentira, el error, el mal, el pecado, se permiten pero no se admiten. Eso es tolerancia, cuando con conciencia bien formada no se encuentra otra solución.

El intolerante termina en fanático, el fanático es el que pierde la objetividad de la realidad y termina defendiendo un fanatismo opuesto a la verdadera religiosidad.

En nombre de la tolerancia se pueden permitir muchas cosas, pero nunca obligarte a admitir algo que no crees o piensas, ni tampoco negarte el derecho de opinar de acuerdo con tu propia manera de pensar, aunque pudieras estar equivocado. En todo caso, la tolerancia debe ser bilateral para poder hablar de un verdadero respeto a los derechos humanos.

Fuente: Claves para entender el mundo moderno. Minos Tercer Milenio.

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