A pesar de la intención de algunos grupos radicales de boicotear la reciente visita del Papa Francisco al Parlamento Europeo, con sede en Estrasburgo, se presentó y vaya si habló ante todos los eurodiputados, que le aplaudieron hasta partirse las manos.
En ese foro volvió a denunciar con fuerza la cultura del descarte: “Cuando la vida ya no ‘sirve’, se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer”.
Y lanzó a los políticos una advertencia: “Trabajen por los más necesitados, los más frágiles (…) Preocúpense de la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista y privatista que conduce inexorablemente a la ‘cultura del descarte’”.
Por supuesto, también tuvo palabras para condenar el ‘silencio cómplice’ ante la persecución de los cristianos: “Comunidades y personas que son objeto de crueles violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias; vendidas como esclavas; asesinadas, decapitadas, crucificadas y quemadas vivas, bajo el vergonzoso y cómplice silencio de tantos”.
Sus ideas profundas podrían ayudar a políticos, economistas, empresarios y servidores públicos en todo el mundo: “El liderazgo de hoy está enfermo de egolatría, famélico de poder y borracho de egoísmo”, cuando en realidad significa servicio. Y les recordó que “cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva”.
Ante la descontrolada fuerza del poder financiero, que debilita las democracias hasta convertirlas en meros regímenes nominales, lanzó una advertencia a las multinacionales: “Debemos evitar que su fuerza real (de las democracias) sea desplazada ante las presiones de intereses multinacionales no universales, que las hacen más débiles y las transforman en sistemas uniformadores de poder financiero al servicio de imperios desconocidos. Este es un reto que hoy la historia nos ofrece”.
Afirmó que en el respeto al prójimo y a la creación existe una conexión de las cosas concretas de todos los días. Eso “no significa solo limitarse a evitar estropearlo”, sino que “junto a una ecología ambiental, se necesita una ecología humana, hecha del respeto de la persona”. Es decir, que la vida no debe girar en torno a la economía sino a la dignidad humana.
El derecho individual debe asociarse al deber hacia los demás. Los “derechos del individuo” están unidos al “contexto social”, en el cual también hay “deberes” conectados “al bien común de la sociedad misma”. El problema comienza cuando los derechos de los individuos no se armonizan con un “bien más grande”. Esto sucede al hombre que ostenta derechos ilimitados sobre la mujer hasta el punto del maltrato, al empleador que explota al trabajador o al político que abusa de su cargo.
La familia, que ama llamar “la célula de la sociedad”, no solo debe dar “esperanza” a las nuevas generaciones, sino ser refugio para los más débiles: ancianos y niños. Sus palabras son un legado también para padres y madres de familia en su papel de líderes de sus propios hogares ante un mundo cada vez más interconectado y global. Se necesita de un líder para levantar del suelo a otro.
Una periodista en el vuelo de regreso a Roma le preguntó al Papa si los dos discursos pronunciados ante los representantes de 800 millones de europeos son de inspiración ‘social-demócrata’. El Pontífice sonrió, fuerte en su identidad: “No me atrevo a calificarme de una u otra parte. Yo me atrevo a decir que esto viene del Evangelio: este es el mensaje del Evangelio que forma parte de la Doctrina Social de la Iglesia”.
Después del torbellino Bergoglio, las críticas laicistas resultan ridículas hacia esta voz moral única en el mundo. El Papa habló con la verdad, sin importarle ser un invitado a la gala del momento y fue interrumpido doce veces durante su discurso por los aplausos de 751 eurodiputados.