Hay una célebre canción del popular compositor y cantante José Alfredo Jiménez, que comienza diciendo: “No vale nada la vida/ la vida no vale nada/ comienza siempre llorando/ y así llorando se acaba./ Por eso es que en este mundo/ la vida no vale nada”.
Un amigo me decía en broma que José Alfredo tenía una clara influencia de la Filosofía Existencialista. Porque para Martín Heidegger el ser humano ha sido “arrojado a la tierra inhóspita como un ser huérfano” y está condenado a la amargura y a la angustia, al percatarse de que ante todo, es “un ser-para-la-muerte”.
Pero las personas –añade el filósofo- eluden esa trágica realidad mediante las relaciones sociales, los placeres estéticos, y todo tipo de evasiones como el alcohol y cualquier otra actividad que les ayude a olvidar esa terrible amenaza cotidiana.
Entonces, hay una presencia constante del destino último de la existencia: la nada, a través de la muerte.
Por su parte, Jean-Paul Sartre comenta que el ser humano es una “pasión inútil” y que “el infierno, en realidad, son los demás”. Luego entonces para salir de ese túnel oscuro y doloroso, las personas echan mano de los más variados placeres y gozan de la vida al máximo para olvidar su trágico destino.
Hay algo de cierto en esa broma de mi amigo, porque en muchas canciones de José Alfredo y de otros compositores como Cuco Sánchez, el hombre se convierte en “un-ser-para-la desgracia” cuando su amada lo traiciona, no corresponde a su amor, o bien, decide apartarse “por ser de otra clase social”.
Y la evasión habitualmente se encuentra en la cantina: “Estoy en el rincón de una cantina/oyendo una canción que yo pedí/ me están sirviendo mi tequila/ ya va mi pensamiento rumbo a ti”. Y en adelante comienza un emotivo relato de la decepción amorosa que ha sufrido, de modo intenso, por una mujer que lo traicionó.
Todos los personajes en la cantina -según las letras de las canciones de estos compositores- están allí para olvidar sus penas, sus dolores morales; con el llanto ahogan sus desgracias y entre todos comparten su sufrimiento fraterno mediante el alcohol que “amortigua” todo y lo hace más llevadero.
De niño, mis vecinos y yo asistíamos al único cine techado de mi pueblo, el famoso “Matinée” con tres películas de rancheros mexicanos, todos muy machos pero muy llorones a la hora de la decepción amorosa. ¡Qué aburridas me resultaban! Todas tenían la misma trama, el mismo triángulo amoroso, y un final excesivamente anunciado y previsto.
Pero eso no corresponde a la realidad del mexicano, que es alegre, amable, simpático, trabajador, quiere a su familia, a sus amigos, le gusta organizar fiestas y bailes, y tiene la esperanza muy viva de que algún día llegará al Cielo.
Afortunadamente, esa radiografía psicológica que se hacía del mexicano ha ido cambiando en las últimas décadas. Me asombran los nuevos compositores de música ranchera y moderna, que con sus estudios en los Conservatorios de Música de México, Estados Unidos y Europa, escriben melodías magistrales o cantan con la voz muy educada. Graban en estudios profesionales acompañados de orquestas, coros y grupos de cámara, con la eficiente ayuda de valiosos directores artísticos.
Un periodista colombiano me comentaba que le encantan las canciones mexicanas que hablan del amor a la tierra, a la Patria y a sus paisajes, y de su amada.
Otro profesionista de Costa Rica me asegura que hay mariachis en su país y que en todo Centroamérica se cantan las alegres canciones mexicanas. Y hace poco vi en la televisión un reportaje sobre los mariachis y para mi sorpresa se encuentran esparcidos por Sudamérica, Estados Unidos y numerosos países de Europa.
México es conocido por su música, su folklore, su original comida, su cultura prehispánica, por la gesta evangelizadora de los Misioneros que en poco tiempo cristianizaron a todo un Continente. En unas cuantas décadas los mestizos era abogados, contadores, administradores, periodistas, escritores, médicos, intelectuales, arquitectos, dibujantes, decoradores e ingenieros. Fueron dos culturas que se fusionaron y dieron como resultado una nación maravillosa.
Pero además, Dios bendijo a México, al Continente Americano y a Filipinas, con las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el Cerro del Tepeyac al indio Juan Diego, dándole una personalidad propia; por eso se ha repetido durante mucho tiempo la frase: “Como México no hay dos”.
En uno de sus viajes a nuestro país, SS Juan Pablo II, nos decía, muy divertido, en el balcón de la Villa de Guadalupe: “México canta, canta y canta. Sabe bailar, sabe aplaudir, sabe reír, pero sobre todo, sabe gritar”. Y a continuación vinieron los aplausos y las porras.
Somos poseedores de ricas y arraigadas tradiciones, y todos queremos un México con paz y tranquilidad social; queremos que los niños vuelvan a salir a las calles y a las banquetas de sus barrios a jugar con sus triciclos, patines, bicicletas y balones; queremos que los pequeños jueguen en los parques sin la nerviosa vigilancia de los padres por la tremenda inseguridad en que vivimos; que los jóvenes puedan ir a fiestas sin el peligro de ser secuestrados, asaltados o golpeados.
Sin duda, los ciudadanos estamos dispuestos a cooperar en lo que haga falta para recuperar la paz social, y deseamos vehementemente que se implementen medidas concretas y eficaces para erradicar la violencia, para que México vuelva a ser el pueblo alegre que cantaba a su tierra, para que los jóvenes puedan llevar serenata a su novia y que en las noches se pueda caminar tranquilamente por el centro de la capital para asistir al teatro, al cine y luego a cenar. Todos queremos que ese México que recordamos con nostalgia vuelva a ser una realidad cotidiana. Colombia, después de años de tremenda violencia, en buena parte lo ha logrado; ¿por qué México no?
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