Desde 1993, Edgardo Pezzettoni se toma el colectivo a las 5 de la mañana para encontrarse con sus compañeros en una planta de Virrey del Pino, partido de la Matanza. Luego de más de dos décadas de trabajo constante, hoy su sueño es ser un cantante romántico.
Cuando Edgardo Pezzettoni cumplió tres meses de vida, sus padres se enteraron de que habían tenido un hijo con síndrome de Down. Era el año 1966, y fue un golpe de agua fría para la pareja en una época en la que el síndrome era considerado como un terrible padecimiento. Pero Edgardo creció, accedió a la educación, se levantó durante más de dos décadas a las cuatro de la mañana para ir a trabajar como ayudante en la cocina de una empresa automotriz, se acostumbró a vivir solo, y días atrás consiguió jubilarse. Su sueño ahora, a los 50 años, es ser cantante como Sandro.
«Quiero hacer otra vida que me encanta. Espero ser cantante famoso, mi gran sueño», responde Edgardo a Infobae cuando se le pregunta qué quiere hacer tras haber conseguido la jubilación. Durante los días de semana, ya empezó a ir al gimnasio, hace frontón y natación, y toma sol en la pileta. Los sábados, toma clases de actuación y participa en una obra de teatro; y los viernes se reúne con una terapista ocupacional, con la que trabaja el desarrollo cognitivo y social.
La historia de Edgardo es un testimonio contundente de que la inclusión laboral de las personas con síndrome de Down es posible. Que pueden ser independientes cuando son adultos, incluso cuando sus padres ya no viven.
Edgardo reside en el barrio porteño de Belgrano. A pocas cuadras, vive su única hermana, Georgina, quien ya publicó dos ediciones del libro Mi hermano y yo, donde cuenta cómo fue la vida de ambos desde la infancia y hasta cómo se arreglaron para seguir adelante cuando murió la madre por cáncer en abril de 2010.
«Sentía que teníamos una vida rica como hermanos, y quise compartirla a través del libro con familias que probablemente teman ver el futuro por la independencia de la persona con síndrome de Down. Después de que mi mamá murió, sentí que había mucho para contar a los hermanos de personas con síndrome de Down. Intentamos ver el vaso más lleno que vacío. Edgardo hace ocho años que vive solo, con un montón de recaudos, y hemos aprendido mucho. Cada uno está en su propia casa», afirmó Georgina.
En junio de 2015, los hermanos Pezzettoni fueron invitados a compartir sus experiencias en el congreso anual de la Asociación Nacional de síndrome de Down, de los Estados Unidos, y sorprendieron a todos, ya que es uno de los pocos casos en el mundo en el que la persona con el síndrome -que consiste en una alteración genética con una copia extra del cromosoma 21- puede preservar su autonomía y no tener una dependencia absoluta de otros.
«Yo tuve papá y mamá -dice Edgardo-. Mi mamá me enseñó muchas cosas: cómo manejarme solo y cómo ir con el colectivo. Yo trabajaba como contratista para Mercedes Benz». Desde que dejó de ir a trabajar, guardó los dos relojes que lo despertaban. Ya estaba cansado por tanto esfuerzo: desde 1993 hasta septiembre pasado, Edgardo tomaba un colectivo a la madrugada hasta la planta de Virrey del Pino, en el partido de La Matanza, y volvía a su casa por la tarde.
Los padres tuvieron diferentes posturas tras su nacimiento. Para el padre, no se podía hacer nada con un hijo con síndrome de Down. En cambio, la mamá, Noemí, apostó por seguir adelante. Le enseñó el buen vestir desde chico. Lo llevó a la consulta con el pediatra Mario Socolinsky (mucho antes de que se hiciera popular en la televisión), le compró una batería, y lo integró con personas que participan en el Club Belgrano Social, donde aún Edgardo sigue yendo a hacer deportes y actuación. Lo ayudó también con los mensajes escritos en papel: «Edgar, me fui al club. Besos, mamá». Así, Edgardo aprendió a leer y escribir. Fue a la Escuela de Educación Especial N° 9, en el barrio porteño de Once, y luego al Colegio Especial N° 21 «Rosario Vera Peñaloza», que le permitió acceder a una formación laboral.
La hermana afirma que nunca sintió vergüenza de mostrar a Edgardo, en tiempos en los que se estigmatizaba más a las personas con síndrome de Down. «Cuando éramos chicos, jugábamos juntos en la playa, y nos peleábamos como todos los hermanos. Edgar es la bondad caminando. No especula con nada, ni con nadie. Siempre quiere ver contentos a los demás», comenta.
«En este último tiempo aprendí a escucharlo. Una vez que mi mamá no estaba, empecé a escuchar sus necesidades. Organizamos una vida juntos, pero separados. Era fantástico como él reaccionaba. Él es una persona grande. Tiene sus gustos. A veces soy como una madre, y otras como una hermana. Por momentos me doy cuenta de que no me necesita todo el tiempo como yo suponía».
«¿Te preocupás por tu hermana?», le pregunta Infobae a Edgardo. «Por supuesto, y si es la única que tengo», contesta. El verano pasado, Edgardo se fue en ómnibus a Córdoba y pasó allí sus vacaciones con otras personas con síndrome de Down. «Yo quiero hablar bien, para no atorarse demasiado. Si ellos no pueden, yo les enseño. Coser un botón, planchar, cocinar. Hay que moverse solo», aconseja.
La hermana lo acompaña y ayuda. Pero Edgardo ya tiene una rutina de vida bastante ordenada. «Mi mamá luchaba interiormente para dejarme una vida lo más organizada posible, aunque nunca lo habló conmigo explícitamente. Somos una familia chiquita. Solo estoy con mi marido, mi hija y mi hermano. En la independencia, estamos los dos muy cómodos», expresa.
Edgardo también practica yoga. «Me descansa un poco la mente». Y se aprende los textos de las obras de teatro. «Tengo ganas de hacer cosas. Quiero ser famoso. Que me aplaudan. Yo imito a Sandro, y sé todas sus letras».