En unos meses, si todo sale según el plan de sus hijos, se habrá mudado a España, país en el que nació, para dejar atrás Venezuela, el país en el que ha vivido la mayor parte de su vida y que ama como a ningún otro, incluso cuando ese amor no ha sido muy correspondido en los últimos años.
En Venezuela conoció a su esposo, crió a sus tres hijos y sufrió un pesar tan profundo que huyó temporalmente a España, aunque regresó después porque en ningún otro lugar se ha sentido como en casa tanto como lo ha hecho en tierra venezolana.
Sin embargo, ante la profundización de las crisis económicas y políticas, la vida se ha vuelto demasiado difícil para Abad Cruz y ahora, aunque aún se resiste, comienza a caer en cuenta de que lo mejor es irse.
“Venezuela, para mí, es lo más grande que hay”, dijo Abad Cruz. “Pero en este momento es imposible”.
Durante las últimas dos décadas cientos de miles de venezolanos —algunos estiman que la cifra alcanza los dos millones— han emigrado; la tendencia se ha acelerado en los últimos años durante la gestión de Nicolás Maduro, quien ha sido calificado por varios como autocrático.
La mayoría de los emigrados son jóvenes venezolanos en la cima de su vida laboral. Sin embargo, también hay un número de venezolanos de edad avanzada que han salido por prácticamente las mismas razones, como la escasez de alimentos y medicinas y las tasas en aumento de pobreza y crimen.
Muchos han terminado por seguir los pasos de sus hijos, nietos, sobrinos y bisnietos, que les han urgido a dejar el país.
Sin embargo, la decisión de irse representa ansiedades e incertidumbres únicas para las personas de mayor edad: no saben si tendrán acceso a servicios médicos en los países de destino y dudan sobre la pérdida de redes de amistades y de comodidades acumuladas durante su vida, así como si tendrán que empezar de nuevo en un lugar justo cuando esperaban ya estar disfrutando de la jubilación.
Ligia Reyes Castro, de 71 años, y su esposo, Mario Reyes Trujillo, de 76 años, comenzaron a pensar en mudarse hace dos años.
Reyes Trujillo, quien ha pasado su vida a cargo de pequeños negocios, sufre de glaucoma. Con la creciente escasez de medicina, se ha convertido en un sufrimiento casi diario para él visitar hasta siete farmacias en una búsqueda usualmente inútil de las gotas que necesita para los ojos.
A Reyes Castro, una empleada jubilada del Ministerio de Educación de Venezuela, su doctor le dijo que la lesión cancerosa que tiene en la frente era probablemente el resultado de todas las horas que había tenido que estar formada en las filas bajo el sol esperando para comprar comida o retirar dinero del banco.
A medida que la inflación se ha disparado, el valor de la pensión de la pareja ha disminuido. El último frasco de tres mililitros de gotas que Reyes Trujillo compró le costó más de la mitad de su pensión mensual.
“Queremos vivir en tranquilidad”, dijo Reyes Castro en su casa de cuatro habitaciones en las colinas de Los Teques, un área suburbana al sur de la capital donde han vivido desde que se casaron hace cincuenta años. “Es una angustia demasiado fuerte para nosotros”.
Con el estímulo de un hijo que recientemente migró a Chile y de una sobrina que vive en Ecuador, ellos planean salir de Venezuela a principios del próximo año con destino a Quito. Tienen suficientes ahorros como para pagar por su vuelo y planean vender una de las dos casas de su propiedad para abrir un pequeño negocio en el lugar donde se establezcan. Reyes Castro tiene la idea de abrir un restaurante o un negocio de fotocopiado.
Aún no saben cuándo o qué tan rápido podrán obtener el permiso para trabajar legalmente. Pero el reto más grande, afirman, es dejar atrás una familia muy unida. Muchos de sus familiares viven a una distancia lo suficientemente cercana para ir caminando o a unos minutos en auto, incluida la madre de 100 años de Reyes Castro.
“Toda nuestra vida está aquí, tenemos nuestras raíces, nuestra casa, hemos vivido bien aquí, tenemos a nuestra familia”, dijo Reyes Castro, e hizo una pausa, “pero un mal gobierno”.
Los venezolanos de mayor edad que han migrado recientemente afirman que, posiblemente, las dificultades de abandonar el país son casi tan arduas como el reto de comenzar de nuevo en el ocaso de la vida.
“Es muy duro, muy fuerte….” , dijo Fernando Galíndez, de 75 años, quien abandonó Venezuela con su esposa y su hijo hace varios años y se estableció en el sur de Florida.
En Venezuela, Galíndez estaba a cargo de una exitosa compañía de diseño de exteriores; su esposa era directora de Mercadotecnia en la filial venezolana de una multinacional. Pero la inseguridad se volvió tan intensa que decidieron irse. Su familia vendió todo lo que pudo y se mudaron a Doral, en Florida.
Durante el tiempo que necesitaron para obtener sus permisos de trabajo, se acabaron sus ahorros. Sin embargo, Galíndez finalmente encontró trabajo como profesor adjunto de Ciencias en la Universidad de Miami Dade y su esposa fue contratada como administradora en una compañía.
Para quienes piensen en migrar, Galíndez tiene un consejo: “Tienes que entender que ser un migrante significa empezar de cero”.
La urgencia actual de los venezolanos por cruzar las fronteras es un cambio de patrón en una tendencia migratoria de varias generaciones. Durante décadas, Venezuela fue un destino para migrantes económicos y refugiados políticos que buscaban la seguridad y una nueva vida en un país que alguna vez fue uno de los más ricos de América Latina. Ahora, muchos venezolanos de avanzada edad, al decidir adónde escapar, se reconectan con esas raíces extranjeras, algunas prácticamente olvidadas.
María Mata, una trabajadora social jubilada de 67 años, planea migrar a Alemania, el lugar de nacimiento de sus abuelos.
Dos de tres de sus hijos ya se han mudado al extranjero: uno a Irlanda y el otro a España. Ahora, Mata y su tercer hijo, Eduardo Delgado, de 39 años, planean mudarse juntos a Múnich. Ambos han obtenido la ciudadanía alemana con base en el linaje de su familia.
“Ahora me siento como una extranjera en Venezuela, no es la Venezuela que yo conozco”, dijo Mata durante una entrevista en una panadería en Caracas, cerca de su casa. “Es difícil quedarse en un país cuando la identidad se ha perdido. Es muy muy triste”.
Mata dijo que ella espera encontrar empleo en Alemania, cualquier trabajo que genere un ingreso y le permita ahorrar un poco. Ella ha escuchado que hay trabajo como cuidadora de ancianos y enfermos.
No es lo que tenía en mente cuando era joven y miraba hacia un futuro como jubilada en Venezuela.
“Trabajas con miras a tus años dorados, ahorras”, dijo ella. “Y entonces todo se va en tratar de sobrevivir”.
No tenía alternativa, dijo: “Quedarse es morirse”.
En octubre, Carmen María González de Álvarez, de 58 años, hizo en sentido contrario el viaje de sus padres desde Europa. Ellos habían nacido en Las Palmas, en las islas Canarias de España y en 1953 migraron a Venezuela, donde nació González de Álvarez.
En la vuelta al lugar de origen de su familia, ella viajó acompañada de su esposo, Nelson, de 64 años, y de su hijo, Nelson Luis, de 30.
La familia se vio obligada a dejar todo lo que habían construido en Venezuela porque cuidar a Nelson Luis, quien sufre de epilepsia convulsiva, se había convertido en algo demasiado difícil en el colapsado sistema de salud de Venezuela. Sus ahorros se fueron en las costosas medicinas de su hijo.
Para empeorar las cosas, el trabajo de Nelson Álvarez como agente inmobiliario se había extinguido: pasó un año sin vender una propiedad. “Nos estábamos desangrando”, dijo. “Si esperábamos seis meses, nos íbamos a quedar sin nada”.
González de Álvarez y su hijo llegaron con la ciudadanía española, que ofrecía ventajas clave como el acceso a servicios sociales. Aun así, ha sido una dura transición para la familia.
“Una decisión extremadamente dolorosa y difícil para cualquier ser humano”, dijo Álvarez. “Imagínese para mí, que tengo 64 años. ¿Quién me dará trabajo?”.
La familia también tuvo que separarse de la protección de una familia unida y de su comunidad en el municipio de El Hatillo, donde Álvarez era un líder ciudadano.
“Imagínese: tan pronto como salía de la casa, la gente me saludaba en la calle”, dijo. “Aquí no conozco a nadie”.
Abad Cruz, que tiene 90 años, dice que lo que va a extrañar de Venezuela son cosas que ya no existen; ella tiene experiencia en la pérdida.
“No hay alimentos, no hay medicina, no hay nada”, dijo en una entrevista en su apartamento, sentada en una silla de ruedas.
Nacida en España, Abad Cruz migró a Venezuela en 1952 cuando tenía 25 años, se enamoró del país y de un ingeniero civil que pronto se convirtió en su esposo y con quien tuvo tres hijos. Después de la muerte de su marido en 1963, regresó a España con sus hijos y vivió allá durante dos décadas, aunque extrañaba Venezuela.
“Siempre he sido venezolana”, dijo.
Regresó en 1985 y desde ese entonces ha vivido en Caracas.
Abad Cruz se limpió las lágrimas de las esquinas de sus ojos mientras recordaba cómo era Venezuela en la época en que las personas se vestían elegantemente antes de visitar la plaza Bolívar, la simbólica plaza en el centro de Caracas, un área hoy asediada por el crimen.
“Hoy ahí matan”, dijo. “Todo ha cambiado”.
Su última visita al lugar no fue agradable: encontró un sitio muy diferente al que ella recordaba y no le gustó. “Le dije a mi hija: ‘Sácame de aquí’”, recordó la mujer.
Aun así, aunque calificó el actual estado del país como “lamentable”, todavía no se ha hecho por completo a la idea de dejar Venezuela. Sus hijos la han presionado pero ella aún tiene dudas.
“No sé si vamos a ir a España pero estamos pensando hacerlo porque no podemos vivir aquí”, dijo. Abad Cruz toma veintiún medicamentos y cuenta con una enfermera de tiempo completo: todo es pagado por sus hijos, uno de los cuales vive en el extranjero. Pero su situación es insostenible, explicaron los familiares, lo que convierte a España y su sistema de salud en una mejor alternativa.
Abad Cruz dice que entiende lo sabia de esa decisión. Aun así, pensar en otra migración le resulta doloroso. Pero también sufre cuando piensa que tendrá que seguir viviendo la espiral descendente de la situación en Venezuela.
Al preguntarle si dejaría Venezuela con la esperanza de que algún día podría regresar, pensó la pregunta con mayor detenimiento. “No lo creo”, dijo. “Pero la mantendré en mi corazón por el resto de mi vida”.