Tras el atentado en el paseo de Las Ramblas, Barcelona, cientos de personas han compartido su dolorosa experiencia. Algunas más emotivas que otras, pero ninguna como la escrita por Jimena Guerrero para el Huffingtonpost:
«La brisa marina sopló por encima de la arena, atravesó los chiringuitos, se coló por los callejones angostos y refrescó los puestos de periódico. Era temprano y los rayos del sol ya quemaban la piel. El bullicio acarició la ciudad que poco a poco despertó la mañana del jueves. Nadie sabía, ni siquiera los panaderos que con cariño acomodaron las napolitanas de chocolate sobre los estantes o quienes apenas abrían las puertas de sus locales de souvenirs, que se avecinaba un infierno.
Tenía pensado ir a correr por el Passeig Marítim, pero un dolorcito me hizo cambiar de rumbo. La misma molestia de siempre, ya la conozco. Solo una tobillera blanda me funciona. Caminé unas cuadras por el barrio de Gràcia y preferí subirme al metro para ir a la farmacia que me gusta. Al tratarse de agosto los vagones no van tan llenos; los catalanes veranean lejos del tumulto, cierran sus negocios y disfrutan de la paz que el resto del año los elude.
Desde Fontana quedaban tres paradas: Diagonal, Passeig de Gràcia y Catalunya. Salí por la escalera que desemboca sobre la Rambla, con algo de prisa y festejando en silencio que se me había quitado el dolor, al menos de momento.
Qué terrible es pensar que pude haber sido una de las víctimas.
En vez de ir directamente a la farmacia saqué unas fotos de las copas de los árboles que adornan con su verdor ese bulevar tan hermoso; las típicas para Instagram. Luego avancé por el adoquín hasta el puesto de postales. Compré tres con imágenes bonitas para regalárselas a mi abuela: la noria del Tibidabo, la Sagrada Familia y una toma aérea del Eixample. Había una pareja de franceses comprando chicles, una señora alemana escogiendo revistas que traía los hombros tatemados y una familia rusa o de algún país del este cuya lengua no distinguí. Pagué y metí el sobrecito de papel en mi bolsa. Me puse los lentes oscuros y me camuflé entre los turistas que tanto disfrutan pasear por uno de los míticos espacios de Europa.
Avancé tranquila. Se me antojó una caña de ver cómo acomodaban las mesitas de un restaurante, de esos que llevan décadas atestiguando historias de la vida en la ciudad. Más adelante vi que una mujer se maquillaba la cara de dorado, empezó por la nariz y esparció la pintura hacia sus orejas, sus párpados y su cuello. Iba vestida de estatua o de gárgola, con una especie de túnica que la cubría y una peluca color oro. Al cabo de un rato se petrificaría y solo las monedas que lanzaran los niños la harían cobran vida durante un minuto. Así como ella, había un robot del futuro y un vaquero del lejano oeste metros después.
Un caricaturista montó su caballete y desplegó un biombo con dibujos de Picasso, Dalí, el rey de España, Messi, Nadal y Montserrat Caballé. Junto a él se instalaron dos hombres que vendían abanicos y joyas; los típicos aretes y pulseras de colores. Me rebasó una bicicleta tocando el timbre sin cesar, como advirtiéndole a la muchedumbre que la calle peatonal le pertenecía. Varios señores mayores, desde la misma banca en la que se han sentado desde su juventud, observaban a la gente, sin imaginar que en un par de horas ese mismo sitio se llenaría de sangre y de una tristeza profundísima.
El mundo sigue, aunque necesite mucho, muchísimo amor.
Habré recorrido unos cien metros más cuando vi el reloj. Tenía trabajo que entregar y poco tiempo para distraerme, cualquier otro día me hubiera quedado a pasear. Me desvié a la farmacia y compré la tobillera. Di media vuelta y regresé por el mismo metro, junto a la Plaza de Cataluña que se iba colmando de palomas bajo un cielo muy azul. En veinte minutos ya estaba en mi casa, sentada frente a la pantalla con un montón de pendientes y textos por redactar.
Silencié mi teléfono para concentrarme y tras enviar el último correo me sorprendí al ver la lista de llamadas perdidas. Cinco de mi marido, cinco de mi mamá, de mi suegra, unas cuantas de mi abuela, de amigos, tíos y primos. En los mensajes me preguntaban si estaba bien, querían saber dónde estaba exactamente. Tras reportarme a salvo encendí la televisión. Las noticias arrojaban un escenario de película de terror. Muertos y heridos en el suelo eran los protagonistas, igual que los Mossos d’Escuadra; héroes que blindaban una ciudad herida e impotente.
Los bares cerraron, también los comercios y el transporte público. Las personas que seguían en sus oficinas prefirieron quedarse ahí un rato, lejos del caos y del peligro. Las ambulancias inundaron las calles y en cuestión de segundos Barcelona enmudeció. Qué terrible es pensar que pude haber sido una de las víctimas. Peor resulta contemplar que puede volver a ocurrir y que de ahora en adelante hay que rezar o encomendarse con fe a lo que cada quien decida para mantenerse con vida. Agradecer lo bueno de los días y la libertad que creemos poseer. Y es que el mundo sigue, aunque necesite mucho, muchísimo amor.»