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Un belga que amaba el cacao, un museo y una torre de cráneos en el sótano: así se recuperó el gran tzompantli de los aztecas

Dos empresarios querían abrir un museo del chocolate en la Ciudad de México. Sus planes se torcieron cuando cientos de guerreros sacrificados aparecieron bajo el patio de la casa.

Por Pablo Ferri

Algunos arqueólogos opinan que el mundo es rematadamente cíclico. Que hay situaciones que se repiten una y otra vez y que la historia es un cúmulo de bromas relativamente importantes. O casi. Leonardo López Luján es uno de ellos. El director del proyecto Templo Mayor, en el centro de la Ciudad de México, es un amante de las casualidades históricas. Hace unos meses contaba, por ejemplo, que «ya es curioso» que el actual Monte de Piedad, junto al zócalo de la capital -una casa de empeños centenaria-, se hubiera levantado sobre el Palacio de Axayácatl.

– ¿Por?

– ¡Porque los mexicas -aztecas- guardaban ahí su oro!

Decía, divertido. El imperio azteca tenía en su capital, Tenochtitlan, tesoros de todo México, oro, joyas, piedras preciosas, alhajas de todo tipo. La caja fuerte era el palacio que mencionaba el arqueólogo. Y 500 años más tarde, decía, «la gente va ahí a dejar sus tesoros».

Había más. «Fijate ahora lo de Guatemala, 24. Un privado belga, que tiene varios museos del chocolate en Europa, compró la casa para hacer otro aquí y resulta que abajo encontraron parte del gran tzompantli de los mexicas».

– ¿El gran tzompantli?

– Sí, ¡imagina que ahora, en día de muertos, van a vender calaveritas de chocolate justo arriba!

136.000 cabezas son demasiadas

Un tzompantli es una estructura de postes y varas de madera, instalada sobre un pedestal de cal y piedra. Colocadas entre los postes, las varas son espetos de cabezas humanas, cabezas de hombres, mujeres y niños. Los mexicas colocaban cientos de varas entre los postes, cientos de cráneos sangrantes en honor a Huitzilopochtli, su dios de la guerra. Varios cronistas de indias lo recogen en sus escritos. Bernardino de Sahagún aseguraba incluso que Tenochtitlán contaba con siete. Aunque este, el del número 24 de la calle Guatemala, es el Huey Tzompantli, el principal, el más grande, el que nacía en las faldas del Templo Mayor.

A mediados del siglo XVI, el conquistador extremeño Andrés de Tapia publicó Relación de algunas cosas de las que acaecieron al Muy Ilustre Señor Don Hernando Cortés. Sus páginas recogen la descripción más detallada del gran tzompantli, en los meses previos a la conquista: «[Había] sesenta o setenta vigas muy altas, hincadas (…) puestas sobre un teatro grande hecho de cal e piedra, e por las gradas de él muchas cabezas de muertos pegadas con cal, e los dientes hacia fuera. Estaba de un cabo e de otro de estas vigas, dos torres hechas de cal e de cabezas de muertos, (…) las vigas [estaban] apartadas una de otra poco menos que una vara de medir, e desde lo alto de ellas hasta abajo, [había] puestos palos cuan espesos cabían, e en cada palo cinco cabezas de muerto ensartadas por las sienes (…) multiplicando a cinco cabezas cada palo (…) hallamos haber ciento treinta y seis mil cabezas».

Raul Barrera, director del Proyecto de Arqueología Urbana del Instituto Nacional de Antropología e Historia, INAH, decía hace unos meses que el cálculo de Andrés de Tapia era ciertamente «exagerado: Desconocemos de dónde viene este error de cálculo».

Según la cuenta de los arqueólogos, el «teatro grande» era un escenario de unos 35 metros de largo. Y quizá había otro algo menor encima, formándose unas gradas. Las «vigas» tenían un diámetro de entre 25 y 30 centímetros, aunque se ignora su altura. Había varias filas de vigas, una detrás de otra. Cada viga distaba más o menos un metro de la siguiente. El resto, cabezas.

Ni Barrera, ni Lorena Vázquez, su segunda en este proyecto, ni López Luján, se atreven a dar una cifra total de cráneos, aunque sea aproximada. Ante preguntas así, totales, responden que lo más importante es que se ha encontrado, por fin, el Huey Tzompantli.

Los arqueólgos se centran ahora en una cuestión sorprendente, apasionante. Teóricamente, en los tzompantlis se exhibían las cabezas de los guerreros sacrificados. Pero, ¿y las mujeres, y los niños? De los 450 cráneos observados, «el 70% son de hombres, el 20% de mujeres y el 10% restante de niños», explica el arqueólogo. Barrera asume que «en el mundo prehispánico también había mujeres guerreras». Pero, ¿y los niños? «Es una pregunta que no podemos responder de momento»

– La presencia de cráneos de niños, ¿podría cambiar la forma en que se entiende el sacrificio humano en el mundo mexica?

– Por supuesto

El chocolate belga y los panes de Michoacán

Agustín Otegui es un hombre alto, flaco y cano, de maneras algo medrosas al principio -se agarra los hombros, se busca el bolsillo-, aunque dicharachero cuando pasa el rato. La semana pasada miraba con curiosidad las obras de su casa, el piso levantado, los cascotes, puntales reforzando tabiques por todos lados.

«Sabíamos que algo habría», decía Otegui, «pero no esto». Se refiere a la torre de cráneos que hallaron en su sótano, el número 24 de la calle Guatemala, el extremo noroeste del Huey Tzompantli, que probablemente cruza la calle y alcanza el subsuelo del atrio de la catedral. Probablemente, porque no está claro hasta dónde llega; porque nadie se plantea tirar parte de la catedral para comprobar que debajo hay otra torre de cráneos. La del sótano de Otegui es una de las dos torres que menciona Andrés de Tapia, una en el límite norte del tzompantli y otra en el sur, la del atrio. Raul Barrera cuenta que los cráneos que iban sacando del tzompantli, probablemente los colocaban en esas torres.

Otegui es uno de los dos dueños de la casa desde hace cuatro años. En 2013, él y su socio, Eddy Van Velle, se hicieron con ella. Van Velle es un empresario belga con cierta tendencia al coleccionismo. Cuando era pequeño, él y su padre, anticuario aficionado, juntaron todas sus lámparas y armaron un museo en Brujas, en el norte de Bélgica. Poco después inauguraron otro, esta vez de chocolate. Luego hicieron lo propio en París, Praga y finalmente, hace cuatro años, su primer museo del chocolate en México, en el sur, en Yucatán. Van Belle gestiona además un museo sobre las papas fritas.

Otegui maneja una cadena de panaderías en Michoacán. «Mi abuelo», dice orgulloso, «fue uno de los primeros molineros de este país».

Su relación con Van Belle viene de lejos, hace ya casi 40 años. El belga preside el grupo Puratos, productor a nivel mundial de ingredientes para el sector pastelero. En 1978, Otegui fue su puerta de entrada a México. Poco tiempo después inauguraron su primera manufactura.

El museo del chocolate de Uxmal, en Yucatán, fue el primero de ambos en México. El del 24 de la calle Guatemala debería ser el tercero. Hace unos años, Van Velle y Otegui tuvieron problemas con el INAH a cuentas del segundo. En octubre de 2013, el INAH anunciaba que pensaba sancionar a su empresa por empezar las obras sin permiso. Ocurrió en Chichen Itzá, junto a uno de los conjuntos de pirámides más conocidos del mundo. Según un funcionario de la institución, Choco Story Chichen había puesto en peligro varios elementos arquitectónicos. Otegui y Van Belle tuvieron que parar la obra.

Ante una noticia como la anterior, parece necesario cuestionar la idoneidad de ambos para manejar las obras de un museo, justo encima de uno de los descubrimientos arqueológicos del año en México. Otegui dice: «Le explicamos al nuevo director del INAH y le hicimos unas nuevas propuestas. Las están estudiando, a ver si podemos reabrir [las obras]. Al final no hubo una multa ni nada, lo que tenemos es una suspensión».

Hace unos meses, Raúl Barrera explicaba que en este caso está todo en orden. Los empresarios compraron el inmueble y contactaron al INAH. En una casa así, tan cercana al Templo Mayor, los particulares tienen la obligación de contactar al instituto. Los arqueólogos van, exploran y determinan. Si hay algo -siempre hay algo- se ponen a trabajar. Todos los gastos corren a cargo de los propietarios, en este caso Otegui y Van Belle. Todos: la compra del inmueble, su restauración, el proyecto arqueológico para recuperar el tzompantli y las obras necesarias para armar un pequeño museo. Un centro que además será gratuito.

Cuestionado sobre el desembolso, el señor Otegui prefirió guardar silencio. Dijo que Van Belle es un enamorado del cacao, y que dentro de poco vendrá personalmente a México a visitar sus plantaciones en Yucatán. «Es un cacao el que tenemos», comentaba, «realmente especial. Parece así, -color- cafetito, pero sabe puro, puro».

– Oiga, hay algún arqueólogo al que le hace gracia que ustedes vayan a vender calaveras de chocolate, el día de muertos, encima del gran tzompantli ¿usted qué piensa?

Otegui se reía.

No se sabe cuánto abrirá el museo de Guatemala 24. Raúl Barrera no se atrevía a ofrecer un pronóstico esta semana. ¿Años? Quién sabe. «El día 30 [de junio] acabó la segunda temporada de excavación, ahora tenemos que estudiar todo lo que hemos sacado». Igual, lo suyo es la arqueología y cuando él acabe, empezará la remodelación del edificio y la construcción del museo. Otegui asume que no será antes de dos años.

 

 

Fuente: cultura.elpais
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