¿Por qué no hay mujeres sacerdotes en la Iglesia católica?
Por Monseñor Jacques Perrier
No es una cuestión de disciplina o de derecho, sino de la naturaleza misma del sacramento del orden: el sacerdote representa a Cristo, esposo de la Iglesia
No es una cuestión de disciplina o de derecho. Si fuera así, la regla podría ser revisada. El sacerdote representa a Cristo, Esposo de la Iglesia. Se trata de la naturaleza misma del sacramento que ha recibido.
1. Las mujeres han desempeñado una gran función en el Nuevo Testamento y en toda la historia de la Iglesia. Sin embargo, ninguna ha sido ordenada nunca sacerdote.
En la historia de la Iglesia, ciertamente las mujeres han desempeñado funciones eminentes de muy distintos tipos: santa Blandina e innumerables mártires femeninas; santa Genoveva que fue la providencia de París; santa Juana de Arco que liberó a Francia; santa Catalina de Siena que no dudó en recordar a los papas sus deberes; santa Teresa de Ávila reformadora del Carmelo; santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las misiones, “la mayor santa de los tiempos modernos” según Pío X; la beata Teresa de Calcuta a quien el papa Juan Pablo II tanto admiraba,.. .
Lourdes es el reencuentro de dos mujeres: la Virgen María y Bernardette. La primera peregrinación de ámbito nacional en Francia es también mérito de una mujer, Margarita de Blic, quien se encargó de todo a condición de que fuera la única patrona: arrastra 300.000 adhesiones.
En la categoría de los santos, hay muchas más mujeres que en el Panteón de la República.
¿Y podrían ordenarse diaconisas? La cuestión es discutida; lo que sí es cierto es que nunca ha habido una sacerdotisa. El argumento no es decisivo porque podría tratarse de una conveniencia cultural; no es totalmente descartable, pero sería difícil apoyarse en la Escritura y la Tradición de la Iglesia para introducir esta novedad.
2. El quid de la cuestión no es la distribución de funciones sociales, sino el significado del sacramento del orden. El sacerdote no es, ante todo, un animador de comunidad, sino el representante de Cristo, Esposo de la Iglesia.
Si se tratara únicamente de funciones sociales, la Iglesia católica debería seguir la evolución de la sociedad, desde hace al menos un siglo. No habría dejado de seguir esta dirección, porque lo anticipó en concreto en la vida religiosa, tanto la contemplativa como la activa. Ya hace mucho tiempo que las hermanas dirigen escuelas u hospitales, que la abadesa o la priora dirige su monasterio.
Pero en la fe católica, así como para los ortodoxos, el sacerdote no se define en primer lugar por lo que hace. Se dice de él que actúa in persona Christi. Es Cristo quien actúa a través de él.
En la ordenación, recibe el Espíritu de Cristo para representarle, de manera suprema cuando celebra la Eucaristía y dice “este es mi cuerpo” o en el sacramento de la reconciliación cuando dice “yo te absuelvo de tus pecados”.
En la Escritura, Jesús se presenta a sí mismo como el Esposo de la Iglesia. Ya es una constante en el Antiguo Testamento: la alianza entre Dios y su Pueblo es una alianza de amor, una alianza conyugal, con sus deberes y sus reconciliaciones. En Jesús, Dios hecho hombre, esta alianza se anuda irrevocablemente.
Es por algo, que el primer signo dado por Jesús, en el Evangelio según san Juan, se sitúa durante un banquete de bodas, en Caná. Varios pasajes de los Evangelios hablan de bodas en las que Jesús es el Esposo. Él mismo se llama así (Mateo 9,15).
Hablando del matrimonio cristiano, san Pablo ve en él una imagen de la relación entre Cristo y la Iglesia. Dirigiéndose a los hombres, san Pablo les pide: “amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia”. Después de recordar la palabra del Génesis sobre la pareja humana, san Pablo concluye: “Gran misterio es este, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia” (Efesios 5, 25-32).
Esta revelación es un tema ineludible. El Catecismo de la Iglesia Católica dice que, sobre esta cuestión, que “la Iglesia se reconoce vinculada” (nº1577). Una nación puede cambiar su constitución a su antojo, como ha sucedido en muchos países en los últimos siglos. No sucede lo mismo en la Iglesia: se entrará siempre en ella por el bautismo de agua y de Espíritu: siempre se rezará el Padrenuestro y ningún papa inventará nuevos libros inspirados.
3. Otra cosa es la definición de pastor entre los protestantes o los evangélicos. Es normal que, entre ellos, la función se abra tanto a las mujeres como a los hombres.
La Reforma protestante no reconoce la ordenación de obispos, sacerdotes y diáconos como un sacramento. Para ellos sólo existe el sacerdocio común a todos los cristianos, en base a su bautismo. Se trata sólo, en consecuencia, de un reparto de tareas según los talentos de cada uno y las necesidades de la comunidad.
Entre las funciones, la de pastor es importante. Requiere una formación apropiada y está acompañada por una bendición. Pero el pastor recibe su misión del “consejo presbiteral”, es decir, de los fieles.
El pastor no está investido, por tanto, del simbolismo conyugal, con el que el sacerdote representa a Cristo Esposo de la Iglesia. Desde esta perspectiva, sería absurdo negar a las mujeres la posibilidad de ser pastoras. Igual que sería absurdo, en la Iglesia católica, negar a las mujeres que sean catequistas, directoras de colegio o profesoras de teología.
Hay que entender bien que la cuestión planteada no concierne a la disciplina eclesiástica. Es una cuestión fundamental sobre los ministerios en la Iglesia y sobre lo que Cristo ha querido al instituir a los apóstoles y al prometerles que estaría con ellos hasta el fin del mundo.
4. La perspectiva de la ordenación de mujeres es especialmente actual, en un momento en que los intentos se hacen para confundir los sexos en un solo género.
Nuestra época tiende a uniformar las funciones sociales, sin distinción de sexo. Este es el principio de la paridad, que quizás algún día habrá que aplicar en los dos sentidos, obligando a la magistratura, la enseñanza y la salud a contratar a tantos hombres como mujeres.
Pero algunas corrientes de la cultura actual van mucho más lejos negando toda especificidad masculina o femenina, incluso la biológica, fundiendo a uno y otro en un único género e instituyendo la equivalencia entre las uniones homosexuales y las heterosexuales.
Desde estas perspectivas, negar la ordenación a una persona perteneciente al “género” humano se convertirá rápidamente en un crimen y puede esperarse que un día la Iglesia católica vaya a juicio ante un tribunal europeo por discriminación.
La Iglesia católica cree, al contrario, que la distinción de masculino y de femenino es un tema de estructura, vital, lleno de sentido para toda la humanidad. Por eso, recuerda incansablemente el versículo del Génesis, que no concierte sólo a los judíos o a los cristianos, sino a toda la humanidad: “Hombre y mujer los creó”.
Suprimiendo el simbolismo conyugal vinculado al ministerio del sacerdote, la Iglesia católica avalaría una ideología ruinosa para la humanidad. No lo hará.
5. La situación de las mujeres en la Iglesia está destinada a evolucionar. Pero valdría más no obstinarse en un callejón sin salida.
¿Es satisfactoria la situación actual de las mujeres en la Iglesia católica? La mayoría de ellas respondería que “no”.
Ejercen responsabilidades reales, en las parroquias, en las diócesis, incluyendo funciones antes consideradas como más bien masculinas, como las finanzas y la gestión. Pero tienen la impresión de enfrentarse, al final, un día u otro, al autoritarismo de los clérigos.
Hay por tanto todavía mucho camino por recorrer para descubrir una verdadera complementariedad. Juan Pablo II escribió mucho sobre este tema, en particular en la encíclica La dignidad de la mujer. La sociedad civil no es un modelo en este sentido. Desde hace mucho tiempo, se oye decir que las mujeres harían las cosas “de otro modo”: todavía no se ha manifestado así.
El pasaje de la epístola a los Efesios sobre el matrimonio empieza con estas palabras: “Sed sumisos los unos a los otros”. El mismo Hijo de Dios no ha reivindicado nada (Filipenses 2,6). Pero la Iglesia católica haría un gran servicio a la sociedad si mostrara cómo la aceptación de las diferencias pide humildad pero aporta alegría.
Fuente: Aleteia