Por Elena Goicoechea
No hay duda de que el Centro Histórico de la Ciudad de México tiene su encanto; sin embargo, trabajar en pleno Palacio Nacional no deja de tener su grado de complicación, lo cual comprobé cuando cursaba los últimos semestres de la carrera de Comunicación y fui aceptada para hacer el servicio social en la extinta Secretaría de Programación y Presupuesto. Ahí pasé cuatro horas cada tarde durante seis meses, redactando guiones de radio y boletines de prensa sobre política económica.
El problema de que mi hora de entrada coincidiera con la hora de salida de la mayoría de los capitalinos era el tiempo que perdía en el tráfico. A eso, había que sumar los minutos que me tomaba caminar desde el estacionamiento, en la calle de Argentina, a la puerta de Palacio. Pasado el bullicio vespertino, a partir de las nueve de la noche, aquel rumbo tomaba un aspecto siniestro, por lo que cruzar el Zócalo y regresar sola por las oscuras y solitarias callejuelas que circundaban el Templo Mayor me producía una carga extra de adrenalina.
No hace mucho recorrí de nuevo esa parte del Segundo Cuadro del Centro Histórico para hacer un reportaje y descubrí que han sido remozados gran parte de sus antiguos edificios coloniales. Tras recuperar su dignidad histórica, hoy muchos albergan museos, comercios, restaurantes y oficinas. Pero aquella noche aún no era hoy y las vecindades de rentas congeladas se caían a pedazos. El deficiente alumbrado público producía sombras intermitentes que escondían lo peor de lo incierto, escenario aderezado con el nauseabundo hedor de las coladeras.
En una ocasión salí después de las diez de la noche y no me quedó más remedio que armarme de valor para internarme por mi cuenta en la boca del lobo. La calle lucía desierta, lo cual me tranquilizó por una parte y me intranquilizó por otra. Inesperadamente, la figura de un hombre se desprendió del zaguán de una vecindad que se hallaba unos metros adelante. Siempre he mantenido la tesis de que mostrar miedo es contraproducente en una situación sin salida, de modo que continué avanzando y lo pasé de largo, ignorando su presencia. Algo murmuró a mi paso que no alcancé a comprender. Unos quince metros después, giré la cabeza y vi que el individuo caminaba sin prisa aparente en mi dirección. Apuré el paso y giré la cabeza nuevamente. El hombre había reducido a la mitad la distancia que nos separaba. ¡Dios!, musité para mí. De nada hubiera servido correr, de modo que apreté el bolso y mantuve el ritmo.
El nerviosismo me forzó a mirar por encima del hombro una vez más, solo para toparme cara a cara con el sujeto, que me había dado alcance. En un acto reflejo, solté un grito sin filtro que quebró el silencio de la noche y tomó por sorpresa al presunto maleante, rebotándole mi susto. Su reacción fue pegar a su vez un grito. El hecho de que lo sacara de balance no le hizo ni tantita gracia.
¡Por qué grita si ni le he hecho nada! – me reclamó de forma airada.
¡Pus no voy a esperar a que me haga algo para gritar! – respingué, y acto seguido comencé a reír, un poco por los nervios y otro poco por lo absurdo de la situación.
El tipo parecía molesto y desconcertado, como calibrando si me faltaba un tornillo… y pues… más risa me dio.
¡No se me acerque!, ¡ya me voy! – le advertí y me alejé caminando lo más rápido que pude.
Esta vez no me siguió. Su figura se desvaneció en la oscuridad de la que salió. Llegué al estacionamiento sintiéndome boba y suertuda a partes iguales. Nunca habría de conocer la verdadera intención de aquel extraño, pero lo tomé como un aviso y decidí no volver a llevar coche. De esa forma me evitaría el desgaste emocional de los embotellamientos que había un día sí y otro también, así como el riesgo de caminar sola de noche. Mi mamá aceptó dejarme en el Metro los siguientes tres días de esa semana, ya que una estación se encuentra precisamente frente al Palacio, con lo que gané sobre cuarenta y cinco minutos. El regreso estaba solucionado: mi novio tenía su negocio en el Centro y él me regresaría a casa.
El plan maestro funcionó de maravilla y, además de sus beneficios prácticos, sentía que me comía el mundo al superar la ‘fresés’ como efecto colateral. En aquella época (qué mayor soné), la estación más cercana al poniente de la capital era la de Observatorio, última de la ruta. Era una chulada subirse ahí, ya que una mitad del tren era exclusiva para mujeres, además de que los vagones siempre estaban vacíos y comenzaban a llenarse a medida que el tren se acercaba a la estación Pino Suárez, en la que era menester trasbordar para tomar otro tren al Zócalo.
Todo fue miel sobre hojuelas hasta el fatídico tercer día, cuando se conjuntaron los planetas en mi contra: viernes de quincena, hora pico y transbordo en Pino Suárez. Me sorprendí al observar por la ventanilla la horda de incontrolados autómatas que, en espera de que el Metro hiciera la parada, se agolpaban en el andén, pero me tranquilizó el saber que yo me apearía del lado femenino, mucho menos concurrido y mucho más civilizado. No contaba con un conductor negligente que frenó a destiempo y dejó mi vagón en la mitad del andén que correspondía a los _______ (no se les puede llamar hombres a quienes se comportan de esa manera).
Erguida como una ‘María Antonieta’ frente a la guillotina esperé a que las hojas de la puerta se abrieran de golpe para enfrentar la fatalidad. Puse un pie en el andén, puse el otro, imaginando que la pared de testosterona se abriría como el mar Rojo ante Moisés…, pero seguramente los cientos de herejes no habían leído la Biblia en su vida, porque de inmediato sentí cómo mis pies abandonaban el suelo y mi cuerpo era arrastrado por un tsunami al interior del vagón. Quedé completamente aprisionada. Sentía hombres encajados por todo mi cuerpo ¡y ni siquiera con mala intención! El aire faltaba para todos. A la sofocación se sumó la pérdida de mi bolsa cuando fue desprendida de mi mano por efecto de un contundente jalón. Increíblemente, no se trató de un hurto, sino de la fuerza ejercida por la masa. El apretujamiento era tal que ésta nunca cayó al suelo; podía ver el asa flotando a medio metro de mí, pero no podía estirar el brazo para pescarla.
En mi estúpida desesperación comencé a llorar de furia y a espetar con el más puro acento ‘anahuaqueño’:
«¡Nacos!, ¡son unos nacos!, ¡me están lastimando!, ¡no tienen educación!… ¡estúpidos idiotas!»
Pero no vayan a pensar que ofendí su sensibilidad, más bien les di mucha risa y algunos empezaron a burlarse divertidos:
«Huy, ya se enojó la güerita, jajaja… ni aguanta nada, jajaja… pues que se regrese a su castillo la princesa, jajaja…»
El Metro se detuvo en la siguiente estación sin que lograra liberarme. Entre sollozos, vi cómo se abrían las puertas y se volvían a cerrar. Al menos pude alcanzar mi bolsa. Creo que fue dos estaciones después que pude descender del vagón maldito, aunque por poco me voy de bruces al dar el paso en falso, ya que como resultado del arrastre que sufrí se desprendió casi por completo el tacón de mi zapato izquierdo. Lo arranqué de tajo y lo eché a la bolsa. El estilete podría servirme como arma punzocortante si necesitaba matar a alguien en defensa propia.
Con los arrestos que me quedaban avancé cojeando. Debí parecer una gótica dopada pandeándose por el laberíntico pasillo gracias a mi expresión desolada, la blusa desfajada y la media negra tan corrida como el rímel que ensombrecía mis mejillas.
Al ver un letrero en la pared me di cuenta de que fui a dar a la estación de Candelaria de los Patos… ¡Candelaria de los Patos! Había escuchado leyendas urbanas sobre ese peligroso barrio, uno de los más bravos de la capital. Aún en la actualidad sigue siendo un nido de malvivientes. Una ciudad de más de 20 millones de habitantes está constituida, en realidad, por muchas ciudades, pero creo que en ningún lugar se cumple esta característica tan puntualmente como en la Ciudad de México.
Divisé un guardia y me acerqué a preguntarle cómo regresar a Pino Suárez. Observó de arriba abajo mi patética facha y exclamó:
«¡Qué le pasó señorita! No debiera estar aquí; a ver, la acompaño.»
Amablemente, el agente me escoltó hasta depositarme dentro del vagón correspondiente con las debidas instrucciones, lo cual no sabía cómo agradecer lo suficiente.
Nunca voy a olvidar la cara de sorpresa que pusieron mis compañeras cuando me vieron entrar en la oficina, como tampoco sus carcajadas mientras les contaba la historia. No me quedó más remedio que unirme al coro y reírme de mí misma, costumbre que conservo.
Dicen que no hay mal que por bien no venga y tengo que admitir que de aquellas vivencias extraje importantes lecciones de vida:
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La mejor defensa no es el ataque, sino sacar de balance al enemigo haciendo algo inesperadamente estúpido. Si no sabe a qué se enfrenta es probable que decida recular.
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Los hombres son unos montoneros. Recomiendo que sean tratados de uno por uno… De por sí, está comprobado que estando en bola, independientemente del sexo que tenga el portador del cerebro, las neuronas no se suman, se restan.
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Nunca sabes cuándo tendrás que llorar, así que usa rímel a prueba de agua.
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Si cuando viajas en Metro sales magullada como aguacate de mercado, no te apresures a emitir juicios: no necesariamente se trata de acoso sexual. Así como en el futbol, si no hay mano, no hay penal.
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Así pierdas la bolsa, el maquillaje, las medias y hasta la forma de andar…, nunca, nunca, nunca pierdas el estilo.
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No importa cuán mal te sientas, las amigas siempre son capaces de hacerte sonreír.
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Cualquier situación puede ser divertida; si no en ese momento, lo será más adelante.
Foto principal: DIEGO SIMÓN SÁNCHEZ /CUARTOSCURO.COM