Se ha cumplido el cuarto aniversario de la revolución tunecina, que algunos señalaron como el comienzo de una nueva ola de transiciones democráticas.
Muchas de las características de los regímenes no han desaparecido, al contrario, se han agravado a manos del radicalismo. En las manifestaciones del mundo árabe sucedidas entre 2010 y 2013, conocidas como «Primavera árabe», miles de personas salieron a las calles para exigir democracia y respeto a los derechos sociales.
La cadena de conflictos comenzó con la revolución tunecina en diciembre de 2010. Sin embargo, Noam Chomsky, célebre filósofo y activista estadounidense, considera que las protestas de octubre de 2010 en el Sahara Occidental fueron el punto de partida de las revueltas. En un primer momento, la prensa occidental la denominó también como «revolución democrática árabe».
El creciente caos en los países árabes fue escenario que permitió la aparición del Estado Islámico. A seis años del inicio de La Primavera Árabe en la plaza Tahrir, aquella euforia democratizadora ha derivado en toda una confrontación. Pese a que existen voces que aún claman por aquéllos
ideales, la gran mayoría de los que se movilizaron han quedado en el camino. Muchos “Jaled Said” han muerto con la esperanza de que su país cambie.
En aquel diciembre de 2010, el suicido de Mohamed Bouazizi desencadenó la “revuelta de los jazmines”, que acabó con la era de Ben Ali en Túnez. Un país que había permanecido aparentemente estable en el convulso contexto magrebí. La extensión de aquellas protestas a Egipto, Siria, Yemen, Bahréin, Jordania, etcétera, abrieron la puerta a un auténtico ciclo revolucionario. Muchos lo vivieron con entusiasmo. Una ola de cambio que iba a sacudir las estructuras políticas y sociológicas de esta región, con una intensidad desconocida desde 1989.
Sin embargo, muchas de las características ancladas en aquellos regímenes que se pretendía barrer, no sólo no han desaparecido, sino que se han agravado en manos del radicalismo.
El lastre del imperialismo, la dependencia neocolonial de muchos de estos Estados y el papel del Islam en la articulación del poder, ha generado una mezcla explosiva. La fuerte crisis económica y el detonante tunecino alimentaron la espiral del conflicto. Tras los hechos del 11 de septiembre, deben añadirse las tensiones crecientes entre Occidente y el mundo musulmán, a través de conflictos irresueltos como el de Afganistán e Irak.
Ha habido voces que tratan de simplificar la política árabe como la disyuntiva entre la amenaza islamista o la tutela occidental de sus regímenes autoritarios. Especialmente visibles a través de las constantes amenazas terroristas o la tragedia de la inmigración en el Mediterráneo.
Sin embargo, aquella “primavera árabe” cuestionó la visión de las sociedades árabes, y su ciudadanía mostró al mundo el anhelo de libertad, así como su deseo de superar ese freno que supone para muchos la incompatibilidad entre Islam y democracia. Túnez, Egipto o Libia demostraron la magnitud de esta imperiosa necesidad de modernización.
Tras los vientos de cambio, las esperanzas de democracia para el mundo árabe han quedado ahogadas por la guerra, la desolación y el radicalismo. No triunfó ni la revolución ni la contrarrevolución, sino el terror. Sólo en Egipto, más de 60,000 encarcelamientos, torturas y desapariciones. Los hechos de Tahrir, contrariamente a lo que por entonces se proclamaba, han abierto las puertas al ascenso de los radicalismos en el mundo árabe de la mano del Estado Islámico en Siria e Irak.
A pesar a todo, aún existen voces que no cesan de recordar los principios que inspiraron aquella “primavera”. Mantienen la esperanza a pesar de reconocer que la involución ha sido aplastante. Y no sólo en el plano político, también la economía se ha vuelto dependiente de los petrodólares del Golfo Pérsico. La pobreza y la estigmatización han subrayado las diferencias sociales. El ejército y la policía ejercen una violencia impune, manteniendo así control asfixiante a través de las estructuras del Estado.
“Nadie puede predecir cuándo y cómo será el cambio. Habrá una nueva oleada cuando se desmorone la popularidad de Al Sisi y la gente se dé cuenta de que la policía no ha aprendido la lección de 2011”, afirma Abdelrahman Abul Futuh, uno de los protagonistas de la plaza Tahrir. Zahra, hermana del primer mártir, caído meses antes de la insurrección, asiente: “Estamos mucho peor que antes de la revolución, pero tenemos la obligación de tener esperanza”.
La transformación que parecía inevitable hace cuatro años se ha visto limitada por factores estructurales así como por unas élites opuestas al cambio.
Fuente: Aleteia