Por Raúl Espinoza Aguilera
Me parece que, en el transcurso de nuestras vidas, hemos conocido a personalidades que se sobrevaloran y otras que se infravaloran.
Por muchos años, laboré en instituciones educativas, llevando preceptorías académicas o asesorías individuales para ayudarles en su formación integral.
En infinidad de ocasiones me encontré con jóvenes que decían que no necesitaban estudiar mucho porque lo que decían los profesores se les quedaba grabado en su memoria. A uno de ellos le preguntaba:
-Entonces, ¿por qué tienes un promedio general tan bajo? Tus calificaciones no pasan del 6.5, en incluso, en ocasiones repruebas.
Me respondió muy seguro:
-Es que en mi casa no me piden tener unas notas más altas. Además, creo que con esas calificaciones, son suficientes para salir adelante en mi futuro porque yo confío en mi inteligencia.
Para presentar “la otra cara de la moneda”, recuerdo a otro joven que me decía muy apenado:
-No me creo capaz -por más que estudie- de pasar de año. En lo que va del curso sólo un 6 he logrado. Todos en mi casa, comenzando por mis papás, me dicen que soy el más flojo en mi salón.
¿Qué hice entonces? Citar a sus padres por separado y tener una charla individual por cada matrimonio sobre el desempeño académico de sus hijos.
En el primer caso, les recomendé que exigieran a su hijo a que estudiara más porque, en efecto, inteligencia tenía, pero era lamentable que tuviera una postura tan mediocre frente a sus estudios. Les hacía ver a los padres que, a futuro, su hijo podría destacar mucho como profesionista, pero que era indispensable darle seguimiento. Y que yo les podía ayudar en esa labor.
En el segundo caso, les comenté el daño que le hacían a su hijo diciéndole que era el más flojo del salón. Les sugerí que lo estimularan y apoyaran para que se tomara en serio sus tareas y materias de estudio. Que lo podían inscribir a esos cursos de repaso de Matemáticas, Química, Biología, Historia, etc. Y, sin duda, mejoraría de promedio. Pero necesitaba de su apoyo y seguimiento en casa. Además, les informé que había profesores que lo podrían seguir semana tras semana, después de los horarios normales de clase.
Así que podemos sacar dos conclusiones sobre el autoconocimiento:
- Aceptar los valores y virtudes que se tengan. Pero partiendo que esas cualidades tienen un límite o “un techo”. Pero hay un defecto en el que todos podemos caer: la soberbia en la que un individuo se siente infinitamente superior a todos los demás.
- No dejarse hundir cuando se descubren los defectos, errores o equivocaciones. Porque todos los seres humanos tenemos ese componente de virtudes y defectos.
Me recuerda aquella fábula del escritor griego Esopo en la que relata que cierto día un sapo observó con envidia a un buey enorme y fuerte. De inmediato, le comentó a otro sapo que él podría tener tanta fortaleza y ser del tamaño del buey.
El otro sapo se rio de buena gana. El sapo envidioso le dijo, te voy a demostrar que sí puedo:
Respiró muy profundo y le dijo:
- Mira cómo me hincho.
Pero con tal fatuidad, al observar que fracasaba, que su amigo sapo, se reía con más ganas.
Entonces, le volvió a decir:
-Fíjate bien porque ahora sí creceré del tamaño del fornido buey.
Respiró todavía más profundo, y después de varios intentos, estalló en muchos pedazos.
Sin duda, la presunción y el engreimiento llevan a las personas a salirse de verdadera su realidad. Además, sin duda, es un defecto desagradable. Esta conducta es típica, por ejemplo, en las empresas cuando un joven profesionista recibe un importante ascenso. Y, a continuación, pierde su sencillez y naturalidad que tenía, cayendo en la “ley del yo-yo”. Se desvive por querer demostrar su superioridad en conocimientos, en la toma de decisiones, en hacer prevalecer su autoridad por encima de cualquier otra opinión.
No hace mucho tiempo, escuchaba las quejas de algunos matrimonios que fueron a cenar con este curioso personaje, acompañado de su esposa. Resulta que toda la noche se la pasó narrando sus logros. Los demás dedujeron que era “un ególatra”. Todos coincidieron que había sido una cena muy aburrida porque el personaje “tomó el micrófono y no lo soltó.” No dejaba que nadie interviniera porque de inmediato él “saltaba a la palestra” relatando otro suceso aparentemente más interesante. En resumen, aquella velada se convirtió en un aburrido monólogo.
Ya decía Santa Teresa de Jesús (1515-1582): “Humildad es andar en verdad”. Cuando leí su “Autobiografía”, me asombró la naturalidad cómo confiesa sus defectos en su etapa juvenil, antes de tomar el hábito, dice que era: vanidosa, frívola, coqueta, con soberbia intelectual, muy poco recia para llevar bien las enfermedades, etc. Concluí, que además de su gran amor de Dios y conventos fundados, era santa, porque toda su vida se convirtió en una lucha personal por crecer en valores, erradicar defectos y crecer en humildad.