Alberto Benegas Lynch
Antes he escrito sobre este tema trascendental para la sociedad libre pero dadas las amenazas y escaramuzas recientes, es del caso insistir en el asunto. Nada hay más importante que se garantice la libertad de expresar todo lo que le dé la gana al opinante. Esto no solo hace a una manifestación básica de respeto y permite la información sino que resulta esencial para el progreso del conocimiento que como es sabido tiene la característica de la provisionalidad sujeta a refutaciones, lo cual permite saltos cuánticos en el aprendizaje. En este último campo, sin libertad de prensa el embrutecimiento es la norma que –además de otras barrabasadas– es precisamente lo que ocurre en los regímenes totalitarios. El debate abierto de ideas resulta medular para el progreso moral y material.
En otros términos, para incorporar algo de tierra fértil en el mar de ignorancia en que nos debatimos, se hace necesario recabar el máximo provecho del conocimiento existente, por su naturaleza disperso y fraccionado entre millones de personas. Con razón ha sentenciado Einstein que “todos somos ignorantes, solo que en temas distintos”. Al efecto de sacar partida de esta valiosa descentralización, es indispensable abrir de par en par puertas y ventanas para permitir la incorporación de la mayor dosis de sapiencia posible. Esto naturalmente requiere libertad de pensamiento y la consiguiente libertad de expresarlo, lo cual se inserta en el azaroso proceso evolutivo de refutaciones y corroboraciones siempre provisorias.
Esta libertad es respetada y cuidada como política de elemental de higiene cívica en el contexto de una sociedad abierta, no solo por lo anteriormente expresado sino porque demanda información de todo cuanto ocurre en el seno de los gobiernos para así velar por el cumplimiento de sus funciones específicas y minimizar los riesgos de extralimitación y abuso de poder.
Este es el sentido por el que los Padres Fundadores en EE.UU. otorgaron tanta importancia a la libertad de prensa y es el motivo por el que se insertó con prioridad en la mención de los derechos de las personas en su carta constitucional, la cual, dicho sea al pasar, fue tomada como punto de referencia en la sanción de la argentina. Thomas Jefferson escribió en 1787 que “si tuviera que decidir entre un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en elegir lo último”.
Resulta especialmente necesaria la indagación por parte del periodismo cuando los aparatos de la fuerza que denominamos gobierno pretenden ocultar información bajo los mantos de la “seguridad nacional” y los “secretos de Estado” alegando “traición a la patria” y esperpentos como el “desacato” o las intenciones “destituyentes” por parte de los representantes de la prensa. Debido a su trascendencia y repercusión pública internacional, constituyen ejemplos de acalorados debates sobre estos asuntos los referidos a los llamados “Papeles del Pentágono” (tema tan bien tratado por Hannah Arendt) y el célebre “Caso Watergate” que terminó derribando un gobierno.
Por supuesto que nos estamos refiriendo a la plena libertad sin censura previa, lo cual no es óbice para que se asuman con todo el rigor necesario las correspondientes responsabilidades ante la Justicia por lo expresado en caso de haber lesionado derechos de terceros. Esta plena libertad incluye el debate de ideas con quienes implícita o explícitamente proponen modificar el sistema, de lo contrario se provocaría un peligroso efecto boomerang (la noción opuesta llevaría a la siguiente pregunta, por cierto inquietante ¿en que momento se debiera prohibir la difusión de las ideas comunistas de Platón, en el aula, en la plaza pública o cuando se incluye parcial o totalmente en una plataforma partidaria?). Las únicas defensas de la sociedad abierta radican en la educación y las normas que surgen del consiguiente aprendizaje y discusión de valores y principios.
Hasta aquí lo básico del tema, pero es pertinente explorar otros andariveles que ayudan a disponer de elementos de juicio más acabados y permiten exhibir un cuadro de situación algo más completo. En primer lugar, la existencia de ese adefesio que se conoce como “agencia oficial de noticias”. No resulta infrecuente que periodistas bien intencionados y mejor inspirados se quejen amargamente porque sus medios no reciben el mismo trato que los que adhieren al gobierno de turno en cuanto a la distribución de la pauta publicitaria o a los que la juegan de periodistas y son directamente megáfonos del poder del momento. Pero en verdad, el problema es aceptar esa repartición estatal en lugar de optar por su disolución, y cuando los gobiernos deban anunciar algo simplemente tercericen la respectiva publicidad. La constitución de una agencia estatal de noticias es una manifestación autoritaria a la que lamentablemente no pocos se han acostumbrado.
Es también conveniente para proteger la muy preciada libertad a la que nos venimos refiriendo, que en este campo se de por concluida la figura atrabiliaria de la concesión del espectro electromagnético y asignarlo en propiedad para abrir las posibilidades de subsiguientes ventas, puesto que son susceptibles de identificarse del mismo modo que ocurre con un terreno. De más está decir que la concesión implica que el que la otorga es el dueño y, por tanto, tiene el derecho de no renovarla a su vencimiento y otras complicaciones y amenazas a la libre expresión de las ideas que aparecen cuando se acepta que las estructuras gubernamentales se arroguen la titularidad, por lo que en mayor o menor medida siempre pende la espada de Damocles.
De la libertad de expresión se sigue la de asociación y de petición que deben minimizar las tensiones que eventualmente generen batifondos extremos y altos decibeles que afectan los derechos del vecino, lo cual en un sistema abierto se resuelve a través de fallos en competencia como mecanismo de descubrimiento del derecho y no como ingeniería legislativa y diseño arrogante.
Fenómeno parecido sucede con la pornografía y equivalentes en la vía pública que, en esta instancia del proceso de evolución cultural, hacen que no haya otro modo de resolver las disputas como no sea a través de mayorías circunstanciales. Lo que ocurre en dominios privados no es de incumbencia de los gobiernos, lo cual incluye la televisión que con los menores es responsabilidad de los padres y eventualmente de las tecnologías empleadas para bloquear programas. En la era moderna, carece de sentido tal cosa como “el horario de protección al menor” impuesto por la autoridad, ya que para hacerlo efectivo habría que bombardear satélites desde donde se transmiten imágenes en horarios muy dispares a través del globo. Las familias no pueden ni deben delegar sus funciones en aparatos estatales como si fueran padres putativos, cosa que no excluye que las emisoras privadas de cualquier parte del mundo anuncien las limitaciones y codificadoras que estimen oportunas para seleccionar audiencias.
Otra cuestión también controversial se refiere a la financiación de las campañas políticas. En esta materia, se ha dicho y repetido que deben limitarse las entregas de fondos a candidatos y partidos puesto que esos recursos pueden apuntar a que se les “devuelva favores” por parte de los vencedores en la contienda electoral. Esto así está mal planteado, las limitaciones a esas cópulas hediondas entre ladrones de guante blanco mal llamados empresarios y el poder, deben eliminarse vía marcos institucionales civilizados que no faculten a los gobiernos a encarar actividades más allá de la protección a los derechos y el establecimiento de justicia. La referida limitación es una restricción solapada a la libertad de prensa, del mismo modo que lo sería si se restringiera la publicidad de bienes y servicios en diversos medios orales y escritos.
Es del caso enfatizar que en demasiadas oportunidades cuando se propone algo novedoso y distinto las mentes liliputenses se refugian en la falacia ad populum, esto es si nadie lo hace está mal y si todos lo hacen está bien. Con este criterio de telaraña mental nuestros ancestros no hubieran pasado del garrote, el taparrabos y la cueva pues el primero que utilizó el arco y la flecha, el poncho o el rancho no los usaba nadie por tanto habría que condenarlos. Otra vez reitero lo consignado por John Stuart Mill: “Todas las nuevas ideas que son buenas pasan por tres etapas, la ridiculización, la discusión y la adopción.” Tenemos que acostumbrarnos a dar rienda suelta a las neuronas y no quedarnos bloqueados por el statu quo resultado de una educación mediocre –más bien adoctrinamiento– acostumbrada a la guillotina horizontal que nivela y recibe servilmente instrucciones desde el vértice del poder político.
Afortunadamente han pasado los tiempos del Index Expurgatorius en el que papas pretendían restringir lecturas de libros, pero irrumpen en la escena comisarios que limitan o prohíben la importación de libros, dan manotazos a la producción y distribución de papel, interrumpen programas televisivos o, al decir del decimonónico Richard Cobden, establecen exorbitantes “impuestos al conocimiento”. La formidable invención de la imprenta por Pi Sheng en China y más adelante la contribución extraordinaria de Gutenberg, no han sido del todo aprovechadas, sino que a través de los tiempos se han interpuesto cortapisas de diverso tenor y magnitud pero en estos momentos han florecido (si esa fuera la palabra adecuada) megalómanos que arremeten con fuerza contra el periodismo independiente (un pleonasmo pero en vista de lo que sucede, vale el adjetivo).
Esto ocurre debido a la presunción del conocimiento de gobernantes que sin vestigio alguno de modestia y a diferencia de lo sugerido por Einstein, se autoproclaman sabedores de todo cuanto ocurre en el planeta, y se explayan en vehementes consejos a obligados y obsecuentes escuchas en imparables verborragias.
Como queda dicho, en una sociedad libre no hay tal cosa como “delitos de prensa” hay simplemente delitos del mismo modo que no hay delito de pistola o delito de cuchillo se pueden cometer vía estas armas, el delito eventualmente puede cometerse a través de la prensa como cuando se hace la apología del delito, por ejemplo, invitando a que “se asesinen a los rubios” lo cual abre la posibilidad a que algún rubio acuda a la Justicia en su resguardo la que se pronunciará sobre el caso o las calumnias, agravios e injurias que los estrados judiciales estimen punibles. En parte es lo que se conoce como la controvertida y a veces manipulada “doctrina de la real malicia” iniciada en EE.UU. (“real malice”) con el caso New York Times vs. Sullivan en 1964, figura incorporada por la Corte Suprema de Justicia argentina con suerte dispar.
El contrapoder o Poder Judicial en un sistema republicano tiene siempre la última palabra lo cual no excluye lo que pueda transmitir el esencialísimo Cuarto Poder, es decir el periodismo. Conviene en este contexto distinguir lo dicho de la mera transmisión informativa de la comisión de un delito.
A nuestro juicio en nuestro medio los tratadistas más destacados en materia de libertad de prensa han sido José Manuel Estrada, Segundo Linares Quintana y, sobre todo el suculento tratado de Gregorio Badeni en la materia. Dados los temas controvertidos aquí brevemente expuestos –y que no pretenden agotar los vinculados a la libertad de prensa– considero que viene muy al caso reproducir una cita de la obra clásica de John Bury titulada Historia de la libertad de pensamiento: “El mundo mental del hombre corriente se compone de creencias aceptadas sin crítica y a las cuales se aferra firmemente […] Una nueva idea contradictoria respecto a las creencias que sustenta, significa la necesidad de ajustar su mente […] Las opiniones nuevas son consideradas tan peligrosas como molestas, y cualquiera que hace preguntas inconvenientes sobre el por qué y el para qué de principios aceptados, es considerado un elemento pernicioso”.
Este artículo fue publicado originalmente en Infobae (Argentina) el 11 de junio de 2022.