Hay una «enfermedad» social silenciosa que está haciendo estragos en la sociedad. Nos hace vivir solos y no nos deja saborear lo bello de la vida: el compartirla con los demás
En las últimas décadas, en el marco de una creciente explosión digital, las sociedades occidentales están viviendo bajo un hiperindividualismo que entra en colisión con lo mejor de una vida buena, sosegada y compartida a la que están llamados los hombres y las mujeres de hoy.
Y si hablamos de plenitud humana nos referimos a una vida de amistad, comunitaria, de encuentro con vistas a diversos fines sociales, culturales, trascendentes.
Las asociaciones de vecinos mejoran la vida de las viviendas y los barrios; los clubs deportivos facilitan una vida sana y una actividad física vital para la salud; las iniciativas culturales –casino, grupos de teatro, exposiciones y museos, etc.- no solo son encuentro social, sino que invitan a una vida cultivada en tradiciones musicales e iniciativas literarias, en historias y relatos comunes; el voluntariado social no solo ayuda a los más necesitados sino que llena de sentido la vida de todos aquellos que se dedican a servir desde el altruismo.
Cuál es el reverso de esta vida social en declive: pues sencillamente la soledad no elegida como el origen de muchos males entre los más jóvenes, entre los adultos y ostensiblemente entre los mayores.
Estamos hablando de aislamiento social; de desconfianza; polarización; de la ruptura de muchas familias; de la pérdida de la comunidad y del sentido de pertenencia. Crece, en el seno del este hiperindividualismo, un tribalismo y un populismo llenos de odio.
Aumentan las tasas de suicidio; en otros muchos casos constatamos el aumento de los problemas de salud mental (a mendo juvenil). Prepondera una crisis espiritual causada por la pérdida del propósito común; la pérdida de muchas iniciativas de solidaridad que une a las personas a través de las diferencias.
Creemos, también, que hemos perdido las historias y las causas comunes que fomentan la vida asociativa, la reciprocidad, el compañerismo y el propósito. Y es que estamos viviendo una inflación del yo y en paralelo una crisis de sociabilidad y empatía muy profundas.
Nos han prometido algo que no es real
El Estado benefactor nos ha prometido la felicidad a través de una administración que se ocupa de nuestras necesidades –sanidad, educación, pensiones, seguridad- y un mercado que ambiciona responder a casi todos los afanes de consumo. No es suficiente. El resultado no es la satisfacción de necesidades materiales sino el vacío en las opulentas sociedades occidentales.
Lo tenemos todo, pero falta algo, porque andamos buscando la autorrealización individual, a menudo desde el narcisismo y el exhibicionismo, el disfrute a corto plazo, y, todo, desde una ética emotivista que nos inclina a justificar moralmente lo que nos satisface en detrimento del otro, de los otros, de los vínculos más hondos, de Dios mismo.
El hombre y la mujer de nuestros días aspiran a mucho más en la línea de la conocida reflexión de San Agustín (354-430): “Nos creaste para ti, Señor, y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti” (Confesiones I, 1).