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El lado oscuro del cerebro

Pilar Quijada

“En el más remoto confín de la China vive un Mandarín inmensamente rico, al que nunca hemos visto y del cual ni siquiera hemos oído hablar. Si pudiéramos heredar su fortuna, y para hacerle morir bastara con apretar un botón sin que nadie lo supiese, ¿quién de nosotros no apretaría ese botón?”– Chateubriand

En la obra La barca sin pescador, Alejandro Casona se inspiró en la cita anterior de Chateubriand  para explorar el lado oscuro de la naturaleza humana. Ricardo Roldán, el protagonista de “La barca”, decide hacer un pacto con el diablo. Este propone al arruinado empresario devolverle las riquezas a cambio de que cometa un crimen y de quedarse con su alma.

¿Parece algo lejano que solo ocurre en el teatro? Tal vez no, porque según varios estudios, todos llevamos dentro un dictador en potencia capaz de llevar a cabo los actos más crueles, sobre todo, si encuentra un”diablo” que le exima de responsabilidades. Y más si el poder (de cualquier tipo) está por medio. No hay más que mirar alrededor…

El poder corrompe, asegura la sabiduría popular. Pero, haciendo un análisis “darwinista” podríamos preguntarnos si realmente todos sucumbimos a la tentación del poder o si determinadas personas tienen más facilidad para llegar a puestos en los que les resulta más fácil mostrar rasgos de su carácter que estén ligados a comportamientos poco deseables como falta de empatía o escasa compasión. Una reflexión interesante en este 2015, en el que se conmemora el 70 aniversario de la liberación de Auschwitz.

Los psicólogos se han interesado desde hace tiempo por esta cuestión: ¿el poder cambia a las personas, o acceden al poder las personas más propensas a cambiar?. No sólo se han interesado en cómo influye el poder en quien lo ejerce, sino también en cómo reaccionan ante determinadas órdenes los que están subordinados a él. El primero en abordarlo fue psicólogo en la Universidad de Yale Stanley Milgram. En los años sesenta del pasado siglo,Milgram decidió poner a prueba la obediencia “ciega” a una autoridad, aun cuando las órdenes dictadas por esta entraran en conflicto con la conciencia personal.

Su experimento comenzó en 1961, unos meses después de que Adolf Eichmann, principal responsable del genocidio judío en Polonia, fuera juzgado y sentenciado a muerte en Jerusalén por crímenes contra la humanidad durante el régimen nazi en Alemania. Con la excusa de participar en un experimento sobre aprendizaje, Milgram reclutó a voluntarios que a los que dijo que debían administrar descargas eléctricas a un supuesto alumno que tenía que memorizar un listado. Se trataba, en el fondo de “ayudarle” a memorizar mejor. Y para ello, cada vez que el aprendiz se equivocaba debía recibir una descarga eléctrica que iba incrementándose en cada fallo posterior.

Crueldad inesperada

En realidad el aprendiz era un compinche, como muchas veces ocurre en los experimentos que hacen lo psicólogos. Y tenía que simular dolor de la forma más real con cada supuesta descarga,que en realidad no recibía, obviamente. Pero lo importante del experimento fue que ante las insistencias del investigador, el 65% de los voluntarios que aplicaban las supuestas descargas, aunque se sentían incómodos ante el dolor que mostraba el infeliz aprendiz, llegaban a darle el máximo castigo, de 450 voltios, que teóricamente le llevaba casi al coma.

Aunque a los 75 voltios casi todos los participantes se ponían nerviosos ante los gritos de la persona que trataba de memorizar con poco éxito la lista, ninguno de los voluntarios se negó rotundamente antes de alcanzar los 300 voltios, límite al cual el alumno «compinchado» dejaba de dar señales de vida. A partir de ahí, algunos seguían adelante con los castigos, aunque declinaban cualquier responsabilidad. Curiosamente, ninguno de los participantes fue a la habitación acristalada en la que estaba el aprendiz para interesarse por él.

Los resultados sorprendieron al propio Milgram, que suponía que sólo un 10% aplicaría el voltaje máximo y que no sospechaba a priori que alguno de los participantes pudiera llegar a un comportamiento tan cruel. «Monté un simple experimento en la Universidad de Yale para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedían para un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los sujetos (participantes) de lastimar a otros (…) La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio», explicaría después Milgram.

Una interpretación a este comportamiento extremadamente cruel fue que los voluntarios se veían a sí mismos como agentes ejecutivos de una autoridad que consideraban legítima y que la estructura jerárquica favorecía que se descargara la responsabilidad en la persona que tenía el rango superior o el poder. Y esto hace surgir una inquietante pregunta,¿ante una orden de la autoridad que considerásemos injusta, seríamos capaces de no acatarla, o llegaríamos a los extremos del experimento de Milgram?

El dictador que llevamos dentro

«La Ola» (108 minutos, Dennins Gansel, 2008) es una película alemana inspirada en un suceso real que tuvo lugar en 1967. En el otoño de ese año, Ron Jones, un profesor de historia de un instituto de Palo Alto, en California —«Cubberley High School»— quiso dar respuesta básicamente a la pregunta anterior, aunque formulada de otra manera, por uno de sus alumnos: «¿Cómo es posible que el pueblo alemán permitiera que el partido nazi exterminara a millones de judíos?»

Para responder a esta cuestión Jones decidió hacer un experimento con la participación de sus alumnos. Instituyó un régimen de extrema disciplina en su clase, restringiéndo a los alumnos sus libertades y haciéndoles formar en unidad. Ante el asombro del profesor, los alumnos se entusiasmaron hasta tal punto que a los pocos días empezaron a espiarse unos a otros y a acosar a los que no querían unirse a su grupo. Tras cinco días, Jones tuvo que interrumpir el proyecto, con el que pretendía demostrar a sus alumnos la dimensión real y los peligros de la autocracia.

La cárcel de Stanford

Aún habría una tercera comprobación, en 1971, de la crueldad a la que podemos llegar, en este caso el experimento de la cárcel de Stanford. Estuvo dirigido por el psicólogo social Philip Zimbardo. En esta ocasión reclutaron a universitarios de clase media para participar en un experimento que simulaba una prisión. Los voluntarios recibían por ello una paga que a día de hoy equivaldría a unos 70 euros diarios.

La mitad de los reclutados fueron asignados mediante el lanzamiento de una moneda a interpretar el papel de carceleros y la otra mitad el de prisioneros. El experimento tampoco pudo acabarse en esta ocasión. La prisión fue instalada en el sótano del departamento de Psicología de la Universidad de Stanford, que había sido acondicionado como cárcel ficticia. Un investigador asistente sería el «alcaide» y Zimbardo el «superintendente». A los pocos días se les fue de las manos por la crueldad ejercida por los reclusos y carceleros.

Seguimos igual

Se puede pensar que los tiempos han cambiado y que esos comportamientos no volverían a repetirse ahora… El experimento de Milgram, el inicial, fue repetido en 2009. Y los resultados fueron los mismos.

Así lo expresaba en 2010 Zimbardo, que ha seguido investigando en el tema: “Nuestros hallazgos reflejan los de Milgram en el nivel de obediencia obtenido para condiciones comparables. Por lo tanto, a pesar de los muchos cambios culturales que se han producido en estas décadas en la sociedad occidental, nuestros datos demuestran que las tasas de obediencia han permanecido comparables y predecibles”.

En definitiva, que la gente corriente puede ser inducida a comportarse mal con los demás, llegando incluso a cometer actos atroces.

Fuente: ABC

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