Dos años y ‘caminando, pasos, caminando’. Dos años en los que las aulas estaban en silencio, calladas, absortas en sí, pero sin sí, porque les faltaba el sentido de ser; les faltaba el aliento; les faltaba el color y la vida.
¿De qué sirve una escuela si no hay niños ahí? ¿De qué sirve un aula si no hay maestros o maestras que enseñen la O, por lo redondo? Dos años en los que los salones de clases de todas las escuelas de educación básica en el país mexicano contuvieron la respiración para esperar-esperar-esperar…
Esperar los gritos. Los murmullos. Las carcajadas. El llanto. El “dos más dos son cuatro”; el “burro se escribe con “b” de burro”. El ruido feliz-contento-emotivo- que hacen los niños en la escuela toda y más en su salón de clases que es su refugio, su santuario, su casa, su hogar, su domicilio de enseñanza y aprendizaje. Ahí de donde surgirán los sabios del futuro, los artistas, los creadores, los arquitectos, los ingenieros, los doctores… los maestros…
Al final “¡Sí se pudo, sí se pudo!” Y ya están de regreso la mayoría de los niños de primaria y secundaria. Ya pueblan las escuelas. Ya recorren el camino de la casa a la escuela. Ya se despiden en la entrada si van acompañados. Algunos hacen pucheros. Otros con alegría. Ya se abrazan con sus amigos o amigas y comienzan los recuentos, los jaloneos y carcajadas.
Hay niños que hace tiempo debieron iniciar clases y no conocen su escuela. La pandemia dolorosa se apropió de su tiempo, de su espacio, de su libertad… Pero recuperarán el tiempo perdido porque ya comienza el jaleo cotidiano, el ‘levántate porque ya te tienes que ir a la escuela’, ‘ponte el uniforme limpio’, ‘apúrate que se hace tarde’, ‘termínate ese desayuno si no, no vas’.
Fueron dos años en los que el intento por no perder el hilo de la conversación educativa muchos se tuvieron que enlistar en la educación “por vía digital”. ¿Quién lo iba a decir? Pero era necesario.
Fueron días de distanciamiento, de mirar todo a lo lejos y en los que los maestros, los buenos maestros y las maestras milagrosas daban clases a sus alumnos e intentaron que todo pareciera igual; desplegaban su magisterio como si no pasara nada y como si así hubiera de ser siempre.
Y sin embargo, nunca como la escuela misma, como el aula, como el aire que se respira al encuentro de los niños con otros niños y todos con los maestros. Eso es: porque los maestros abocados y capaces, amantes del magisterio lo son de tiempo completo, lo son día a día, minuto a minuto.
Los maestros lo saben y reciben a los niños cada inicio de ciclo escolar en forma de arcilla a la que moldearán y darán forma y sentido, espíritu y vocación, alma y corazón. Serán, así, el maestro o la maestra inolvidables. Los que marcan la vida de uno. Los que nos acompañan toda la vida. Los que nos dicen qué hacer y no hacer. Los que nos miraron con ternura y cariño y quienes nos enderezaron cuando fue necesario. Y están los directores de escuela: los del “sí” o el “no”, entregados en cuerpo y alma para conducir la nave.
Por supuesto, son estos los maestros que enseñan. Los que son nuestro ejemplo. (Son los maestros que están en el aula y quieren estar en el aula siempre y para los que predomina la enseñanza por encima de vaguedades y abandonos.) Son aquellos a los que luego de muchos años habremos de reencontrar y respetar, cuando ya caminen lento. Ellos nos hicieron a la vida.
Nuestros padres son los maestros eternos. La madre que nos nutre con inteligencia y amor. El padre con su fortaleza. Los tíos queridos y cariñosos. Los primos: todo el entorno familiar contribuye a darnos una personalidad y una forma de vida. Y están ahí y estarán ahí siempre.
Los maestros son otra cosa; los maestros nos dan las herramientas. Nos dan los instrumentos. Las ideas. El conocimiento. Nos preparan para la lucha y para el triunfo y nos dan la humildad. También nos alertan por los fracasos y nos blindan para salir ilesos de ellos. Nos hacen fuertes. Nos hacen libres. Eso mero: Libres.
Y eso es, hay maestros imborrables. No es gratuito, por tanto, que ilustres personajes tengan en la memoria y la gratitud a sus maestros inolvidables, a pesar de los años y sus vicisitudes. El ejemplo idóneo es la carta que envió el escritor argelino Albert Camus a su maestro de primaria.
Esto es: Albert Camus –autor de “El Extranjero”, “La peste”, “Calígula”, “El mito de Sísifo”, “El hombre rebelde”…- obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1957. Durante su discurso de agradecimiento se refirió a su maestro Germain. Pero además le envió una carta al viejo maestro:
“Querido señor Germain: He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Le mando un abrazo de todo corazón. Albert Camus.”
Pocas veces un agradecimiento “De todo corazón”, “de uno de sus pequeños discípulos”. Un reconocimiento a nuestros maestros que quizá no expresamos pero que llevamos en nuestro día a día, en cada expresión nuestra, en cada muestra de bondad y solidaridad. En la manera en que escribimos. Cómo lo escribimos. Con qué criterios y herramientas caminamos.
Tiempo después el maestro Louis Germain contestó al Premio Nobel:
“Mi pequeño Albert: …Soy incapaz de expresar la alegría que me has dado con la gentileza de tu gesto ni sé cómo agradecértelo.
“Si fuera posible, abrazaría muy fuerte al mocetón en que te has convertido y que seguirá siendo para mí ‘mi pequeño Camus’.
“Todavía no he leído la obra, salvo las primeras páginas. ¿Quién es Camus? Tengo la impresión de que los que tratan de penetrar en tu personalidad no lo consiguen. Siempre has mostrado un pudor instintivo ante la idea de descubrir tu naturaleza, tus sentimientos. Cuando mejor lo consigues es cuando eres simple, directo. ¡Y ahora, bueno! Esas impresiones me las dabas en clase.
“El pedagogo que quiere desempeñar concienzudamente su oficio no descuida ninguna ocasión para conocer a sus alumnos, sus hijos, y éstas se presentan constantemente. Una respuesta, un gesto, una mirada, son ampliamente reveladores. Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. Tu cara expresaba optimismo. […]
“He visto la lista en constante aumento de las obras que te están dedicadas o que hablan de ti. Y es para mí una satisfacción muy grande comprobar que tu celebridad (es la pura verdad) no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo Camus: bravo. […] Germain.”
Si hemos sido dignos de aquellas enseñanzas y esfuerzos cada uno lo sabe. Habrá quienes no. También los hay así.
En todo caso, por estos días ya regresan los niños a la escuela presencial. A sus aulas. A su espacio de libertad con sabiduría. Y los maestros los reciben con los brazos abiertos. Estaban preparados para el momento. Dedicaron horas-días-semanas para que todo estuviera dispuesto y bajo control dadas las actuales circunstancias de la vida. Y a cuidarse todos.
Y ahí están los maestros. Las maestras. Los niños. El pizarrón, los gises, los borradores, todo listo. Y a comenzar de nuevo, como hace dos años. Y a la manera de Fray Luis de León, quien luego de una ausencia de cuatro años preso por la Santa Inquisición, dicen que dijo esta frase a sus alumnos de la Universidad Salamanca: “Como decíamos ayer…”
Y eso es: ya comienza un nuevo ciclo. Ya comienzan los gritos-murmullos-carcajadas-jaleos-silencios-aprendizaje-; ya las entendederas dispuestas y el maestro sabio lucirá sus mejores galas magisteriales. Las escuelas y las aulas están felices. Alumnos y maestros lo están. Y ‘como decíamos ayer’: “Maestro, ¿me da permiso de ir al baño?”.
Autor: Joel Hernández Santiago
Fuente: El sol de México