Javier Barros
La filosofía del «be happy» frivoliza la felicidad, presionándonos para serlo y exigiendo que documentemos y compartamos nuestros momentos felices.
La persecución de la felicidad es tal vez el mayor cliché cultural que nos acecha: las imágenes de sonrisas desbordadas que deambulan en las redes sociales, los grandes hits musicales diseñados para celebrarla, los épicos finales felices de Hollywood, los libros de auto-ayuda, las sectas semi-místicas y los coloquios ‘superacionales’ orientados a ayudarte a alcanzar esta experiencia. En internet cada vez son más populares los instructivos, consejos o rutas para ser feliz. Sobrados son los ejemplos que tenemos de esta búsqueda masiva –por cierto aprovechada hábilmente por el mercado bajo la promesa de que, si consumes, alcanzaras dicho estado. Pero, ¿qué es la felicidad?, ¿existe?, y en caso afirmativo, ¿es algo que puede ‘conseguirse’?
Disertar sobre la probable naturaleza de la felicidad sería tarea larga, polémica e inevitablemente imprecisa –quizá porque está diseñada para vivirse y no para describirse o demostrarse. Independientemente de esto, la ansiedad cultural por ser feliz resulta un tanto nefasta, en parte por que la felicidad no debiera considerarse como una ‘obligación’, como un criterio para determinar la riqueza de una existencia en particular y ni siquiera, creo, debiera de postularse como un objetivo de vida.
Tres casos para reflexionar un poco:
Un psicólogo de la Universidad de Stanford comprobó que contemplar la felicidad ajena en Facebook nos deprime. Cito este ejemplo porque creo que ilustra un par de aspectos que distinguen a esta filosofía de vida pop, la cual podríamos denominar como el “be happy”. Repasemos brevemente lo que proyecta este fenómeno.
Por un lado nos encontramos con que la felicidad debe, idealmente, demostrarse –es básico documentar tus momentos aparentemente felices y compartirlos. Creemos que por ver a una persona constantemente sonriente, por ejemplo una celebridad en las revistas de entretenimiento, esa persona no sólo es realmente feliz sino que lo es de manera consistente. Entonces, al ver en Facebook las fotos de mis “amigos” irradiando felicidad tiendo a pensar que, como tal vez yo en ese momento no me encuentro en esa misma frecuencia, ellos son más felices que yo, y eso me deprime.
Otro caso interesante es la campaña #100HappyDays, que reta a las personas a vivir diariamente, durante 100 días, un momento feliz y a publicar en una red social la prueba o el detonador de ese momento. Si bien esta iniciativa apela a que los actuales ritmos de vida no te permiten tener tiempo para vivir momentos felices, pues no logras estar jamás en el aquí y ahora, una reflexión que parece pertinente, la frívola invitación a experimentar y documentar 100 días de felicidad raya en lo patético. ¿Por qué tengo que acumular happy points durante poco más de tres meses y demostrarlo en mis redes sociales para que yo mismo me lo crea? ¿Qué pasa si un día simplemente no estoy en ánimo de vivir momentos felices y prefiero, por ejemplo, entregarme a la nutritiva elegancia de la melancolía? ¿Pierdo mis happy points? ¿Y si elijo guardar algunos de mis instantes de felicidad en un jardín secreto y no ventilarlos en mi Twitter, entonces fracasé?
El tercer y último ejemplo que me gustaría citar es la aplicación Jetpac, por cierto creada para conmemorar el “Día Internacional de la Felicidad”, y la cual determina que países son los más felices de acuerdo al tamaño de las sonrisas de los retratos que usuarios de cada país publican en su Instagram. Entonces los que más sonríen, y los que sonríen más grande, automáticamente obtienen la distinción de “los más felices”.
Como podemos ver, los tres casos que hemos repasado tienen como hilo conductor la necesidad de demostrar ante otros la felicidad. Esto, en el mejor de los escenarios, me remite a que para avalar mi experiencia primero tengo que certificarla ante una comunidad externa, y entonces sí, creerla. Pero también podría remitirnos a una especie de competencia para ver quién es más feliz o a una angustia ante la naturaleza pasajera de dicho estado, lo cual me exige ‘inmortalizarla’ rápidamente en una fotografía.
Conclusión:
Me cuesta creer que la felicidad es un estado externo, asequible y contemplable. Además, pareciera que en todo caso es una experiencia que para encontrarse no debe buscarse, sino simplemente resulta de un conjunto de acciones o actitudes que adoptas de forma acertada y entre cuyos beneficios se incluyen momentos felices.
En lo personal me parece mucho más atractiva “esa sobria calma que podríamos llamar ‘paz interior’ (algo así como contemplarnos frente a un espejo, en silencio, y degustar imperturbables el reflejo de todo el universo)”. Y, sinceramente, no podría concebir una dinámica en la que yo documento y comparto esos instantes en los que me siento tranquilo conmigo, con mi entorno y con la interacción entre ambos.
Creo que la felicidad corresponde más a un estado efímero que por momentos sube y, como tal, tendrá que bajar. De hecho, Dostoievsky advertía que la felicidad es eso que experimentamos tras un encuentro con lo más profundo de la infelicidad, mientras que Jung afirmaba que, sin momentos de tristeza, la felicidad pierde cualquier sentido. Pero en todo caso, más allá de cuál sea tu opinión al respecto, te invito a no sentirte obligado a ser feliz, a no necesitar de una foto que documente tu momento feliz para considerarlo genuino y a reflexionar sobre las maravillas de otros estados, por ejemplo la melancolía o, por qué no, la tristeza.
En fin; sonriamos y, si lo logramos, no olvidemos capturar el momento.
via pijamasurf