Mi madre le enseñó un día unos zapatos de tacón a mi abuela, que tenía 92 años. Le gustaron, por lo que mi mamá sugirió: “Podríamos ir a esa zapatería y tal vez comprar este modelo con tacón algo más bajo”. Mi abuela respondió tajantemente: “No, que eso sería para viejas“.
A veces puede costarreconocer que avanzamos en la edad. Que necesitamos gafas, prótesis bucal, aparato para la sordera, bastón… Ah, el bastón, ese demonio de objeto que nos delata delante de todas nuestras amistades y de la familia.
Y eso ocurre cuando ya estamos en una fase de la tercera edad más que probada.
Todavía cuesta más reconocer que estamos envejeciendo en las primeras etapas, que ya no es madurez sino descenso de las facultades, sobre todo físicas.
Tal vez estamos bien de salud, pero con cierta frecuencia visitamos al médico. Nos receta algunos medicamentos, pero eso no es todo.
Vamos al espejo cada mañana y observamos que tenemos arrugas: en la frente, en el cuello, en el contorno de ojos y labios… Y nos resistimos a aceptar el paso del tiempo. Levantamos el brazo y cae la piel…
¿Cuándo cuesta aceptar que envejecemos?
Cuando hemos puesto todo nuestro ser al servicio de la belleza y el bienestar físico. Si ahí estaba nuestro tesoro, ahora vemos cómo se marchita…
Hemos hecho modificaciones en el rostro y en otras partes con idea de sentirnos más guapas y eso nos aportaba confianza en nosotras mismas (también en los hombres). Liposucción, botox…
Hemos operado con cirujía nuestro cuerpo para desacelerar el envejecimiento celular. Pero la Biomedicina no ha podido lograr que de forma completa se obtenga un cuerpo joven otra vez.
Los telómeros, extremos de los cromosomas, se acortan. Y pese a que alguien prometa la eterna juventud para 2050, lo cierto es que a nosotros nos alcanza el proceso de descenso en la energía corporal, el desgaste muscular y neuronal…
Durante la juventud y la madurez es preciso aceptar que el ser humano vive en distintas fases y que ninguna de ellas es eterna.
Comenzamos nuestra singladura en el embarazo y la modificación se produce constantemente, por lo que la ancianidad nos llegará seguro si antes no nos alcanzó la muerte.
¿Vale la pena oponer resistencia a la realidad, enfadarse con uno mismo porque ya no tiene tanta buena memoria como antes o ya no puede subir las escaleras tan deprisa? De sabios es tocar con los pies en el suelo y reconocer a qué nivel de capacidadesnos encontramos.
El papa Francisco nos habla de la cultura del descarte y de aceptar a las personas que ya no tienen todas sus facultades por culpa de la enfermedad o de la ancianidad.
Entonces, si de verdad estamos a favor de ello, no nos debería importar que ya nos consideren una persona anciana. O que vayamos reconociendo nuestro proceso de declive, porque sabremos que a nuestro alrededor están dispuestos a amarnos por lo que somos, sencillamente.
En una familia que se quiere, nos van a querer con o sin arrugas si antes han visto en nosotros el ejemplo de personas que aman a todos y cuidan de todos.
Fuente: Aleteia