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Ladrones de palabras

El día que leí que a Bugs Bunny le habían censurado por llamar «tonto» a un esquimal comprendí que estábamos perdidos.

«Contenido racial ofensivo», esgrimió la cadena de dibujos animados Cartoon Network para cargarse ese episodio y una docena más. Ignoro cuántos esquimales se sentirían ultrajados por las bromas de un conejo idiota. Ignoro igualmente si la empresa secuestraría los capítulos donde los burlados son hombres blancos: Bugs Bunny no solía hacer distingos. Generaciones de todos los colores crecimos con sus aventuras sin manifestar traumas emocionales ni crisis de identidad. Pero los guardianes de la corrección política se multiplican y nos acechan. El oscuro manto del fundamentalismo bienpensante se ciñe sobre nosotros, amén.
Desde la CNN, una pareja de jóvenes asépticos e insípidos nos advierte con severidad: no cuenten chistes ni hagan bromas sobre religiones o razas, porque pueden generar prejuicios en los hijos. Uno pensaría que el humor es una de las manifestaciones más luminosas de la inteligencia, que la tolerancia no se inculca con censura y que, después de todo, es mejor satirizar al prójimo que liarse a tiros con él. Pues parece ser que no. Las palabras son perversas. El humor negro debe tornarse blanco. A mi tío Juan, cojo por polio infantil y contador inagotable de chanzas sobre minusválidos, tendré que encerrarlo en un armario, con Woody Allen y la Niñera judía del canal Sony. Se acabaron los chistes de monjas, chinos y niños talidomídicos. Otra culpa más para añadir al fardo que cargamos en este valle de lágrimas.
Ya nos lo advertía recientemente el eurodiputado Sami Naïr, entre truenos y relámpagos: «El lenguaje es totalitario, fascista y tramposo por definición». Qué tremendo, usted. «Las palabras sólo perpetúan la relación de fuerza que late en la vida social». Y ahí está como ejemplo la palabra «inmigrante», dice Naïr, que no significa hoy «trabajador extranjero», sino «inferior».
Vayamos por partes. «Por definición», el lenguaje no tiene adjetivos: es «el conjunto de sonidos articulados con que el hombre manifiesta lo que piensa y siente». O el idioma hablado por un pueblo. O una manera de expresarse. El lenguaje traduce ideas. Y si las ideas son fascistas, o tramposas, o lascivas, o poéticas, el lenguaje será fascista, o tramposo, o lascivo, o poético. Existe también el lenguaje vacío, la retórica hueca: la langue de bois, que dicen los franceses, antecedente inmediato del discurso políticamente correcto que nos invade.
Si hay algo totalitario «por definición» son las generalizaciones. Volviendo a la carga semántica que Naïr percibe en la palabra «inmigrante», para algunos quizás tenga una connotación peyorativa, pero para los sensatos significa, simplemente, «inmigrante». Y sería estupendo que nos ahorrase por un instante las cantinelas culpabilizadoras, que nos acaban de reventar, en el nombre de Alá, a 192 conciudadanos (muchos de ellos, inmigrantes) y la reacción de la población y de las autoridades no ha podido ser más serena y abierta. Sabemos de hambre, emigración y exilio. Y aquí teníamos a nuestros integristas locales, tranquilos, disfrutando de becas de estudio, manejando locutorios ilegales o vendiendo chocolate en Parla para financiar la dinamita. Y los vecinos sin atreverse a denunciarlos, no les fueran a llamar xenófobos.
Tan mala conciencia tenemos, que hasta caemos en las trampas lingüísticas de los asesinos: decimos que los terroristas que se volaron en Leganés «se inmolaron», cual héroes homéricos, cuando simplemente se suicidaron al no tener escapatoria. Y cuando el cadáver del policía que se llevaron por delante fue profanado, desmembrado y quemado, el alcalde socialista de Leganés habló de «gamberrada».
No habíamos logrado recomponer los jirones del alma y ya algunos académicos nos regañaban por utilizar el término «terrorismo islámico», a pesar de que el Islam es la fuente y la bandera que esgrimen los matarifes. Y con un paternalismo reñido con el rigor histórico, se empeñaban en buscar explicaciones políticas racionales donde sólo hay fanatismo.
Esa falsa objetividad es la que lleva a numerosos medios internacionales a referirse a ETA como «grupo separatista» (ni siquiera «armado»), o a considerar a las FARC colombianas como una «guerrilla» cuyas matanzas de población civil con coches bomba y cilindros de gas son poco menos que gajes del oficio libertador. Hasta a la Unión Europea le costó incluirlas en su lista de grupos terroristas.
Por el contrario, hay que ver con qué rapidez se imponen ciertos giros hiperbólicos: el locutor del telediario ya consagró la violencia conyugal como «terrorismo doméstico» o «terrorismo de género». Y se quedó encantado con la retórica vibrante, sin darse cuenta de que desnaturalizar los conceptos no contribuye a entender los conflictos.
Los guardianes de la ortodoxia positiva se han empeñado en culpabilizar a las palabras o a quienes las usan. Como Atila, entran a saco en el lenguaje y deciden lo que es adecuado decir y lo que no, derrochando una superioridad moral que vaya usted a saber de dónde les viene.
Me temo que, en buena parte de los casos, la mala fe y los prejuicios sólo existen en su propia cabeza. Los bienpensantes siempre piensan mal y proyectan en los demás sus propios fantasmas. Son como esos aficionados a Freud y a los mensajes subliminales, que andan viendo falos en los lugares más inverosímiles.
En Guatemala, hace unos meses, un restaurante anunció su apertura con un reclamo que decía más o menos lo siguiente: «Trabaja como un negro, cena como los dioses». De inmediato se desataron las iras de los buenos. El diario de la progresía se llenó de exabruptos y amenazas de boicoteo. Una de las cartas, sin embargo, felicitaba al restaurante por un lema que, decía su autor, le había hecho sonreír. Y remataba: «Soy negro, no me siento ofendido y no necesito que me defiendan». Toma ya patadón en toda la corrección política.
Para las huestes bienintencionadas y los reyes del eufemismo ni el pan es pan, ni el vino, vino. Al negro no se le puede definir como negro, ni al moro se le puede llamar moro, a pesar de la etimología y del Romancero. A los enanos los convierten en «pequeños». Los extranjeros en situación irregular no son «ilegales», sino «sin papeles». Ahora por lo visto también hay que poner la palabra «inmigrante» en cuarentena. ¡Socorro!
Nos roban palabras, pero alargan innecesariamente los discursos. «Compañeras y compañeros», «ciudadanas y ciudadanos»… Gilipollas y gilipollos, como dice Arturo Pérez Reverte. Algunos no dudan en convertir el género en arroba y dejan a l@s niñ@s sin sexo.
Los escrúpulos han causado estragos en algunos periódicos españoles, que decidieron extirpar de los sucesos la procedencia de los delincuentes, por aquello de no ser acusados de alentar la xenofobia. Y leíamos que un hombre había matado a otro, cuando en realidad deberíamos haber leído que un colombiano había matado a un compatriota suyo en un ajuste de cuentas entre las mafias de narcotraficantes que pugnan por asentarse en España, por ejemplo. ¿Desde cuándo los redactores tienen como obligación moral escamotear la información a los lectores? En un ejercicio extremo de flagelación autofóbica, llegó un titular de antología: «Jóvenes españoles dan una paliza a un guardián del metro». Afortunadamente, el sentido común se va imponiendo y ya vamos leyendo las noticias completas.
No se puede tapar el sol con un dedo, dicen los mexicanos. Después de todo, la mitad de los asesinatos registrados en Madrid el año pasado involucró a extranjeros. Bandas criminales de América Latina y Europa del Este han venido a engrosar el florido elenco delictivo nacional. ¿Es mejor fingir que el problema no existe y que «todo el mundo es bueno»?
Francia lo intentó y los resultados no son alentadores: multiplicación de las pandillas y crecimiento del integrismo en las comunidades de origen magrebí, en paralelo con el ascenso electoral de Le Pen y el Frente Nacional: la xenofobia se alienta cuando los problemas se ocultan con demagogia, no cuando se afrontan honestamente. Han tenido que ser las propias mujeres musulmanas, asediadas en sus guetos, las que se movilizaran para poner freno a un fundamentalismo que las autoridades y la prensa se empeñaban en ignorar. Ellas sí emplean un lenguaje directo: «Ni putas ni sumisas», llamaron a su organización, y la prohibición del velo en los colegios ha sido para ellas su primer triunfo.
Por cierto que los integristas ya se han aprendido las mañas de la corrección política que nos invade. Los manifestantes contra la ley del velo utilizaban unos lemas de la mejor causa progresista: «Por una escuela para todos y para todas». «Contra una sociedad de exclusión». Hacían suyo un discurso abierto y democrático que contradice sus creencias más arraigadas. Detrás de esta vieja estrategia «entrista» anda Tariq Ramadán, un intelectual musulmán nacido en Ginebra que logra disfrazar con aires cosmopolitas su verdadera naturaleza: es la cara amable del integrismo en Europa. Y algunos todavía le aplauden.
Finalmente, los bienpensantes y los reaccionarios comparten lo esencial: la intolerancia. No hay que descuidarse con estos modernos Torquemadas. Empiezan robando palabras, chistes y dibujos animados, y terminan resucitando el delito de opinión y quemando libros. El aquelarre ha comenzado: por el banquillo han pasado ya Michel Houellebecq y Oriana Fallaci, en París, por criticar al Islam. En España unos cuantos intelectuales prepararon la hoguera para la novela Todas Putas, su autor, Hernán Migoya y, de paso, su editora. Ni la fantasía se libra del fuego purificador. De verdad que tienen mucho peligro.

Fiente: Letras Libres

 

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