Soy de los pesimistas: No. No tenemos sino el cerebro como instrumento para conocer lo que creemos conocer. Y el cerebro es un producto de la evolución necesario para ayudarnos a encontrar comida y evitar ser comidos.
Uno de los padres fundadores de la cuántica, Erwin Schrödinger, plantea al problema del conocimiento de forma inmejorable en una pequeña obra de divulgación: Frente a mi ventana hay un árbol, lo veo por un complejo mecanismo donde están implicados el cristalino del ojo en el enfoque de la luz reflejada, su proyección inversa sobre la retina, la activación de terminaciones nerviosas que conducen los impulsos hasta la zona del cerebro que percibe y las que analizan: “es un árbol”. Otra persona, a mi lado, lo contempla y la proyección lleva a su cerebro la imagen. “Yo veo mi árbol, y la otra persona el suyo (notablemente parecido al mío), pero ambos ignoramos lo que es el árbol en sí. Kant es el responsable de esta extravagancia”, ¿Qué es la vida?, Tusquets, Álef, 1984, p. 137.
El debate entre Roger Penrose y Stephen Hawking, ocurrido luego de un programa de seis meses durante 1994 en el Instituto Isaac Newton de la Universidad de Cambridge, Inglaterra, y recogido en The Nature of Space and Time, Princeton University Press, 1996, ofrece dos visiones de la relación entre conocimientos y realidad. Dos posturas filosóficas divergentes. Dice Hawking: “Estas conferencias han mostrado con claridad la diferencia entre Roger y yo. Él es un platónico y yo un positivista”. Penrose se pregunta si los fenómenos postulados por las matemáticas en el mundo subatómico corresponden a la realidad. “Eso no me molesta”, sigue Hawking, “no exijo que una teoría corresponda con la realidad porque no sé qué sea eso… Lo único que me importa es que una teoría prediga los resultados de mediciones. Y la teoría cuántica hace esto con gran éxito”.
Desde el primer capítulo, Hawking deja planteado el tema esencial de tres mil años de filosofía: “Acepto el punto de vista positivista de que una teoría de la física es sólo un modelo matemático y que no tiene sentido preguntar si corresponde a la realidad. Todo lo que uno puede preguntar es si ofrece predicciones acordes con observaciones”, op. cit., p 4.
Jonia: Tales, Anaximandro y demás
En la escuela jónica de filosofía el pensamiento racional comenzó a surgir del mundo de los sueños mitológicos. Era el principio de la gran aventura: la búsqueda prometeica de explicaciones naturales y de causas racionales que, durante los dos mil años siguientes, iban a transformar al hombre más radicalmente que los 200 mil años anteriores (Arthur Koestler, Los sonámbulos, p. 22).
Lo repite con una imagen muy bella: Un viento primaveral sopla desde China hasta la isla de Samos, en el Egeo, despertando la conciencia de los humanos. El siglo VI a. C. es “el milagroso siglo de Buda, Confucio, Lao-Tsé, de los filósofos jonios y de Pitágoras”, originario de Samos. La aportación de Oriente, en la que destaca Buda, va por el rumbo de la religión délfica y su culto a Apolo, dios del sol, la luz, la sabiduría. A la entrada del santuario de Delfos estaba inscrito: Conócete a ti mismo. Lo podría firmar Buda. Pero, conocer la naturaleza es el aporte de la vieja Jonia, la costa este del mar Egeo. En ese aspecto no es menor el entusiasmo de Carl Sagan: En el siglo VI antes de Cristo, en Jonia, se desarrolló un nuevo concepto, una de las grandes ideas de la especie humana. El universo se puede conocer, afirmaban los antiguos jonios, porque presenta un orden interno: hay regularidades en la naturaleza que permiten revelar secretos (Cosmos, p. 175).
La humanidad se ha propuesto, una vez, y una sola, en toda la Historia, resolver los enigmas de la naturaleza sin recurrir a dioses ni a fuerzas ajenas al mundo físico, y eso ocurrió en la vieja Jonia del siglo VI antes de Cristo. Jonia, la que nos dio en arquitectura el orden de columnas caracterizado por un capitel que imita un papel que se enrolla en sus extremos, es la patria de la ciencia. De toda la ciencia. El único lugar donde los humanos se propusieron explicar el mundo visible recurriendo sólo al mundo visible. Los dioses podían existir, pero no eran necesarios en esa aventura del pensamiento, como respondería más de dos mil años después Simón de Laplace a Napoleón: “¿Dios? No fue una hipótesis necesaria en mi sistema, Sire”.
Jónico
Aunque rompimos sus estatuas,
aunque los expulsamos de sus templos,
de ninguna forma murieron por eso los dioses.
Oh, tierra de Jonia, a ti te aman todavía,
a ti sus almas te recuerdan todavía.
Mientras amanece sobre ti la mañana de agosto
a tu atmósfera pasa el vigor de su vida
y a veces etérea efébica forma,
indefinida, con paso rápido,
sobre tus colinas cruza.
—K. Kavafis (trad. L. G. de A.)
En la construcción del sistema solar por la fuerza gravitatoria de una nube de gases y polvo hasta encender el Sol por fusión de átomos de hidrógeno en helio y, con las pocas sobras, hacer los planetas, Laplace empleaba una sola base y eran las matemáticas de Newton para el comportamiento de la gravitación. Por entonces, en la existencia de esa nube podía escabullirse la idea del Dios creador de la nube de gases. Hasta que, más de 200 años después, nos bastó con el Big Bang… tras el cual todavía los creyentes pueden ver el modo de acción divino, si gustan. O se puede replicar con Sagan: Si de todas formas vamos a necesitar un ser creador increado, que existe desde toda la eternidad, digamos que eso es el universo y nos ahorramos un paso…
Es filosofía. Y tiene repercusiones en la ética y la ley.
El libre albedrío
Entre las víctimas de la relatividad estuvo el tiempo absoluto de Newton. El tiempo dejó de ser un fluir constante e invariable, con independencia de si existían estrellas o galaxias y planetas; el tiempo, en el espacio concebido como un hueco, fluía de forma regular e incesante.
La teoría de la relatividad adquiere ese nombre porque plantea que el fluir del tiempo es relativo: más lento conforme la velocidad se incrementa. Así tenemos, en la teoría de 1905 o relatividad restringida, la que Einstein llama “consecuencia peculiar” de mover uno de dos relojes sincronizados. A su retorno “los dos relojes ya no están sincronizados”, el movido se atrasa con respecto al inmóvil. Parágrafo §4. Physical Meaning of the Equations Obtained in Respect to Moving Rigid Bodies and Moving Clocks.
Esta idea ha sido reelaborada luego, con mayor atractivo, como la “paradoja de los gemelos”: uno de dos gemelos sale en un viaje interplanetario, luego vuelve. A su retorno, su gemelo y los hijos, nietos y bisnietos del gemelo han muerto, los países son otros. Si para él transcurrieron unas semanas, en la Tierra pasó un siglo. ¿Cuánto tiempo pasó? Einstein ofrece la respuesta: 1/2 del tiempo de viaje multiplicado por el cuadrado de la velocidad y eso entre el cuadrado de la velocidad de la luz, op. cit. Dos variables y una constante. Fácil, pero a nadie se le había ocurrido…
Esto conduce a una afirmación asombrosa: al incrementar la velocidad el tiempo transcurre con mayor lentitud. Luego, ¿a qué velocidad el tiempo se detiene por completo? A 300 mil kilómetros por segundo: la velocidad de la luz. Esto es, la luz surgida en el primer instante del Big Bang, que rebotó por entre partículas del plasma primigenio, finalmente se desacopló y comenzó un viaje que no ha cesado. Esa luz, formada por unidades, paquetes, llamados fotones, tiene ahora la misma edad que cuando dio inicio el Big Bang: 0 años. Cero edad. No ha pasado el tiempo. Pero aseguramos que el tiempo fluye en nuestro planeta porque su velocidad no es ni de lejos cercana a la de la luz, aun sumando la rotación, la traslación alrededor del Sol, la rotación de nuestra galaxia o Vía Láctea, la traslación de ésta en el grupo local de galaxias y la expansión del grupo local con toda la expansión del universo descubierta por Edwin Hubble en 1929. La física no lo ve así. Penrose lo dice con claridad: Mi conjetura es que aquí también existe algo ilusorio, y el tiempo de nuestras percepciones no fluye “realmente” en la forma de avance lineal en que lo percibimos fluir. El ordenamiento temporal que uno “parece” percibir es, afirmo, algo que imponemos a nuestras percepciones para poder darles sentido en relación con la progresión temporal uniforme hacia delante de una realidad física externa. La mente nueva del emperador, Conacyt/FCE, p. 523.
Si el fluir del tiempo es ilusorio, también lo es la libertad y el libre albedrío, puesto que se ejercen en el tiempo: hay un antes del crimen y un después. En el antes aún tengo libertad de no cometerlo. Pero si el fluir del tiempo es ilusorio, no existe la libertad necesaria para evitar el crimen, y debe, por tanto, desaparecer el derecho penal: nadie es culpable de lo que hace, así devore a sus hijos como el dios Cronos o ejerza su poder como sacerdote para obligar a monaguillos a realizar actos sexuales que ellos no desean. Nadie es culpable porque no hay libertad y el futuro ya existe. Hitler, Stalin y Castro, así como Sobera de la Flor y Barba Azul no son sino elementos que siguen una partitura escrita desde toda la eternidad e inmodificable.
La ley se reblandece
La Association for Psychological Science ha publicado en su journal (del mismo nombre) un estudio en que se observa que “la exposición a información que disminuya el libre albedrío, incluidas explicaciones de la conducta basadas en el cerebro, parece reducir el apoyo de la gente al castigo”.
Las investigaciones en neurociencias, conocida por lectura de revistas o porque la persona lleva un curso en el tema, resultan en población que propone penas menos severas para criminales hipotéticos. Ven menor culpabilidad.
“No hay consenso académico acerca del libre albedrío, pero nosotros sí hemos visto ya escurrirse en el sistema de justicia y otras instituciones sociales discusiones acerca de procesos cerebrales y responsabilidad, para bien o para mal”, dice el autor del estudio Azim Shariff de la Universidad de Oregón.
Si bien la investigación sugiere que la mayor parte de la gente cree en el libre albedrío, Shariff y sus colegas se preguntan si aumentar la exposición a información acerca del cerebro —pues ésta plantea una versión más mecanicista de la conducta humana— podría tener consecuencias en nuestra forma de razonar acerca de moralidad.
En breve, el equipo plantea la hipótesis, muy verosímil, de que “exponer a la gente a información que disminuya la creencia en el libre albedrío —sea neurocientífica o de otro tipo— disminuiría, a su vez, las percepciones de responsabilidad moral y, en último término, este cambio en las creencias podría influir en cómo piensa la gente acerca del crimen y el castigo”.
Aquí observamos el daño producido por el dualismo, primero el religioso, cristiano: alma-cuerpo donde la conciencia y la libertad están a cargo del alma; luego el filosófico, cartesiano, que no fue sino un cambio de nombres: res cogitans (la cosa pensante) y res extensa (la cosa material) que de alguna forma tenían su interface en la glándula pituitaria porque a Descartes le gustó su colocación en el centro del cráneo, base del cerebro. Y nada más.
Pero si el cerebro toma decisiones propias debidas a neurotransmisores, a conexiones de neuronas que podrían estar dañadas o malformadas, hasta ser hereditarias, la responsabilidad del individuo cesa en la medida en que la fisiología y la química cerebrales explican su conducta. No es un criminal, nomás tiene neurotransmisores alterados…
Si, además, el flujo del tiempo es una ilusión, también lo es el momento en que ocurre la decisión de cometer el crimen: la duda exige tiempo para resolverse. Pero el tiempo no fluye. Luego… no hay de otra. ¿O cómo le hacemos?
FUENTE: http://www.nexos.com.mx/?p=21974