Por Katherine Heiny
Antes solía llevar a la escuela a mi hijo, Angus, y a otro chico llamado Niklas. Un día mi hijo le explicó rápidamente a Niklas qué eran las familias reconstituidas. Le dijo que mi esposo estuvo casado antes, por lo que tenía otros dos hijos, que eran el hermano y la hermana mayores de Angus. También le comentó que aunque yo no era la madre de esos chicos, sí era la mamá de Angus y de su hermano menor.
Niklas estuvo callado por un momento y después me preguntó: “Entonces, ¿dónde está la verdadera madre de Angus?”. “Yo soy la madre verdadera de Angus”, le dije. “¿No es la otra señora?”, preguntó y le contesté que no. Siguió otra pausa y me dijo: “No pareces una mamá de verdad”. Cuando le pregunté por qué, me contestó: “No eres… tan seria”.
Sí, bueno, que me tomen en serio ha sido un tema. Sin embargo, para ese momento yo pensaba que al menos podía engañar a un niño de 10 años. “Soy seria”, dije. Niklas parecía dudoso y comentó: “Nos llevas a la escuela en bata”.
“Esto, en realidad, es una señal de mi seriedad. No estoy abrumada por lo superficial. No me distraigo con preocupaciones mundanas sobre mi apariencia”, les expliqué. De pronto, Angus me dijo: “Pensé que era porque te costaba trabajo pararte por las mañanas”. “También eso”, admití.
“Recuerdas esa vez cuando tuviste que ir al banco vestida con…” comenzó a contar mi hijo pero lo interrumpí y dije: “Creo que debemos callarnos, necesito concentrarme mientras conduzco”.
“Una cosa más”, dijo Niklas. “¿Realmente eres parte de la familia principal o más bien estás al lado?”. ¡Qué buena pregunta!
No creo que nadie crezca queriendo ser una madrastra. Las madrastras tienen mala reputación, al menos en casi todos los cuentos de hadas que existen. Conocí a mi esposo, Ian, en la ciudad de Nueva York cuando yo tenía 26 años. En ese momento, yo quería ser 1) alguien que se viera bien vestida de negro, 2) la propietaria de un bolso de mano Coach y 3) Stephen King (pero en versión femenina).
Ser madrastra no estaba en la lista. Ser madre no estaba en la lista. Ni siquiera ser esposa estaba en la lista. Ian era británico, apuesto y sofisticado. Tenía dos hijos, que iban a un internado en Inglaterra, pero el ser padre solamente le añadía atractivo como alguien amoroso y comprensivo.
Cuando tenía 29 años, me mudé con Ian a Londres, donde vivíamos en una casa de ladrillos rojos con puertas francesas que conducían a un pequeño y encantador jardín. Mis hijastros tenían 15 y 13 años. Aún asistían al internado, pero ahora podían venir a casa durante los fines de semana.
¿Cómo nos imaginaba viviendo todos juntos en esa casa? No lo hacía. Yo era como alguien que va a un torneo de bridge y dice “Ay, no sabía que íbamos a jugar cartas”. No quería jugar a las cartas; quería jugar a la casita.
Casi todo el mundo sabe que los adolescentes pueden ser irrespetuosos, sarcásticos, malagradecidos, engreídos, con aires de superioridad y perezosos. Ahora, imagínate viviendo con dos adolescentes que no son tus parientes sanguíneos. Imagínate ser un adolescente y vivir con una mujer de 29 años que es irrespetuosa, sarcástica, malagradecida, engreída y con aires de superioridad (no era perezosa, pero simplemente porque no podía darme el lujo).
Los conflictos se encendían y luego explotaban. Ser sarcástico era el arma favorita de todos. Ningún tema era tan insignificante que no mereciera ser discutido: aspirar, lavar la ropa, sacar la basura, comerse la última galleta de chocolate, utilizar el último pedazo de papel de baño.
Una pelea sobre olvidar poner la leche de nuevo en el refrigerador duró semanas. Escribí novelas juveniles con tanto ahínco y con tantas emociones reprimidas que desgasté las teclas de mi computadora.
Toda mi vida se trataba de adolescentes. Vivía con ellos, escribía sobre ellos y —admitirlo es doloroso— tenía las emociones de una adolescente. Quería lo que todos los adolescentes quieren: encajar. Pero en mi nuevo hogar, yo era una estadounidense entre británicos, una escritora entre radioescuchas, una seguidora devota de la mantequilla de maní entre fanáticos de la levadura untable Marmite, alguien con un sonsonete del Medio Oeste estadounidense rodeada de engolados y suaves acentos.
Soy dieciséis años más joven que mi esposo y catorce años mayor que mi hijastro. Como resultado, me sentía en el limbo, una estrella perdida en el espacio.
Adoptamos una perra labrador a la que llamamos Brandy, y por fin hubo algo en lo que nos pusimos de acuerdo: el gran amor que sentíamos por ella. Teníamos muchas conversaciones a través de ella: “A Brandy le encanta cuando vemos televisión todos juntos”, “A Brandy no le gusta que te vayas a tu cuarto y cierres la puerta”. Pero al menos nos comunicábamos.
Era tan fácil de olvidar que nunca nadie se da cuenta de si estoy o no.
Después el trabajo de Ian lo hizo reubicarse a Washington D.C.; nos casamos un poco antes de la mudanza. Le pedimos a la pastora local que presidiera la ceremonia y contestó: “¡Por supuesto! ¡Caso a cualquiera, no importa que tan excéntrico sea!”. Mis hijastros asistieron a la boda, al igual que Brandy, quien se comió un plato de rollos de salmón en la fiesta.
Me embaracé durante nuestro primer año de casados. Me sentía nerviosa por la reacción de mis hijastros por la noticia, pero su única reacción fue hacernos prometer que nunca mandaríamos al bebé a un internado. Me preguntaban cosas como “¿de qué color es el cabello del bebé?” y “¿se parece a ti o a papá?”.
Al parecer pensaban que el bebé era una cosa que yo estaba construyendo en un taller escondido y que lo podía ver cuando yo quisiera. Fue un embarazo difícil, con tanto tiempo de reposo en cama que casi olvidé que esperaba un bebé. Cuando Angus nació, no estaba lista para sentir tanto amor por él y no estaba preparada en absoluto para lo mucho que mis hijastros lo amarían.
La fotografía de uno de mi hijastro cargando a Angus por primera vez es mi favorita de todas las que le tomamos al nacer. Mi hijastra voló de Londres a Washington el viernes y regresó el domingo solo para poder tenerlo en brazos. Acarició su cabello puntiagudo de bebé recién nacido y admiró sus largas pestañas. Después me miró y dijo, “No puedo creer que hay alguien que es mitad nosotros y mitad tú”.
Ah. Aún éramos “nosotros” y “tú”. A pesar de eso, al menos nadie dijo: “Mira lo que tuviste”, que era lo que yo temía. Tuvimos un segundo bebé, Hector, quien podía hablar con oraciones completas al año y medio de edad. Un día me miró y dijo: “¿Por qué eres Katherine Heiny y por qué tienes ojos azules?”. Entendí su duda: el resto de la familia tiene el apellido de mi esposo y ojos marrones. Incluso un niño pequeño podía darse cuenta de que yo era una forastera.
Con el tiempo nos mudamos de vuelta a Londres, donde mis hijastros ya asistían a la universidad. La mudanza fue difícil para Angus y Hector. No sé cómo lo habría logrado sin mis hijastros. Las visitas de su hermano o hermana eran la manera más segura de que sonrieran. Además, me encantaba la facilidad con la que nuestras vidas se desarrollaban: paseos al parque y al cine, cenas repentinas de espagueti, vino y conversaciones sin fin.
Y luego una nueva mudanza, esta vez a los Países Bajos. Fue difícil dejar Londres ahora que finalmente estábamos funcionando bien como una familia reconstituida. Angus y Hector amaban tanto a mi hijastro que lloraban cada vez que llegaba de visita, pues ya se ponían tristes al saber que se iría.
Mis hijastros pasaron la Navidad con nosotros durante nuestro primer año ahí y en Nochebuena decidimos abrigarnos bien para ir a caminar en las dunas. Subí al segundo piso a cambiarme y cuando regresé todos se habían ido sin mí. Estaba furiosa. Más que eso, me sentí herida.
Por supuesto que se fueron sin mí, pensé. Era tan fácil de olvidar que nunca nadie se da cuenta de si estoy o no. No solo me dejaron, también me dejaron los platos del desayuno. Metí todo al lavavajillas con tanta fuerza que me sorprende que no se hayan hecho pedazos. Tiene que decirse: creo que todos se fueron en ese momento porque finalmente lograron meter a los niños en sus trajes para nieve y, con los niños, todo depende de los impulsos momentáneos.
Cuando regresaron, estaban arrepentidos. “¡Fue muy divertido, deberías haber estado ahí!”, dijo mi hijastro, con una inocencia tan falsa que me hizo reír. Él siempre, siempre, ha sido capaz de hacerme reír. Mi hijastra lavó los platos de la cena mientras me di un baño de tina. La paz se restituyó pero fue alarmante cuán pronto me volví a sentir como una extraña.
Ahora de nuevo vivimos en Washington, y Angus y Hector ya son adolescentes. Dejan orillas de pan enmohecidas en sus habitaciones, se acaban el agua caliente durante sus interminables duchas y, efectivamente, dejan la leche afuera del refigerador. ¿A quién le importa? Sorprendentemente, a mí no. Parece ser que tengo mucha más paciencia; Brandy estaría orgullosa.
Quizá es que ya he atravesado la adolescencia con mis hijastros y sé que todos sobreviviremos y nos volveremos más fuertes. O quizá simplemente es que, finalmente, he madurado.
Katherine Heiny vive en Bethesda, Maryland, y es autora de la novela de reciente publicación «Standard Deviation».