Por Laura Lecuona
Cada vez que un caso de violación o feminicidio se vuelve tema de discusión pública alguien se encarga de recordarnos que #NotAllMen. Ya lo sabemos. El feminismo no sostiene que todos los hombres sean violentos: sostiene que en esta sociedad todos los hombres son educados para serlo.
Por qué los hombres violan a las mujeres no es ningún enigma: la teoría feminista hace tiempo que ha ofrecido una respuesta coherente y sólida a esa pregunta (piénsese en la obra de Susan Brownmiller).
Los violadores no son unos monstruos, pervertidos, locos, machos con un impulso biológico incontrolable ni «adictos al sexo». Son hombres comunes y corrientes que tienen muy introyectadas las ideas sobre las mujeres, los hombres y las relaciones entre los sexos con que la sociedad, los medios y la industria cultural nos bombardean constantemente, desde la comida familiar hasta la reunión entre universitarios y desde la pornografía hasta las caricaturas, pasando por las notas periodísticas, las canciones, las telenovelas, las películas románticas o las novelas de detectives.
Son creencias y sistemas de valores que se transmiten de generación en generación ya sea en modalidad subterránea o en modalidad al aire libre. Es algo que se respira en el aire y sin mucho rigor podríamos llamar quizá un «inconsciente colectivo» que a todos nos atraviesa. Son hombres obedientes al mandato patriarcal y que se sienten muy a gusto viviendo en la cultura de la violación… donde vive inmersa también el resto de la humanidad, cabe señalar.
Si queremos erradicar la violencia de género lo que debemos cambiar es la cultura que la propicia, el sistema que le sirve de caldo de cultivo.
Nadie se salva; no hay castillo de la pureza que nos proteja de esa contaminación ideológica omnipresente. Y esos hombres normales, demasiado normales, se han tragado, contentos y acríticos, el mensaje de que en virtud de su sexo, superior según les han hecho creer, pueden usar a su antojo esas cosas inferiores a ellos llamadas mujeres.
La agresión sexual es parte del combo masculinidad, uno de tantos privilegios tácitos que se obtienen por default al nacer con pene.
Esto de ninguna manera quiere decir que los violadores, asesinos y acosadores no tengan una grave responsabilidad moral o no sean culpables de sus actos y no merezcan estrictas penas carcelarias por sus delitos.
Quiere decir que la explicación de la violencia no se encuentra tanto en la psicología de algunos hombres en lo individual como en el ambiente sociocultural en que ellos y todos los demás nos desenvolvemos; quiere decir que si queremos erradicar la violencia de género lo que debemos cambiar es la cultura que la propicia, el sistema que le sirve de caldo de cultivo.
Esos cambios en la cultura y en la idea del mundo son la principal agenda del feminismo, nada menos.
Al preguntarse en su obra Eichmann en Jerusalén qué llevó al artífice del genocidio judío a cometer tales atrocidades, la filósofa Hannah Arendt concluye: «El problema con Eichmann era precisamente que hubo muchos hombres como él y que esos hombres no eran unos pervertidos ni sádicos, sino que eran, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales».
En los días que siguieron a la violación y asesinato de Mara Castilla, una nota periodística destacó por su franqueza involuntaria. Sobre el acusado, Ricardo Alexis Díaz, la redacción de Quadratin dice: «No había nada extraordinario en su historia. Tenía un empleo, vivía con su pareja, era un hombre normal. O lo fue… hasta que se le presentó una oportunidad de delinquir: una joven hermosa, de 19 años, dormida en la parte trasera de su auto».
Eso es lo más escalofriante: saber que tantos hombres normales, si «tienen oportunidad», violarán o matarán a una mujer sin mayor remordimiento. Una investigación francesa realizada en 2015 arrojó que un 30% de los hombres violarían a una mujer si supieran que no irán a dar a la cárcel. Por eso les gusta tanto la fantasía del hombre invisible: la imaginada posibilidad de tocar a una mujer, espiarla o violarla y salirse con la suya.
La violación no nace de un deseo sexual irrefrenable. Su causa no es Eros sino Tánatos: es afán de ejercer poder, destruir, matar por fuera y por dentro. Pero a veces no basta con hacerlo sino que también hay que mostrarlo: presumir, fanfarronear. Como cuando hay que presumirles a los amigotes lo macho que es uno.
Lo primero que hicieron los integrantes de La Manada, esos cinco hombres que durante las Fiestas de San Fermín en Pamplona ofrecieron acompañar a su coche a una joven a la que acababan de conocer pero en lugar de eso la violaron tumultuariamente, fue alardear de la hazaña en directo con su grupo de Whatsapp y anunciar que había video. No se crea que los otros dieciséis integrantes trataron de disuadirlos, no; todo lo contrario: los incitaban.
No estamos a salvo en ninguna parte, ni en la calle, ni en el trabajo, ni en el transporte público, ni en un vehículo particular ni en nuestras casas.
Si de presumir se trata, otra opción es hacer ver al mundo cuán buena gente es uno porque tuvo la oportunidad de violar y no la aprovechó.
Eso hizo este otro taxista, que no sólo dejó en su casa sana y salva a una chica que abordó su vehículo en estado de ebriedad, sino que le dio al mundo una valiosa lección moral. Vale la pena citar sus palabras, porque condensan una serie de creencias populares en torno a la violación y sus causas:
«Véanla… viene completamente dormida. No sabe dónde está, no sabe si yo estoy enfermo y le puedo hacer algo, y ella ahí está, totalmente expuesta a lo que le pueda pasar. Luego te topas con un idiota enfermo como el conductor de Cabify en una condición como ésta y todo se junta, ¿no? No aplaudo lo que le pasó a la chica, pero cuando te expones así, ¿qué esperas que te pase? ¡¿Que un extraño te cuide?! No todos somos iguales. Hay gente muy enferma que sólo está esperando la oportunidad de que te pase algo así».
Por lo visto este buen hombre se siente merecedor de aplausos, él sí, por reproducir el discurso que culpa a las víctimas, por creer que tiene derecho de grabar a una mujer inconsciente y exponerla en las redes, por recordarnos que una damita no debe emborracharse y por hacernos ver que él, alabado sea, no es un «enfermo» y hasta «cuidó» a una extraña (es decir, ni la mató ni la violó ni la dejó tirada).
Nos recuerda algo que las mujeres sabemos bien: que no estamos a salvo en ninguna parte, ni en la calle, ni en el trabajo, ni en el transporte público, ni en un vehículo particular ni en nuestras casas. Y justamente de eso se trata: de mantenernos en un estado de temor permanente a lo que nos pueda hacer un hombre o una manada de hombres.
La violación es eso: la posibilidad que pende todo el tiempo sobre nuestras cabezas para que no nos atrevamos a contrariar lo que la sociedad y un hombre o todos los hombres quieran de nosotras. Es el método de control más cruel y generalizado: cualquier hombre puede ejercerlo contra cualquier mujer en cualquier momento.
Todos son violadores en potencia por el hecho de vivir en una sociedad que, aunque en teoría condena la violencia hacia las mujeres, en la práctica, con un monumental despliegue de hipocresía, la fomenta y desde luego la condona.
Para reducir los índices de violencia hacia las mujeres no hacen falta héroes: nada más hacen falta hombres decentes.
Sin embargo (menos mal), no todos lo son en acto. ¿Qué distingue a los hombres-que-sí (violan, golpean, matan mujeres) de los hombres-que-no? Recurramos de nuevo al ejemplo de La Manada o al de los cuatro violadores de Veracruz conocidos como los Porkys. ¿Qué teníamos ahí momentos antes del delito, poco antes de que esos individuos se convirtieran en manada violadora? ¿De pura casualidad, y porque Dios los crea y ellos se juntan, teníamos a cinco/cuatro hombres-que-sí? ¿O sólo había uno o dos que sí y dos, tres o cuatro que hasta ese momento no y simplemente vieron la oportunidad y la aprovecharon?
Lo cierto es que habría bastado con que uno solo les plantara cara a los demás para evitar una violación tumultuaria. Pero no: ese (muy) hipotético uno se les unió y en ese instante, así fuera a regañadientes, se convirtió en otro más que sí.
Por sentido de pertenencia, por no querer arruinarles la fiesta a los otros, por no perder amigos, por cumplir el pacto de caballeros, para pisotear la voluntad de una mujer en camaradería… Obsérvese que no hacía falta ninguna acción heroica; quien detuviera esa violación no iba a poner su vida en riesgo: sólo el qué dirán y la amistad corrían peligro, si acaso.
Pero con tal de no desentonar, ni uno solo tuvo el gesto de decencia elemental que se necesitaba para que esa joven llegara a salvo a su coche. Para reducir los índices de violencia hacia las mujeres no hacen falta héroes: nada más hacen falta hombres decentes.
No todos los hombres se mandan fotos de mujeres desnudas por Whatsapp pero muchísimos sí. Un hombre-que-no, tras caer en la cuenta de que esa costumbre de sus amigos lo emparentaba con los paradigmáticos hombres-que-sí de los sanfermines, decidió compartir sus reflexiones con su grupo de mensajes instantáneos para a continuación salirse de él.
No quiso seguir asistiendo impasible a esa misoginia por inercia. Ojalá muchos más reunieran esa pequeña dosis de valentía que se necesita para enfrentarse a los pares (fíjense qué curioso: muchísima más valentía necesitaría una mujer a punto de ser violada para oponer esa resistencia que a veces injustamente se exige como prueba de que no hubo consentimiento).
Ahora es cada vez más común ver hombres que se creen feministas porque, dicen, están convencidos de que las mujeres son iguales a los hombres (o intercámbiese esta frase por cualquier otra definición popular de feminismo). Sus intenciones son nobles, pero la bondad se alcanza por acción, no por omisión. Aliado feminista no es el que comparte el quehacer doméstico y ya por eso no es un machín de siete suelas.
Lo más valioso que pueden hacer los hombres conscientes no es pretender brillar por solidarios en una marcha de mujeres contra los feminicidios. El verdadero aliado es el que activamente hace algo por educar y desconstruir a otros hombres: el que, por ejemplo, no deja pasar chistes misóginos (no basta con que él no los cuente o no se ría de ellos); el que cuando ve a otro hombre acosando a una mujer va y lo encara en vez de desviar la mirada; el que deja de consumir pornografía y prostitución pero sobre todo exhorta a sus amigos a seguir su ejemplo. Ayudar a contrarrestar la horripilante presión del grupo haciendo presión en el otro sentido es un trabajo importantísimo. Es lo mejor que pueden hacer por el feminismo los hombres a los que genuinamente les interese la causa de las mujeres.
Estas reflexiones me hicieron recordar algo que me pasó hace tiempo. Estudiaba en la universidad y dos amigos a los que, como a mí, les interesaba la filosofía analítica me invitaron a un grupo de estudio informal que estaban organizando con un cuate de ellos al que yo no conocía.
Muy ilusionada fui a la primera reunión. Estábamos en un receso preparando café y viendo la colección de discos del anfitrión cuando el tipo al que yo no conocía les dijo a los otros dos: «¿Y si ponemos un trío de viola?». No podía y no quería creerlo. Pasaron algunos minutos en los que traté de convencerme de que seguramente Brahms o Schubert habrían compuesto un trío de viola y esa insinuación bromista que me había provocado un nudo en el estómago era paranoia mía. Pero no, no me funcionó el autoengaño. Al final lo vi con total claridad: me estaban recordando que pretender ser como ellos es una osadía y tiene un precio. Y, lo pagara o no, en ese mundo, por ser mujer, yo sería por siempre otra.
Me levanté e incómoda, desengañada y triste me fui para nunca volver. No dije nada, sólo «Ya me voy». En la puerta el anfitrión al despedirme me dijo, sin más: «No te tienes que ir, no pasa nada». Cierto, no pasaba nada.
Había ahí un hombre-que-sí (acosa, alburea, quizá incluso viola mujeres) y dos hombres-que-no. Dos hombres que no acosan, pero tampoco hacen nada. Dos bystanders, testigos pasivos haciéndose de la vista gorda porque no es su asunto. Dos hombres que no plantaron cara por su amiga para no quedar mal con el amigo.
Para acabar con la violencia hacia las mujeres no se necesitan muchos hombres-que-no inofensivos pero indiferentes: se necesitan hombres decentes que activamente confronten y condenen a los hombres-que-sí.