Por El Diletante
Hay una tendencia, exasperante para mi gusto, de explicar los asuntos políticos desde un enfoque sentimental. Las complejas relaciones entre ciudadanos, instituciones y países, se simplifican y se equiparan con lo que ocurre en el seno de un pareja, de un hogar o un grupo de amigos. Además, los que abusan de estas comparaciones, se creen asistidos por una lógica natural irrefutable. Y llega un punto en que la política se limita a quererse, odiarse, maltratarse, reconciliarse,… como si fuera la casa de Gran Hermano.
Una gestión adecuada de lo emocional tiene virtudes didácticas y ayuda a cohesionar una sociedad. Que tres millones de personas vivan con seiscientos euros al mes suena abstracto y frío. Pero los dificultades económicas de Isabel para mantener a tres hijos nos acerca al problema de un modo concreto; y quizás sirve de acicate para que apoyemos políticas que amparen a Isabel, y de paso a los otros tres millones de personas.
Las metáforas son un puente sencillo para entender lo complejo. Un chiste sobre vascos puede transmitir, de modo divertido, información con alguna base sociológica. Pero si confundimos el chiste con el conjunto de la realidad, la simplificación se convertirá en una caricatura plagada de tópicos perversos.
Ahora mismo, el tema de Cataluña está repleto de metáforas emocionales simplistas; la solución sería más amor, más odio, mejor amor, otro tipo de amor… Envidio la capacidad de algunos para desarrollar sentimientos tan profundos hacia tanta gente a la vez. Dicen que Julio Iglesias se ha acostado con tres mil mujeres; yo no tengo amor para tanta gente, tampoco odio; lo que sí tengo es respeto, y no exijo condiciones previas.
Cuanto más íntima es una relación más imprescindibles son los afectos. En cualquier familia existen unas normas no escritas, aunque solo los afectos son capaces de legitimarlas. A medida que los grupos crecen, y se hacen más diversos, la conexión emocional se debilita y emergen las normas como referencia común.
A veces es preferible ir al dentista que a una reunión de la comunidad de vecinos, el roce no siempre hace el cariño. Pero hay que ir; y el trato distante ente los vecinos no puede ser la base sobre la que se gestionen las necesidades del edificio.
Las relaciones, como los terremotos, tienen un pequeño epicentro, allí están las relaciones personales, que son intensas y están cargadas de emocionalidad. Luego está su enorme radio de acción, que abarca una gran variedad de relaciones sociales que son más frías, cerebrales y normativas a medida que se alejan del epicentro.
Imaginad que fuera al revés, que dentro de casa nos tratáramos como cuando vamos a entregar un impreso a la seguridad social. O que las relaciones en la oficina de la policía municipal fueran intensas y viscerales, un melodrama continuo con los policías animando del cotarro.
Las cosas no significan lo mismo para todos.
La palabra “madre” significa algo muy concreto en nuestra casa; pero en el espacio social hay muchos tipos de madre, e infinidad de maneras de no ser madre. Tampoco nuestra madre es igual que otras madres que nacieron quinientos, o diez mil kilómetros más allá. Del mismo modo, existen más tipos de amor que los que somos capaces de aprender y de entender; y hay muchos más dioses, creencias y escepticismos de los que invocamos en la soledad de nuestra habitación. Y las patrias que salen en los mapas, tan solo son una ínfima parte de las que la gente lleva consigo.
Pretender que nuestra particular manera de entender y relacionarnos es, o deber ser, común a todos los demás, significa que negamos a los diferentes su hueco en el espacio social y político. El abuso de las metáforas sentimentaloides por parte de la política provoca un reduccionismo que, más que la a convivencia, incita a la exclusión.
Una sociedad, para mi, debe promover la diversidad, como soporte para el desarrollo individual, el colectivo; y de la convivencia. La política, en sus distintos enfoques, tiene la misión de buscar el común denominador donde las distintas formas de afrontar la viva sean cuando menos compatibles, siempre desde la base del respeto.
Aceptar al diferente es un acto más racional que visceral.
En nuestra memoria animal siguen pesando los milenios que sobrevivimos en grupos diminutos enfrentados a un entorno hostil. Solo desde la racionalidad hemos logrado ir aplacando esos instintos para ser capaces de convivir en grupos cada vez mayores e interconectados entre sí. Pero esa llama sigue ardiendo en el interior de todos nosotros y, a nada que alguien la avive, se convierte en fuego devorador. Donde hoy, gracias a la razón, vemos amigo; mañana, si se enciende ese instinto, puede aparecer el peor enemigo.
Para este propósito de convivencia no ayuda en absoluto que la política sea otro show más, en poco difieren los programas de cotilleo y los debates políticos que inundan las cadenas. Ambos buscan dirigir los argumentos al epicentro de lo íntimo para tener al público atrapado en un carrusel de giros dramáticos. El objetivo de fondo también es el mismo; vender a través de la publicidad.
Los célebres “zascas” son la máxima expresión de una tendencia que conduce a la política al despeñadero de la inutilidad. Se reparten “zascas” para todos los gustos, es tan fácil como decirle a un público determinado lo que quiere oír. El “zasca” se vale de esas metáforas tramposas que trasladan lo íntimo al espacio de lo político, para que los argumentos parezcan verdades irrefutables. También explotan algo tan humano como la contracción; siempre añadiendo unas gotas de cinismo.
Sobra épica, falta lírica.
A falta de política tenemos épica, ofertas por doquier para enrolarnos en alguna cruzada para defendernos del invasor o lanzarnos a cortar la cabeza de los herejes. Demasiadas metáforas que son tan solo piedras arrojadizas, y muy pocas que nos ayuden a entendernos a nosotros mismos, y sirvan para comprender a todos los demás.
La política ya solo aspira a tener razón; o por lo menos a que se la den. Cabría preguntarse entonces; si los partidos se conforman con intentar ser lo protagonistas de una eterna discusión estéril (o tóxica), y han encontrado acomodo como un negocio que prospera avivando nuestra tendencia instintiva a la desconfianza, a la visceralidad, a confundir nuestra pequeña parte con el todo; ¿quién mueve entonces los hilos? Si es que realmente los mueve alguien.