Por El Diletante
Estamos perdiendo las palabras, poco a poco, héroe es solo un ejemplo. El mecanismo que se describe a continuación opera con muchas otras palabras. Dejadme empezar con una interesante historia que, además de cargar de significado esta palabra, nos introduce en el valor supremo que representa el lenguaje.
En 1971 el profesor Philip Zimbardo lideró al equipo que realizó el famoso experimento psicológico de Stanford, en el que intentaron reproducir las condiciones de vida de una prisión. Mediante un anuncio reclutaron a 24 jóvenes sanos y estables mentalmente, a la mitad les asignaron el rol de prisioneros y a la otra mitad el de guardias. Al sexto día tuvieron que suspenderlo, la vida en aquel simulacro de prisión se había degradado hasta términos insoportables, los guardias sometían a los prisioneros a todo tipo de vejaciones físicas y maltratos psicológicos, y estos por su parte se amotinaron en primera instancia y luego terminaron enfrentados entre sí. Todos se sintieron identificados y legitimados a través de su rol.
Algunos guardias, en las entrevistas posteriores, confesaron la desazón que les había causaba el comportamiento agresivo de sus compañeros con los presos; pero no se atrevieron a manifestarlo, y menos a enfrentarse a ellos, bien por miedo físico o para evitar la ira del grupo.
El año 2010, cuatro décadas después, el propio profesor Zimbardo pone en marcha The Heroic Imagination Project para investigar y visibilizar a personas que, en situaciones similares a las que vivieron los guardias, si que actúan frente a lo que consideran injusto o indigno, asumiendo un riesgo físico o la ira del grupo. Zimbardo comienza a reunirse con estos héroes, o con sus familiares y amigos, pues algunos murieron como consecuencia de su acción. Su pretensión es desentrañar el significado y el valor de la palabra héroe, reconocer a las personas que actúan como tal, y inspirar a otras para que tomen ese camino llegado el momento.
Un héroe, desde la antigüedad, es quien hace cosas extraordinarias impulsado por sus ideales y valores. Además, lo hace por iniciativa propia y asumiendo riesgos de los que escaparíamos el común de los mortales. Los héroes contemporáneos que investiga Zimbardo siguen respondiendo a estas características.
Aunque, según los medios de comunicación, un héroe puede ser infinidad de cosas más. Por ejemplo quien resiste ante situaciones adversas que le vienen dadas con una actitud encomiable. O quien es parte de un grupo al que se atribuyen nobles ideales. Ser socio o cooperante en una ONG no basta para ser un héroe; el heroísmo es individual y, suele cuestionar al grupo o asumir riesgos de los que este no sería capaz. Pero, lo más disonante es llamar héroe a quien tan solo hace bien su trabajo, como un deportista. Y esperpéntico, aunque común, es considerar héroe al niño que se toma el desayuno sin rechistar y va al colegio silbando; como hace la publicidad. La palabra héroe se ha degradado, ahora, el que no es héroe es porque no quiere.
¡Qué más da! pensarán algunos, mejor todos héroes, para un cosa que es gratis. Pero hay dos pequeños inconvenientes. Al bajar el listón se vacía de contenido la palabra, lo que antes definía algo ya no define nada. Y, cuando ser héroe se abarata tanto, los que siguen pagando tan caro el hecho de serlo pasan a ser tratados como idiotas o locos.
Además, al diluir una palabra se diluye su cualidad, en este caso la heroicidad; ni las gestas “heróicas” de Messi en el campo de fútbol, ni el hijo modélico que desayuna sin rechistar, nos pueden cubrir ese vacío.
La heroicidad suele ser el último reducto de la dignidad humana. Cuando un grupo, o una sociedad entera, se adhiere acríticamente a postulados totalitarios o racistas, por poner un ejemplo, lo único que queda a lo que agarrarse son las actitudes heroicas, las de quienes plantan cara al grupo y se enfrentan a su ira. Un solo héroe termina redimiendo muchas veces a miles de personas que callan o no se atreven. En una situación más cotidiana, la persona que arriesga su vida entrando a una casa en llamas, no solo hace algo bueno por quienes están dentro, también por todos los que conocen su hazaña.
“Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”
–Ludwing Wittgenstein, filósofo y lingüista.
Héroe, democracia, libertad, solidaridad, fascismo… las palabras son ya solo otro recurso comercial que se consume de forma compulsiva e insostenible. Tanto la política, como la publicidad y la información de baja calidad, mayoritaria a día de hoy, se afanan en devorarlas para satisfacer sus intereses. Y después, cuando los demás necesitamos usarlas, comprobamos con impotencia que no definen nada, o lo definen todo, que a la postre es lo mismo. De este modo se va difuminando el horizonte que nos abre lenguaje, y eso estrecha nuestros límites particulares y los del mundo que construimos al juntarnos con los demás.
Es un tarea urgente, vital, recuperar el significado genuino de las palabras, escapar como alma que lleva el diablo de esas cajas de resonancia donde se celebra la siniestra ceremonia de la destrucción del lenguaje. Por entretenido que nos parezca el espectáculo, es bueno que al apagarse los focos nos planteemos que ganamos con todo eso. También es verdad que ahora los focos no se apagan nunca; por lo que hacer balance se está volviendo un acto “heróico” cuando resulta tan cómodo y sencillo bailar eternamente al son que nos marcan.