Por Elena Goicoechea
Si se trata de echar culpas ¡no busquen más!, la culpable fue el águila: ¿a quién en su sano juicio se le ocurre posarse sobre un nopal enclavado a medio lago, sabiendo que le seguía los pasos una bola de mexicas fantasiosos con planes urbanísticos?
De acuerdo, la culpa también fue de aquellos hijos de su prehispánica madre por tragarse sendo mito: “… los aztecas recibieron un mensaje del Dios Huitzilopochtli para que abandonaran Aztlán, el lugar donde hasta entonces residían, a fin de buscar una tierra nueva en la que encontrarían riquezas y obtendrían poder sobre los demás pueblos. La señal sería un águila encima de un nopal devorando una serpiente…” Y como la ambición rompió el saco, no lo pensaron dos veces, cargaron con sus chilpayates, empacaron hasta el molcajete en su itacate y se fueron de mojados, literal, porque hasta el lago de Texcoco fueron a dar en 1325.
Imagino que después de un tiempo de andar como nómadas estaban tan ampollados sus pies, que con tal de concluir su peregrinar, a cualquier zopilote le veían pico de águila y a cualquier lombriz un cascabel… Pero bueno, un poco más de sentido común y un poco menos de romanticismo les habría valido para cuestionar la conveniencia de construir su soñada Tenochtitlan sobre una red de lagos en los que debían moverse en chinampas -esas mismas en las que hoy se pasean los turistas y se ponen hasta las chanclas los cumpleañeros ‘ñeros’ en Xochimilco- para no mojarse los guaraches.
La vieja Tenochtitlán se construyó sobre islotes artificiales de piedra, tierra y cañas que construyeron en los bajos de la laguna con el propósito de ganar terreno para el cultivo y levantar sus edificaciones. Además de ser las ‘peseras’ de la época, los aztecas usaban las chinampas para cultivar sobre ellas; y las combinaban con bancales, formando una enorme red de canales y parcelas. Y así fue que se inició su desecación.
Los ancestros mexicas no previeron que un suelo tan fangoso se estremecería con más enjundia que uno de tepetate cuando las ondas sísmicas los sorprendieran. En los Anales de Tlatelolco, la relación histórica más antigua en lengua náhuatl, aparece la primera descripción de un fuerte sismo en lo que hoy es la Ciudad de México, en 1455: “[…] hubo también terremoto y la tierra se agrietó y las chinampas se derrumbaron; y la gente se alquilaba a otra a causa del hambre.” Parece ser que fue tan intenso aquel sismo que dejó la estructura de la ciudad patas arriba.
Con todo, su valedor Huitzilopochtli les cumplió el sueño de convertirse en los señores del Valle de Anáhuac, dotándolos de harto oro, cacao y xoloitzcuintles. Lo malo fue que se pasaron de gandayas y los pueblos vecinos a los que se ‘traían fintos’ no dudaron en aliarse a los recién desembarcados conquistadores para pararles los pies a los aztecas… y quemárselos en un momento dado.
Los españoles remodelaron la ciudad al estilo ‘si te vi no me acuerdo’ y su fisonomía cambió de forma radical. ¿Cómo para qué buscar otro terreno -más firme, por ejemplo- si podían construir sobre lo que ya estaba construido…? Lo que no cambió fue lo que yacía en el subsuelo: agua. En el siglo XVII, la capital del virreinato fue objeto de incontables inundaciones. Ello motivó la construcción de obras de drenaje que, continuadas por los sucesivos gobiernos en la época del México independiente han llevado a la desaparición casi total de los cinco lagos que componen el sistema.
Pero con la Madre Tierra no se juega. No importa qué construya la cultura en turno: pirámides, templos barrocos, palacios, rascacielos, “lavadoras” o “doritos”…. De vez en vez se encarga de movernos el tapete o inundar nuestras arterias para recordar que los chilangos estamos parados en el fango y que nadie puede cruzar este pantano sin ensuciar tarde o temprano su plumaje.