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Hay razones para preocuparse de que el secesionismo se normalice: las separaciones pacíficas de países son cada vez más excepcionales. Más comúnmente son catastróficas.
El 8 de enero de 1918, menos de un año después del inicio de la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, el presidente de ese país Woodrow Wilson habló frente a una sesión conjunta en el congreso para presentar su visión de un sistema internacional radicalmente nuevo que pensaba podía prevenir el estallido de otra guerra. Wilson convocó a un “ajuste imparcial de todo reclamo colonial” que respetara la soberanía de las personas que vivieran bajo cualquier colonialismo, y a una redefinición de las fronteras “a lo largo de líneas de nacionalidad claramente reconocibles”.
Aunque el arreglo posguerra real no se adecuó a la visión de Wilson, la idea de que las fronteras nacionales debían basarse en la autodeterminación étnica tuvo un impacto mucho más amplio del que él planeó. El discurso de Wilson causó sensación desde India hasta Egipto, pasando por China y más allá.
En estas semanas, dos posibles naciones han votado sobre si buscar la autodeterminación según los principios de Wilson. El 25 de septiembre, el Kurdistán iraquí sufragó respecto de su independencia de Irak. El 1 de octubre, Cataluña tiene programado votar por su independencia de España. En ambos casos, los países de los que posiblemente se separarán se oponen siquiera a la pregunta. También en ambos casos, si los votantes escogen la independencia, los posibles nuevos países seguramente enfrentarán la oposición de la comunidad internacional, particularmente de Estados Unidos.
Esto no debería sorprendernos. Desde los tiempos de Wilson, Estados Unidos –un país fundado como una colonia que se independizó– por lo general se ha mostrado renuente a ver cambios en el mapa mundial. Durante la Guerra Fría, esta tendencia condujo a la neutralidad estadounidense durante las guerras de independencia en Biafra de 1967 a 1970 y en Bangladés en 1971. A pesar de la indignación pública por el sufrimiento de los civiles y la presión del pueblo para apoyar a los rebeldes, Washington se rehusó a dar la espalda a dos de sus aliados durante la Guerra Fría, Nigeria y Paquistán, respectivamente.
En 1991, el presidente George H. W. Bush se opuso a la separación de la Unión Soviética, y advirtió a los ucranianos, en lo que se conoce como el discurso del “pollo de Kiev”, que “la libertad no es lo mismo que la independencia” y que “los estadounidenses no respaldarán a quienes buscan la independencia para remplazar la tiranía distante con el despotismo local”. Ese mismo año, después de que en Croacia se celebró un referendo sobre la independencia, el Departamento de Estado aclaró que Estados Unidos estaba comprometido con “la integridad territorial de Yugoslavia dentro de sus fronteras actuales”, una postura que hizo poco para evitar la sangrienta desintegración de ese país.
Durante la primera guerra chechena, en 1996, el presidente Bill Clinton comparó cuestionablemente al entonces presidente de Rusia, Boris Yeltsin, con Abraham Lincoln, quien, según dijo, dio la vida por la noción de que “ningún Estado tiene el derecho de abandonar nuestra unión”. Antes del referendo de Escocia sobre la independencia, realizado en 2014, el presidente Barack Obama pidió a los votantes escoceses conservar un Reino Unido “fuerte, robusto y unido”. El gobierno de Donald Trump, a pesar de coquetear con la idea de deshacerse de la vieja política de “una sola China” que reconoce la soberanía de Pekín sobre Taiwán, parece haberse instalado ahora en una adopción similar del statu quo cartográfico.
Ha habido algunas desviaciones, como el marcado apoyo de Estados Unidos a la independencia de Kosovo y de Sudán del Sur, pero estas se han vuelto un escarmiento: Rusia usó a Kosovo como precedente para reconocer a las regiones separatistas de Georgia, y acusó a Estados Unidos de hipocresía por no hacer lo mismo; Sudán del Sur, que ha caído en la guerra civil y la limpieza étnica, no ha respaldado los argumentos a favor de los movimientos de independencia en otros lugares.
La aversión de Estados Unidos a los cambios en las fronteras concuerda con las políticas de las principales instituciones multilaterales del mundo. Comenzando en la década de los 60, la ONU respaldó la independencia de antiguas colonias europeas, pero una vez que se independizaron, se opuso a “todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país”. Este principio se adoptó incluso aunque muchas de las nuevas naciones tenían fronteras definidas por los colonizadores. Hasta la Unión Africana, una organización fundamentada en el rechazo al colonialismo, se dedica a la preservación de uno de los principales legados de este, al incluir palabras en sus estatutos que afirman el “respeto de las fronteras existentes en el momento de la accesión a la independencia” de sus miembros.
Cuando se fundó la ONU, tenía 51 Estados miembro. Hoy hay 193, pero la creación de nuevos países se ha desacelerado. En el siglo XXI, solo tres nuevos países se han unido a las Naciones Unidas: Timor Oriental, Montenegro y Sudán del Sur (Suiza se unió finalmente en 2002, pero no es de ninguna manera un país nuevo). Unos cuantos lugares más, incluyendo Kosovo, Abjasia, Osetia del Sur y Somalilandia son autónomos de facto pero no cuentan con reconocimiento universal.
Hay varias razones que explican esta desaceleración. Para empezar, después de décadas de descolonialización y separación étnica, simplemente hay menos movimientos separatistas que exijan tener su propio país. Sin embargo, otra razón importante es que las grandes potencias mundiales, incluyendo a Estados Unidos, realmente no quieren ver cambios en el mapa.
Este énfasis en la soberanía a menudo ha estado motivado, desde luego, por los propios intereses y la política del poder. Por otra parte, hay razones para preocuparse de que el secesionismo se normalice: las separaciones pacíficas de países son cada vez más excepcionales. Más comúnmente son catastróficas, como los asesinatos y desplazamientos masivos que acompañaron la separación de India y Yugoslavia.
El problema es que, como lo fue en tiempos de Wilson, la gente no vive en grupos cuidadosamente ordenados. Sin importar cómo se definan las fronteras nacionales, es probable que algunos terminen en el lado incorrecto, y el genocidio es una consecuencia tan probable como la coexistencia pacífica.
Aún así, pocos argumentarían que el mapa actual del mundo es perfecto. Además, algunos sucesos recientes sugieren que quizá sea difícil conservarlo así indefinidamente.
En 2014, cuando Rusia se anexó Crimea, el presidente Vladimir Putin justificó la absorción de una región principalmente de lengua rusa con palabras referentes a la autodeterminación parecidas a las de Wilson. Estados Unidos y Europa respondieron a lo que el entonces Secretario de Estado John Kerry llamó un comportamiento “decimonónico”, con condenas y sanciones, pero fue poco lo que pudieron hacer para detenerlo o revertirlo. Ese mismo año, el Estado Islámico declaró que estaba poniendo fin al Acuerdo Sykes-Picot, que trazó las fronteras del Medio Oriente después de la Primera Guerra Mundial. Por su parte, China ha estado apuntalando sus reclamos territoriales sobre el Mar de la China Meridional mediante la construcción de más de 1300 hectáreas de nueva tierra en la forma de islas artificiales.
Se avecinan más cambios en el mapa: para finales del siglo, los niveles del mar cada vez más elevados podrían hacer que algunos Estados en islas pequeñas sean inhabitables, lo que plantea la pregunta de si un país puede continuar existiendo como entidad política si el territorio asociado a él ya no lo hace.
Nuestro actual periodo de inmovilidad cartográfica podría terminar siendo una breve anomalía. Más que buscar preservar el mapa actual a toda costa, quizá un mejor uso de los esfuerzos de Estados Unidos consistiría en tratar de garantizar que esos cambios ocurran pacíficamente. Una idea sería presionar a las instituciones internacionales para que permitan más de una definición general de Estado, autorizando alguna forma de representación internacional para lugares que son en gran medida autónomos, aunque no sean totalmente Estados.
Otra sería reconsiderar la oposición reflexiva de Estados Unidos a nuevas declaraciones de Estado. Podría ser útil si hubiera más precedentes de separaciones pacíficas, ordenadas y democráticas, en lugar de violentas y caóticas.
No estoy argumentando a favor de la independencia de Kurdistán, Cataluña, Escocia ni cualquier otro lugar. Cuando las formas de nuevos países han sido definidas por personas que no viven en ellos, por lo general no ha funcionado muy bien. Hay razones reales para ser escépticos respecto de todos estos movimientos de independencia. Sin embargo, eso no significa que mantener el actual arreglo mundial de países con sus fronteras existentes deba ser un principio orientador.
Sobre todo, la conservación de países existentes debe guiar nuestro pensamiento menos que el bienestar de las personas que viven en ellos.
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