Por José Javier Esparza
Estamos ante un proceso cuya auténtica naturaleza no está en los hechos visibles, sino en lo que no se ve.
Es perfectamente posible que me equivoque, porque en este juego de tramposos ya es difícil saber quién juega a qué, e incluso es probable que los protagonistas hayan dejado de controlar los acontecimientos y estén improvisando. Pero en líneas generales, a grandes rasgos, la impresión que deja la sesión de este miércoles en las Cortes es la siguiente: estamos asistiendo al nacimiento de un nuevo orden constitucional, a esa “segunda transición” que soñó Zapatero, y el asunto catalán está sirviendo como fulminante, como materia explosiva, de lo que haya de venir.
Avanzo la hipótesis: la deriva rupturista del gobierno catalán ha venido pintiparada para que ahora los políticos emprendan una reforma de la Constitución en sentido confederal, es decir, hacia un país más deshilachado todavía, reforma que viene siendo una reclamación permanente de numerosos centros de poder desde hace años. Así que ahora podríamos asistir, por ejemplo, a una negociación conflictiva, pero controlada, entre un gobierno catalán (el actual u otro futuro) sometido a amenaza de intervención estatal y un gobierno de España dispuesto a abrir la caja constitucional, mientras las Cortes comienzan el proceso de demolición del Sistema de 1978 para reemplazarlo por otra cosa. Barcelona y Madrid salvarían así la cara mientras a la opinión pública se la adormece con la cantinela del consenso.
Es muy posible que el decorado de la escena esté diseñado desde tiempo atrás. Los acontecimientos de los últimos meses no habrían hecho sino precipitar la función. Y tal vez eso explique por qué el Gobierno de España ha permanecido impasible mientras los separatistas, por su parte, proclamaban su singular independencia con freno y marcha atrás.
Modificaciones traumáticas
La operación no es inédita en los anales del juego político. Imaginemos la siguiente situación. Un determinado Gobierno, empujado por presiones externas e internas, se ve obligado a impulsar una modificación traumática del mapa legal. Temerosos de que esa modificación dispare resistencias graves, los agentes interesados conciben el siguiente plan: forzar un escenario de inestabilidad extrema para que el cambio resulte aceptable y, aún más, deseable como mal menor.
Ante el riesgo de una ruptura general del orden establecido, todo el mundo aceptará una ruptura limitada, ejecutada bajo control. De esta manera se conseguirá el objetivo inicial con un coste relativamente bajo. Así llegó al poder De Gaulle, por ejemplo. Si no es esto lo que está pasando en Cataluña, se parece mucho. La “modificación traumática”, es decir, el objetivo general, sería la reconversión del Estado en términos propiamente confederales, con un status de semi independencia para varias regiones.
Y el “escenario de inestabilidad extrema” sería el proceso independentista desencadenado en Cataluña. ¿Hipótesis descabellada? Tal vez. Pero más descabellado es que un gobierno regional haya podido desobedecer reiteradamente las leyes, organizar un referéndum previamente prohibido e incluso declarar su independencia, sin que el Estado haya hecho nada efectivo para impedirlo. Semejante cúmulo de incongruencias sólo se explica, precisamente, si forma parte de un proceso cuya auténtica naturaleza no está en los hechos visibles, sino en lo que no se ve.
Reforma “confederal” de la Constitución, sí. No debería extrañarnos. Hace mucho tiempo que la poderosísima oligarquía catalana, con sus largos tentáculos políticos y mediáticos en Madrid, intenta imprimir un giro decisivo al marco político español para conquistar cuotas definitivas de autogobierno; por supuesto, con el consiguiente beneficio propio.
Podemos recordar las tesis del socialista Maragall sobre el “federalismo asimétrico” (era 1998) o las reiteradas propuestas de pacto fiscal de Artur Mas hasta 2012 (anteayer, como quien dice), ambos presidentes de la Generalidad. En realidad, ha sido la tónica permanente del nacionalismo catalán desde los tiempos de Cambó y aun antes: obtener del Estado un trato preferente que permita a Cataluña rentabilizar al máximo su riqueza (dejando de lado la enojosa circunstancia de que esa riqueza procede, en gran medida, del resto de España). Los aduladores de corte han travestido con frecuencia esa política como “contribución a la gobernabilidad del Estado”, y no es del todo falso, pero con el relevante matiz de que el precio de la tal contribución siempre ha superado las siete cifras.
Fuente: La gaceta, España