Por Tatielle Katluryn
Esta historia trata de cómo un grupo de personas volvió a la tierra de la que sus ancestros habían sido despojados para ser llevados a otro continente a realizar trabajos forzados.
De cómo cuando esta nueva generación regresó al lugar que debería ser su verdadero hogar, se sintió completamente desconectada. Peor aún, parecía que tenían un problema mayor, pues tampoco sentían ese sentimiento de pertenencia respecto al lugar en donde nacieron, en el que sus padres y abuelos habían sido esclavizados.
No se sentían pertenecientes a ningún lugar.
Se veían sin patria, sin nacionalidad. ¿Cómo resolver un problema así? Huyeron de un lugar de dolor a otro que no dio paz a sus corazones. ¿A dónde irían si no tenían a donde volver?
Al oír esta historia, una joven (como muchas en el mundo) sintió un pesar en su pecho, se dio cuenta de que percibía el mismo sentimiento que esas personas. Ella se había mudado a pesar de que había algo en su corazón que le decía que ni en su ciudad natal ni en su nuevo hogar se sentiría como en casa.
¿Cómo explicar este sentimiento de desconexión? ¿Por qué al mirar a las personas que la rodeaban, las situaciones que enfrentaba y sus momentos de soledad, sentía que algo andaba mal con ella y no lograba sentirse completamente cómoda? Parecía que siempre faltaba algo o alguien a pesar de que todo y todos estaban ahí, en su lugar, ocupándose de lo suyo.
Era sumamente desconcertante formar parte de grupos y al mismo tiempo sentir que no se pertenecía a ninguno. Estar en las redes sociales solo por estar y sentir que, muy en el fondo, algo no encajaba.
¿Por qué no lograba refugiarse debajo de un techo cualquiera y hacerlo su hogar? ¿Por qué no hacer de alguien su ancla para reposar en algún suelo? Ella lo intenta, pero al conocer más a las personas y a los lugares siempre parecen ser mejores, más bonitos o más felices que ella. Tienen mucho que ofrecer y ella siente que no tiene lo suficiente para nadie.
Tal vez en esto radicaba el motivo real de su desconexión; no lograba compartir las costumbres, manías y pasiones de quienes la rodeaban. Ella tenía hábitos, deseos y sueños anormales, atípicos y fuera de los patrones. No había nacido con el gen que dicta qué carrera cursar ni para presentarse al examen de aptitudes o para ganar diez salarios mínimos al mes. Lo que el mundo le ofrecía era poco para el infinito que ella cargaba en su pecho.
Mientras los demás se satisfacen o aparentan hacerlo, ella quería más: ir más allá de lo que el mundo dice que necesita para ser feliz hasta el final de sus días; ir más allá del matrimonio perfecto, de los hijos corriendo por la casa; pero no sabía en dónde encontrar ese más. Solo sabía que mientras no lo encontrara se sentiría fuera de órbita.
Ella no lograba entrar en las conversaciones de otros, se queda al margen viendo a los demás. Los veía bailar, cantar, entregarse unos a otros, mientras que ella se quedaba en un rincón mirando el reloj y esperando a que nadie la viera para poder correr lejos. Los demás parecían tener una felicidad y un amor por las cosas que ella no tenía.
Pero llegó el día en que las cosas cambiaron. Un encuentro que la llevó a entenderse así misma y a sus dolores. Un encuentro con Jesús, aquel que murió en una cruz hace dos mil años y resucitó al tercer día. Él vio su sufrimiento y le dijo que su alma no pertenecía a la tierra, pero sí al cielo, por eso la gran incomodidad al intentar encajar en la vida de aquí.
Que por más que ella lo intentara nunca lograría amar lo que el mundo ofrece. Le dijo que la amaba y que seguiría cuidando de ella, que le daría la paz que nadie le podría quitar, el amor que no le podrían dar y un propósito: llevar ese amor a los que sufren como ella y a los que están aferrados al mundo. Fue entonces que comprendió que su hogar no era una casa o una ciudad, sino “alguien”. Que al pertenecer a Jesús, Él también pertenecería a ella y así lograría finalmente encontrase. A diferencia de las personas con quien ella convivía, Él no la abandonaría. Podría permanecer en su presencia, aprender de Él y conocer su voluntad a través de las enseñanzas del Espíritu Santo.
Así pudo sonreír y el motivo fue ese “alguien” que ella no podría mirar ni tocar, pero que, al igual que el viento, había entrado por su ventana. Él era el sentido y refrescaba el caos que perturbaba su corazón inquieto. Él sería el padre que no estaba presente, el mejor amigo que nunca llegó a tener y el amor que la llamaba a ser novia de Cristo.
Ahora podría ir a cualquier lugar del mundo y voltear a los brazos de su amado. La nostalgia que asfixiaba su pecho era causada por un alma que pertenecía al cielo y allá regresaría algún día.