«Allá en Estados Unidos los límites no se negocian. En México los estiramos…»
Por Eduardo Caccia
Martes 5 de septiembre de 2017
Ahora que se está renegociando el TLC conviene reparar en las diferencias culturales que tenemos con los canadienses y, especialmente, los estadounidenses, diferencias que van mucho más allá del lenguaje, tienen que ver con la forma de vivir la vida, con las costumbres, las tradiciones, el fondo de las cosas. Las traducciones lingüísticas no ayudan mucho, se requiere una traducción cultural, una que no sólo describe las palabras sino que interpreta las intenciones y describe los significados.
Viví en Estados Unidos (legalmente, por supuesto) durante casi 8 años, en San Diego, ciudad californiana a unas cuantas millas de Tijuana, donde empieza la patria. Sólo conviviendo permanentemente con una cultura se pueden percibir las similitudes y los contrastes. Mexicanos y gringos tenemos códigos culturales radicalmente opuestos para muchas cosas. De varias dimensiones me ocuparé: los usos del espacio, el lenguaje y la relación con la ley.
En esta entrega iniciaré por el tema de la ley. Hay que aceptar que el gran ingrediente de The land of the free, es la falta de libertad. Por extraño que parezca, los gringos viven rodeados de prohibiciones y condicionamientos. La verdadera de tierra de libertad es México pues, aunque algo esté prohibido, se vuelve negociable. Allá en Estados Unidos los límites no se negocian. En México los estiramos (mucho a través de los diminutivos, esa fachada con la que “tantito” en realidad no es poco sino bastante). La palabra “Law” tiene mucho más fuerza que la palabra “Ley”, aunque signifiquen los mismo. Particularmente el cine ha sido un recurso de aculturamiento muy efectivo. A través de las películas gringas hemos aprendido que el Juez es un señor vestido de negro a quien todo mundo respeta y le dice “Su Señoría”. En México hemos visto cómo Cantinflas se cotorrea al juez. No es casual que los edificios donde está la corte tengan escalones y hay que subir para entrar, es una metáfora de que la Justicia es algo superior al individuo. Por la misma razón el juez viste con una indumentaria particular, para indicarnos que no es cualquier mortal. Y además se sienta en un sitio que es más elevado que los demás asistentes a la corte. Por si fuera poco hay que levantarse cuando entra y cuando sale. Todas esas señales han construido en el imaginario gringo (y en el mexicano que ve esas películas) que la ley es algo supremo.
Tener una infracción de tránsito implica “ir a la corte”, “explicarle al juez”. Aunque no tuve ninguna infracción durante el tiempo en que habité en San Diego, sé de buena fuente que ir a la corte es toda una experiencia. Pudo haber sido por una vuelta prohibida o porque no se usaron las luces direccionales para cambiar de carril o la típica infracción por exceso de velocidad pero también por no traer el automóvil con seguro o manejar sin licencia o no contar con los espejos retrovisores, cualquier cosa amerita ir frente al juez. Una vez ahí, todos los demás citados ese día tienen que escuchar el caso de los demás, de modo que se aprende al oír al juez sermonear lo que se debió y no se debió hacer. No hay forma de escaparse del citatorio pues si no se atiende, el desacato sale más caro.
El “poder de la ley” (que en México funciona según quien lo pueda pagar) es un poder de y para la gente, con el vecino del norte. Como un botón que accionas y funciona. En cierta ocasión asistí a un festejo de cumpleaños en casa de unos amigos mexicanos. Para festejar a la esposa, el marido armó un buen pachangón con música en vivo y muchos invitados, algo muy mexicano. Para no tener problema con sus vecinos gringos, este mexicano de amplios recursos financieros les avisó con anticipación y como cortesía les regaló una noche en un hotel de lujo, para que se fueran a dormir sin tener que escuchar el ruido. Así lo hizo con varios vecinos a la redonda. Pero el eco de la música llegó más lejos que sus previsiones. Alguien, molesto por el sonido de la fiesta, llamó a la policía. De pronto tocaron a la puerta. Yo acompañé al dueño de la casa cuando abrió. Eran 5 oficiales y otro tanto de patrullas en la calle, torretas encendidas como si hubieran llegado para atender un inminente asesinato. Le pidieron-ordenaron a mi amigo que terminara la fiesta o bien que metiera la música dentro de su casa. Con ingenuidad digna de las Lomas de Chapultepec y como olvidando que estábamos en La Jolla, mi amigo intentó una audaz maniobra. Les dijo que prefería pagar la multa, que le dijeran cuánto era. Los oficiales, no sé si sorprendidos o no, le explicaron que no sólo sería la multa sino que él iría arrestado. La fiesta terminó ahí. No hubo negociación.
Ya no hablemos de las redadas policiacas cuando hay fiestas donde hay menores de edad (abajo de 21 años) en una casa. De pronto aparece un comando al estilo swat y se apresta a revisar los botes de basura en busca de botellas de alcohol. El tema del alcohol es todo un universo para los gringos. Amerita otro artículo.
Los policías visitan las escuelas primarias y son reverenciados por los niños y sus maestros. Son vistos como verdaderos servidores públicos que dan lo mejor de ellos para el bienestar y protección de la comunidad. Si desde niños se aprende a respetar la ley y a sus representantes básicos (el policía, el juez) ¿cómo no respetarlos cuando son mayores? Por si fuera poco, en todos los programas y series de televisión el que la hace la paga. No hay impunidad. A través de estos sutiles mecanismos de adoctrinamiento el sistema gringo educa a la gente.
Los mexicanos que conocí, que no aguantaron el modo de vida norteamericano y se regresaron a México, escaparon de los límites agobiantes pues no tuvieron la capacidad de integrarse a vivir bajo todo el peso de la ley. Una materia que en México es volátil, ingrávida y como los buenos trajes, siempre a la medida.