¿No consigues decir «no» a la gente y vives tragándote lo que piensas? Entonces lee aquí
Mucha gente confunde bondad con incapacidad de decir “no”, de poner límites, de decir lo que te gusta y lo que no te gusta, de satisfacer las propias necesidades.
Aprender a decir “no” no es salir pegando un portazo. Es estar preparado para madurar con confianza, seguro de que no dejarás de ser amado sólo porque has decidido tomar tus propios deseos y opiniones en cuenta.
No se trata de decir que “no estamos obligados a nada”, sino más bien de entender que es importante aprender posicionarse ante la vida, ante las exigencias del día a día, de las personas y de lo que cada situación exige.
La vida exige rupturas. Exige que abandonemos nuestros niños en lo alto de los árboles y ganemos el cielo. Aunque el precio sea caer y hacernos daño algunas veces, la recompensa de convertirnos en quienes somos realmente, vale la pena.
Quienes nos educaron quizás se olvidaron de decirnos que podíamos rechazar esa invitación, que no era pecado decir “no” a aquello que no estábamos dispuestos a hacer, que no teníamos que sentirnos culpables cuando imponíamos límites o sentíamos la necesidad de gustarnos a nosotros mismos en primer lugar.
Quizás se olvidaron de decirnos que se “buenecito” no es lo mismo que ser bueno. Que cuando me desagrado para agradar a los demás no estoy cumpliendo con la ley del amor que dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Ser bueno es tener empatía, es compadecerse del dolor del otro y estar dispuesto a ayudarle, es tener compasión, tolerancia y respeto por los que nos rodean. Pero ser “buenecito” es satisfacer las expectativas de los demás, lo que no siempre satisface nuestras propias expectativas. Es cargar un fardo a nuestras espaldas, es sentirnos obligados a corresponder fielmente a lo que los demás esperan de nosotros, pero que no siempre es conforme a lo que nosotros íntimamente deseamos.
El precio de ser buenecito es la fragilidad. Pues en cuanto preferimos corresponder a las expectativas externas en detrimento de nuestro propio bienestar, seremos frágiles, susceptibles al juicio de los demás, vulnerables a lo que piensan o dejan de pensar respecto de nosotros. Quien deja de ser “buenecito” se fortalece. Descubre que tiene valor incluso cuando rechaza un favor o prefiere teñirse el cabello de azul.
La vida enseña susurrando. Mientras no aprendamos a ser auténticos en el querer y en el no querer, en el permitir y en el no permitir, en el autorizar y en el no autorizar, supremos las consecuencias de no ser amables con nuestro propio espíritu. No se trata de ser egoísta, sino de respetarse uno mismo en primer lugar. Sólo así estaremos preparados para ayudar. Sólo así seremos capaces de amar…