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Cómo evitar que tus sentimientos negativos te bloqueen

Cómo evitar que tus sentimientos negativos te bloqueen

© GODONG / BSIP - Teenager praying in church. GODONG / BSIP
© GODONG / BSIP – Teenager praying in church. GODONG / BSIP

Pon nombre a tus tristezas y entrégaselas a Dios

Uno puede ir por la vida acumulando desilusiones y desengaños. Me puedo quedar pensando en lo que he hecho mal, en lo que no ha salido como yo quería. Lo he intentado. No lo he logrado. Puedo seguir llorando eternamente sobre la leche derramada. Pero ese círculo de tristeza no me ayuda a crecer.

Me cuesta tolerar la frustración. Entender que detrás de una derrota hay siempre una nueva oportunidad. Necesito sacar mi tristeza, mi desánimo, mi desaliento.

El otro día leía: “Esta es tu oportunidad. Saca todo lo que te hace sufrir. Enséñamelo todo. No ocultes nada. Entonces todos mis pensamientos y recuerdos tristes fueron levantando la mano, uno tras otro, y se pusieron en pie para identificarse. Al contemplar cada pensamiento, cada sufrimiento, asimilaba su existencia y soportaba la correspondiente congoja. Después decía a cada una de mis penas: No pasa nada. Te quiero. Te acepto. Te acojo con el corazón. Se acabó. Y la pena me entraba en el corazón[1].

Quiero tomar mis tristezas en las manos. Acoger todo lo que me quita la paz. No importa el tamaño de mi dolor. No valoro si es o no justificado mi sufrimiento. Poco importa.

Los discípulos de Emaús llevaban mucha pena en el alma: “Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: – ¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?”.

Hablaban de su dolor. Lo habían perdido todo. Tanto tiempo soñando con otro final, con otro desenlace. Y ahora todo había cambiado. Jesús había muerto. Ya no podían seguir creyendo. ¿Qué habrían imaginado ellos para sus vidas? Otro desenlace seguro. Por eso volvían a Emaús.

Ya no tenía sentido seguir con los otros discípulos. Tenían vida en Emaús. En su aldea. Con sus familias. Sus sueños de eternidad habían visto su final. Es doloroso renunciar a los propios sueños. Cuando uno ha puesto el corazón en algo que parecía posible.

Tal vez imaginaron a un Mesías poderoso. O pensaron que en el reino de Jesús todo iba a ser diferente. No lo sabemos. Sólo nos queda el recuerdo de Jesús:

“Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron”.

Era poderoso en obras. Pero ha muerto. No creen en lo que dicen las mujeres. Todavía no lo han visto. No es seguro. Y vuelven a Emaús. Está muerto. No tiene sentido hablar de una vida después de la muerte. No ha sido su liberador. Y ellos siguen siendo esclavos.

Me siento tan identificado con estos discípulos. Muchas veces me desanimo. Dejo de creer. Veo que no es posible esa liberación que Jesús me promete. ¡Cuántas causas encuentro para sentirme frustrado!

Muchas veces toco mi limitación y me cuesta creer en el poder del Espíritu Santo. En la fuerza de su amor. Me digo que sí, que puedo crecer y cambiar. Pero luego tropiezo en mi pobreza y me entristezco. Demasiado alto, demasiado lejos. Y me embarga la tristeza.

Quiero reconocer esos sentimientos negativos que me paralizan. Quiero tomarlos en mis manos, con calma, con paz. Ellos no pueden decidir mi forma de vivir. No pueden bloquearme e impedirme crecer. No puede ser.

Los tomo en mis manos, les pongo nombre a mis tristezas, se los entrego a Dios. Los desarmo de su poder. Yo puedo más que todas mis tristezas. Soy más fuerte, más grande, más listo. No me quiero quedar atascado en mis preocupaciones. Les pongo nombre y se las entrego a Dios.

Aquí las tiene. Todas las frustraciones y tristezas de mi vida. Las que realmente son importantes. Y las que no lo son. Lo tengo claro: Aceptar que estamos tristes y recorrer el camino de la curación es iniciar el recorrido de un camino de sanación y reconstrucción[2].

Puede que no siempre tenga paz. Que no siempre esté contento. No estoy obligado a estar siempre en paz. Reconocer mi tristeza es el comienzo del camino de mi liberación. Se lo cuento a Jesús como hacen hoy Cleofás y el otro discípulo. Se lo digo. Me abro y desahogo lo que hay en el alma.

Hay tanta tristeza a mi alrededor… La tristeza abunda precisamente porque tomamos decisiones equivocadas[3]. Y es cierto que abunda porque tomo decisiones incorrectas. Porque busco la felicidad en el lugar equivocado. Y amo aquello que me quita la paz. O no sé amar de verdad. De forma madura.

Y sufro. Y la tristeza se apodera de mi alma porque elijo lo incorrecto y no descanso en Dios. No tengo mi centro en Él. No reposo en sus brazos.

Me gusta pensar que Jesús fue a buscar a estos discípulos que regresaban tristes a sus casas. Fue a su camino. No esperó a que volvieran a Jerusalén. Salió en su búsqueda. No quería perderlos.

Y no se apareció ante ellos con la evidencia que lo hizo con María Magdalena. Se acercó y pasó por un peregrino cualquiera. No lo reconocieron. Escuchó lo que había en sus corazones. No les hizo ver con palabras quién era Él. Aguardó paciente a que ellos se dieran cuenta.

Ardían sus corazones. Pero todavía no lo veían: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Ardían sus corazones pero aún no entendían. Jesús aguarda. La paciencia de Jesús conmigo tantas veces cuando no soy capaz de ver su amor en mi vida…

Al llegar a Emaús reconocen a Jesús en la fracción del pan: “Ya cerca de la aldea donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo: – Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció”.

Quizás es más fácil reconocerlo en la fracción del pan que en el propio camino. Lo reconocen en un signo cotidiano. Parte el pan. Bendice el pan. Como lo hizo en la última cena. Como lo habría hecho en tantas ocasiones con sus discípulos.

Jesús había hecho sagrado lo cotidiano de su vida con los discípulos. Guardaban en su corazón gestos sagrados. Palabras llenas de vida y de amor. Miradas. Abrazos.

Me gusta pensar que lo que delató su identidad fuera un signo tan sencillo y tan de Jesús. No hizo falta un milagro que demostrara que era Él. Ni siquiera una palabra especial. Fue un gesto habitual. Algo cotidiano como era el hecho de bendecir y partir el pan para los suyos.

Jesús lo hace de nuevo. Y los suyos lo descubren y comprenden. Su corazón se llena de alegría. El fuego del camino tenía que ver con Jesús. Era Él.

Pienso en el grito de Juan desde la barca cuando comprende que el que está en la orilla es Jesús resucitado después de la pesca milagrosa. Grita tirándose al agua: «Es el Señor». Lo reconoce de repente y no puede quedarse en la barca.

Los discípulos en Emaús también lo reconocen y sus palabras resuenan en el alma: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!”. Todo un día de camino junto a Jesús y no habían reconocido su voz, ni su acento, ni su forma de decir las cosas.

No se habían dado cuenta de su mirada y de su forma de caminar. No habían visto su cariño expresado en el camino. No habían pensado en su paciencia. No habían sido capaces. El corazón estaba tan turbado.

En el encuentro con Jesús cambia el destino de mi vida. Los discípulos abandonan su aldea de Emaús justo cuando acaban de llegar. Regresan al lugar de sus hermanos, esos hombres débiles escondidos en Jerusalén.

Vivían escondidos con miedo a perder la vida. Ellos no querían vivir así y tal vez por eso habían regresado a su tierra, al oficio de antes, a la vida que llevaban antes de empezar a soñar. Pero ahora, en esa mesa, ante el pan partido, ven que ya no tienen nada que temer.

Ellos lo han visto con sus ojos. Jesús está vivo. Lo han comprobado, han visto su mirada, han contemplado su rostro, han escuchado su voz. No pudieron resistir su amor.

Decía el Hermano Rafael: Si vieras que Jesús te llamaba y te mirase con esos ojos que desprendían amor, ternura, perdón y te dijese: – ¿Por qué no me sigues?”. Ellos lo siguen.

Es Jesús en persona, con sus gestos, con su mirada. Ha llegado a encontrarlos en medio del camino. Y ellos no pueden seguir como si nada hubiera ocurrido. Habían huido a su vida de antes, desalentados, tristes, preocupados. Pero ahora ya no tenían excusas.

Por eso ellos vuelven llenos de vida, de alegría, de emoción, de fuego. Han visto a Jesús. Han caminado a su lado. Él ha partido el pan delante de sus ojos. Es Él el que los ama: “Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: -Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan”.

No pierden el tiempo. Ya no hay tiempo que perder en Emaús. No quieren seguir escondidos. Ha comenzado una nueva misión, una nueva vida. Una nueva luz que lo inunda todo de claridad.

Sus vidas tienen un nuevo sentido. Llenos con el pan partido corren al encuentro de los suyos. Quieren compartir esa alegría que no se pueden guardar para sí mismos. Es imposible. El corazón feliz necesita compartir lo que posee.

Tal vez la tristeza puede aislarnos, y no queremos pedir ayuda. Pero normalmente la felicidad es contagiosa. El bien es difusivo. Se comunica.

 

[1] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama

[2] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón

[3] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón

Fuente: Aleteia
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